Adriana Patricia Giraldo Duarte
Desde que me olvidé de los sonidos impuestos para despertar, el tiempo matutino se queda conmigo, como una voz más consciente del anterior recuerdo.
Puedo visitar el espejo. Nos hemos reconciliado en esta pausa universal.
El nuevo tiempo hace que repare las pecas que no huyen de mi cara, el cabello en el que afloran las primeras canas brillantes, el color inconfundible de los ojos amarillos que no le deben nada al pasado, la fuerza de las manos que me eligieron para ser mujer.
Confieso que tengo menos sobresaltos, aunque sobrevivan pedazos de ignorancia alrededor. Ha dejado de sofocarme el peso de un sistema que demanda perfección y tengo licencia para saborear y extender el placer de los cinco primeros minutos en la cama, descifrando con mi adicción a las noticias, las puntas del nuevo enemigo nombrado por la humanidad.
Muchas veces me nombraron esa palabra, y humanamente traté de evitarla, obstinada con el pálpito de que nos abriga una fuerza generosa con alma de mujer, que impide el avance de los que quisieran llamarse adversarios, pero jamás han dado la talla.
Exhalo una forma de retar los monstruos que persiguieron mi feminidad y entiendo ahora que pude haber sido más compasiva. Después de todo, pocos sabían que terminaríamos en un universo obligado, abrumador, incesante, experimental, que paró lo impensable y permeó lo incomprensible.
El nuevo tiempo me gusta porque aunque tiene más estadísticas, me margina sin regaños y me refugia en el rechazo que siempre tuve por los números. Las cifras jamás podrán medir la voluntad humana, la fuerza de la comunicación y el alma generosa que te entrega un corazón enamorado. No puede ser que ahora los porcentajes se pinten en mapas de colores, con fechas en ascenso y olor a muerte.
Me he quitado la culpa de la noche. Fui afortunada al no tener que esperar nuevos pasos al límite del abismo, para apreciar en cada parpadeo, la magia de mis privilegios.
Me miro al espejo. La vida está en el primer rostro que reflejamos en la mañana. Puedo sentir mi espíritu, consciente, esperando cruzar de nuevo la calle y disfrutar de más destellos, más relámpagos, y quizá, de algo súbito que al fin renueve el alma humana.
Extiendo la mano para comprender la imagen y veo la vida en el espejo.
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