En segunda fila

Publicado el Juan José Ferro Hoyos

Mejor así, sola

Lo más interesante de “Jericó, el infinito vuelo de los días” son las reacciones que genera. No parece haber punto medio entre quienes ven el documental como algo pintoresco y agradable y quienes denuncian la “ceguera” de su directora. Se trata, en esencia, de contar la vida de varias mujeres que viven en este pintoresco pueblo paisa donde se preparan para morir. Una a una, estas ancianas entrañables van contando la historia de su vida que como quien teje con calma una colcha que no tiene a quien regalar.

Lo que salva a Jericó de ser una muy mala película es la gracia de sus mujeres. “Chila” Bohórquez, quien más tiempo tiene para contar su historia frente a la cámara, es de lejos la más entretenida con su mezcla de religiosidad, chistes verdes y nostalgia aguardientera. La directora, Catalina Mesa, no hace directamente las preguntas ni interrumpe los discursos de sus mujeres. Su tarea se limita a usar otras mujeres (una vendedora de almacén, la fisioterapeuta que visita a una de las ancianas) para dar cuerda a las protagonistas. Y ellas hablan y hablan.

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El asunto que une a estas mujeres es la religión. Y es justamente el manejo de este tema el que ha encendido la polémica. En su cuenta de Facebook Mario Jursich señaló que “no podemos llamarnos a engaño: el catolicismo que estas señoras pregonan, y que a la directora le interesa por su belleza estética, está en la raíz de muchos de nuestros males: el racismo, la exclusión social, la intolerancia y –vaya ironía en una película que pretende ser un canto a lo femenino– la feroz discriminación contra las mujeres”. Algo parecido reclamó Pedro Adrián Zuluaga (también en su Facebook) cuando escribió que: “Utilizar a estos personajes para decir que allá, en esas agraciadas montañas antioqueñas, la vida es, a pesar de todo, buena y sana, no solo es inocencia sino algo más: es imbecilidad y, peor aún, connivencia con ese movimiento típico del ethos paisa que consiste en armar un decorado vistoso para tapar la trasescena”. Quienes disienten lo hacen con el argumento que el documental se limita a mostrar la manera como viven la religión estas mujeres y que también merece ser contada la religiosidad de quien vive de espaldas a los efectos nocivos de la misma fe que predica. Dicen, palabras más palabras menos, que no se le puede exigir a la directora cuestionar todos los temas que su obra toca.

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En general comparto el reclamo que, con diferentes matices que acá no tengo espacio de desarrollar, le hacen Jursich y Zuluaga a la película. A mí también me parece escapista y frívola la manera como se trata la religión pero acepto, en parte, que esa es la visión de sus protagonistas y que no se le puede exigir a la directora la tarea de desmentirla. Lo que más me molesta de “Jericó…” es lo simple de su propuesta visual. Todas las historias están contadas con un mismo uso de la cámara embelesada con las puertas de colores, los rosarios en las paredes y los santos en las repisas. Con su manera de saltar de una mujer a otra lo que la película termina mostrando es incapacidad para llegar al fondo de cada historia. A eso se suma una música que más que ponerle encanto a la narración sirve para, en palabras de Zuluaga “convertir en melodrama lo que es simplemente tragedia, vida detenida y malgastada, ni buena ni sana, vida a secas”. Lo que le impide a Jericó ser una buena película es dejarlo todo en manos de la gracia de sus protagonistas y usar los recursos propiamente cinematográficos de una manera tan predecible. Lo que al principio parece pintoresco y después nostálgico y costumbrista, hacia el final de la película resulta simplemente cursi. Indigne o no, el problema más grave de “Jericó…” es cuanto aburre. Para mostrar lo bonito que es el pueblo, para invitarnos a visitarlo, bastaba con el tráiler. Como cine a “Jericó…” la olvidaremos pronto. Las preguntas que deja nos las vamos a seguir haciendo.

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