Lloronas de abril

Publicado el Adriana Patricia Giraldo Duarte

Primero fue el silencio

Por: Gustavo Colorado Grisales

En el principio el silencio fue líquido: en el vientre de la madre un escudo de agua nos protegía de los embates del mundo con su carga de ruido y furor.

Luego, el silencio se hizo camino. Arrojados al barullo de la sociedad humana no tardamos en advertir la dosis de desamparo implícita en el hecho de estar vivos.

Muy temprano llegamos, pues, a la primera encrucijada: elegir el silencio exigía recorrer una buena parte del camino en soledad.

En cambio, optar por la senda concurrida tenía un alto precio: el de la libertad de estar con uno mismo a cambio de la seguridad de la manada.

Salvo excepciones, los hombres optamos por el segundo camino.

Y aquí vamos, cada vez más aturdidos por el estruendo que mana de todas partes, como si fuéramos presa de un volcán enfurecido.

Estruendo de las radios, de los televisores, de los automóviles, de los espectáculos deportivos, de los teléfonos, de los energúmenos que gritan cada vez más alto.

Por eso, a esta altura del viaje, el aturdimiento es nuestra principal seña de identidad.

El homo aturdido y, por lo tanto, sordo, ya no sabe a quién dirigir sus plegarias.

Lo peor de todo es que ya no puede volver atrás porque teme al silencio. A ese rumor de hojas que podría devolverlo a lo más cierto de sí mismo.

Y no hay nada a lo que tema tanto el hombre como al hilo de luz que le dibuja en la alta noche los rasgos de su último rostro.

El definitivo: aquel con el que ha de enfrentarse a la muerte.

“El solitario es un caminador”. Le debo esa frase feliz a mi compinche Rigoberto Gil, compañero de viaje en largas caminatas por las afueras de Pereira.

Juntos, hemos escalado laderas y cruzado bosques bendecidos por cascadas que irrumpen como un milagro en medio de la ruta.

También hemos aliviado los pies en las aguas misericordiosas de un riachuelo de tierra fría.

En algún diciembre de natillas y canciones de Buitrago devoramos caminos polvorientos bajo un sol que no daba tregua.

Ah… el tipo es escritor, y de los buenos. Pero confieso que me gustan más esas caminatas donde la conversa fluye sin parar hasta que “La euforia santa del silencio”, desciende sobre nosotros y nos devuelve a la quietud primordial.

A la indispensable paz interior que nos ha sido escamoteada por el vocerío de las gentes obligadas por la propia codicia a competir en los mercados donde siempre gana el más gritón.

Pausa para un crédito: lo de la euforia santa del silencio es del poeta Darío Jaramillo Agudelo, un degustador de auroras a quien ni siquiera la barbarie que lo despojó de uno de sus pies ha impedido echarse al camino cada vez que el corazón le reclama su diaria dosis de sosiego.

Sumo y sigo: es muy difícil encontrar un compañero de caminatas. Alguien que simplemente sea cómplice de nuestros silencios. Al fin y al cabo, la gente es proclive a enamorarse de sus propias peroratas. Su cháchara nos impide mirar el camino como a otra forma del silencio que se expresa en el rumor del viento, en el discurrir del agua, en el canto de los pájaros.

En el mutismo sin tiempo de los árboles.

El descubrimiento de esto último se lo debo a mi abuela Ana María: ella misma era un árbol siempre dispuesto a prodigar frutos imposibles.

Ella y su esposo Martiniano tenían una pequeña parcela llamada “El Tigre”, a tres horas de camino de la cabecera municipal más próxima.

Y cuando digo de camino quiero decir a pie. O “A pata de indio”, como se estilaba decir en esos tiempos, sin que lo asediaran a uno los campeones de la corrección política.

Yo tendría unos siete años. Cada semana esa vieja querida hacia un viaje de ida y vuelta hasta el pueblo. Llevaba huevos, queso y café para vender en el mercado. De regreso cargaba su líchigo con carne, sal y aceite.

Lo indispensable para “seguir llevándola”, según solía decir.

El recorrido de ida y vuelta nos tomaba seis horas. Hoy la acusarían ante el Instituto de Bienestar Familiar por someter a un niño a esas torturas.

Pero es al revés: fue la vieja y amada Ana María- un árbol silencioso, un camino lleno de encrucijadas ella misma- la que me reveló desde muy temprano las muchas dimensiones del silencio, que para los grandes iniciados sigue siendo la más sincera y efectiva de las plegarias.

Ya lo dijo Paul Simon en esa canción suya tan hermosa como manoseada: “Dios nos habla en el silencio”.

Por eso, cuando en uno de mis recorridos me cruzo con un club de caminantes me santiguo y busco un atajo.

Son algo así como una profanación: lucen uniformes con el nombre del club, llevan palos comprados a medida en algún Homecenter, consumen comida chatarra como niños posesos y portan radios para escuchar las noticias.

Pero, sobre todo, parlotean. Y para colmo de males lo hacen todos al mismo tiempo.

En esos instantes añoro a mi compinche Rigoberto Gil tan rigoroso él, hasta en las caminatas.

Y extraño también la lucidez de Joel Pérez, que una tarde inundada de ron me dijo: “Toda la vida estuve esperando un amigo como usted. Alguien que me haga la visita y no me hable”.

Y ese amigo, que hace ya siete años se fue a vivir al barrio que hay detrás de las estrellas, sí que sabía de largos, larguísimos silencios.

Y vuelvo a invocar la presencia de la abuela Ana María: caminando juntos bajo el sol o la lluvia me enseñó una y otra vez lo esencial: que primero fue el silencio.

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