Esta carta quedó en mis manos cuando la ofrecía. El joven hijo errabundo no quiso recibirla, como tampoco conocer su contenido. Se fue dejándome su mirada de censura, haciéndome saber que esa despedida era para siempre. Me dejó sin el beso y el abrazo que esperaba.
Por: Marlene Guiselle Téllez Gómez
No supe cuándo se nos quebró la relación surgida desde el momento mismo en que crecías en mi vientre, porque llevo en mis recuerdos los más hermosos, cálidos, especiales y amorosos años compartidos juntos.
No lo sé hijo, pero siento que nos separa un abismo de ideales y de sentimientos. Como madre voy a confesarte que me lastimas con crueldad inexorable, cuando de tu parte se sustentan argumentos con sarcasmos, con ese arrancar de carnes, buscando dolosamente ofenderme, cuando usas tu total indiferencia.
En el reposo en el que hoy me encuentro, donde aprendo a mirar con total serenidad una existencia, donde logro mirarme hacia dentro, observo con dolorosa claridad -pese a tener nublados mis ojos por la lluvia de lágrimas que ya forman un río de desilusiones- que no logramos conciliar en punto medio. Cada uno busca frenéticamente convencer al otro de sus razones y sus juicios sin lograr alcanzar el objetivo, formándose un huracán violento, que logra lastimar mi alma y mi corazón ya herido y que hoy busco cicatrizar con el bálsamo de la soledad en esta segunda etapa que hoy, a mis cincuenta y siete otoños he escogido, sin que nada llegue a alterar el reposo pretendido hasta que mi vida se detenga.
Hijo, hijo amado, mi vida fue de una mujer abnegada, la entregué plena, sin escatimar una gota de amor para mis hijos; también reconozco haber sido buena esposa, siempre acompañando al hombre de notables valores y principios. Pero hoy él y yo nos vemos como extraños y busqué en la memoria el recaudo del sentimiento airoso de mis treinta años y no pude hallar ni las cenizas, sólo el peso de la soledad acompañada.
Pero eso no lo comprendes, porque debo continuar mi existencia valorando lo que tengo hoy: puras tristezas y profundos desengaños por tu comportamiento injusto y desmedido que te nace hacia mí. La verdad no lo merezco, es que no lo merece ni una madre desalmada.
Lloré mi soledad por veintisiete años y lo hice en silencio por mis hijos. Hoy cansada por el peso de tantas vueltas al sol y sin mi esencia, advertí desde siempre que mi deseo era morirme, aunque muerta en vida me encontraba y te hice conocer mi sentimiento. Pero tu, hijo de mi alma y de mi vientre, rechazas la invitación que te hice para un diálogo, porque según tú, no hablas con muertos y no eres Jesucristo para resucitarlos.
Tú y yo sabemos que la muerte nos viene a paso lento, pero aún así cuando ella logre alcanzarme en la ruta que camino, seguiré como madre que soy, tuya, amándote en el vacío de todo aquello que contiene el universo.
Espero abrazarte y sentir también un sincero abrazo antes de que emprendas de nuevo el vuelo a renovados aires.
Es tu decisión ahora, querer sentirnos mutuamente como antes. Aunque no creas en Dios, yo sí le ruego con infinito fervor, que desde las nubes enredadas en el cielo, envié su bendición en tu camino y yo estaré aquí para ti siempre, como siempre estará la protección del Dios que nos bendice.
Mamá