En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Esperando que estalle la paz

Aserrí, norte de santander 2015

Mientras se boicotea el proceso de paz con hostigamientos y derrames de petroleo, los recursos naturales y energéticos se siguen ofertando a las trasnacionales sin ningún tipo de obligación social. Mientras unos boicotean el proceso de paz, otros ponen en venta las hidroeléctricas a consorcios extranjeros, chinos y norteamericanos; se venden ríos enteros, como el Rancherías en la Guajira, o se pone en riesgo el futuro del agua de todas las comunidades dando licencias para la extracción minera del oro en los páramos, y el petróleo en zonas que debían ser santuarios de flora y fauna como la Sierra de la Macarena y el Páramo de Santurbán. Mientras se sigue boicoteando el proceso de paz, los indígenas siguen acorralados en pedazos de tierra estéril, mientras sus territorios expropiados hace siglos siguieron pasándose como herencias latifundio tras latifundio.

Que una guerrilla como las FARC se siente a negociar con el gobierno sobre temas estrictamente militares y legales y de garantías para regresar a la vida civil y transformar su lucha a las vías políticas, en un proceso de paz donde el gobierno desconoce todos los orígenes de la violencia política y se ha negado a tocar los temas económicos y territoriales y los abismos de clase, parece casi una traición a esos “principios” que identificaban a la guerrilla con el lema auto-designado EP (Ejército del pueblo) y que por décadas movilizó a los miles de campesinos y desheredados colombianos que hacen e hicieron parte del ejército guerrillero. Esa identificación se fue desvirtuando con cada ataque a poblaciones, con cada atentado a la pobre infraestructura de Colombia, con cada Carrobomba detonado en el centro de una ciudad. El proceso de paz, si lleva al fin de la confrontación armada, a una desmilitarización del país, es solo un primer paso para construir la convivencia en Colombia, es el gran paso, el primer gran paso, para que la vida política abra espacios a otras miradas y otros problemas que vive la gente. Que dos de los perpetradores de violencia se hayan sentado a pactar en un diálogo casi refrendado por las elecciones atípicas que llevaron a la reelección de Juan Manuel Santos, fue una oportunidad para que los ciudadanos de Colombia aspiraran a tener la primera generación de jóvenes cuya vida no estuviera atravesada por las consecuencias de la barbarie, por las escenas de guerra, por el temor de tener una muerte violenta. Una oportunidad para reconciliación, para la reconstrucción de los escenarios de la guerra, para componer las hilachas de esta mortaja descosida a plomo con los muertos de medio siglo de guerra sucia.

La semana pasada, en una alocución digna de las payasadas finales del presidente Pastrana, el presidente Santos puso un ultimátum a las FARC en el que queda claro que: la paz que exige el gobierno es la del sometimiento, el desarme y la cárcel, sin amnistía, sin indultos, sin reconciliación. Un mes antes, en un gesto de paz digno de Georgie Bush, también mandó bombardear campamentos guerrilleros y el primer resultado tras la orden fue 26 guerrilleros muertos. Era la respuesta a la tregua unilateral ofrecida por la guerrilla, digna de zelotes, que cesó con 11 soldados del ejército muertos en una acción en Cauca. Y así, en los últimos meses el país ha vuelto a respirar la atmósfera de polarización sectaria entre los civiles y a vivir la violencia monótona, legal e ilegal, a la que nos acostumbraron los perpetradores de la violencia política. Aun así, algunos seguimos creyendo que la solución a todas estas atrocidades contra la vida humana y la naturaleza tiene que ser la paz, aunque los líderes de opinión intelectual o los líderes de la desinformación mediática sostengan la versión incendiaria de que la alternativa a la ruptura de los diálogos será entonces incrementar la barbarie.

Una de las mayores oposiciones al proceso de paz tiene que ver con crímenes que quedarán impunes. En Colombia muchos crímenes quedarán impunes con paz o sin paz. Porque la impunidad es la hija más rebelde de nuestra indolencia como pueblo. Para plantearse un futuro distinto y mejor como alternativa a este determinismo de viudas y de huérfanos y de fosas comunes que quieren profetizar los mercaderes de la moral a la cabeza del Procurador, y siguiendo el consejo de Pepe Mujica, la paz es más importante que la justicia. Y más importante que la justicia internacional es la reconciliación colombiana. Situándose en una perspectiva de fin del conflicto político, de un futuro de sana convivencia y lides de ámbito sólo político, la paz es lo que le permitirá a las generaciones que vienen tener la oportunidad de vivir en un país distinto. Se puede interrumpir una cadena de atrocidades si ya no se violenta a una nueva generación. Si se crean condiciones para que la gente que nace tenga espacios para desarrollar su intelecto, su personalidad, su creatividad, si se dan herramientas para afrontar la vida y tener un trabajo y un oficio elegido. Si se elimina la supremacía de la fuerza como única forma de cohesión social.

La reconciliación costará décadas, en una cultura tan sectaria a causa del monopolio de la discusión pública y de los pobres niveles educativos e intelectuales en la fundamentación, donde las palabras de los foros públicos de internet aspiran a surtir el mismo efecto que las balas. Se necesitará menos columnistas incendiarios y educación pública gratuita para controvertirlos sin insultos desde nuevas tribunas, grandes inversiones sociales, culturales, económicas, garantías políticas, concesiones de parte y parte, concesiones que hasta ahora todos los detentadores del poder se han negado a ceder. Esos cambios sociales tendremos que contribuir a hacerlos todos. La paz no la hará Santos y la comandancia de la guerrilla. La haremos todos con nuestros actos. Con nuestras decisiones diarias. Con nuestra forma de consumir. Con nuestra forma de respetar la vida y las ideas y las creencias de los demás.

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