Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

Virginia Oldoini (1837-1899)

Uno de aquellos seres que gozó por naturaleza y destino de todos los privilegios. Agraciada, inteligente, carismática, hija de conde y de condesa, la pequeña aristócrata deslumbró desde muy niña por su presencia cautivadora e inquietante, y cuyos atributos sabría dominar desde muy temprana edad para aprovecharse de su papel de mujer encantadora. Perteneciente a la nobleza toscana, la familia estuvo emparentada con los más distinguidos de Italia y de sus países vecinos, haciendo de la vida de la hermosa cortesana un camino de rosas de principio a fin. Sus padres contratan a profesores que acabarán enseñándole cuatro lenguas, la interpretación de varios instrumentos y el baile. Su deslumbrante belleza resaltaba por encima de las demás señoritas de la época, su cabello rubio y largo, su cuerpo delgado y de figura fina y contorneada, su carita redondeada y la expresividad de unos ojos que sus enamorados juraban variaban entre el color verde y un violeta intenso. Un encanto de hermosura que sería bautizada como “La perla d’ Italia”, y aunque en la intimidad sus familiares la conocieran siempre como “Nicchia”. A los 17 años contrae matrimonio con el notable conde de Castiglione, doce años mayor que ella, tipo distante e introvertido, y con quien tendría un niño que moriría unos años después de haber nacido a causa de la viruela. La pareja tenía personalidades completamente disímiles. Virginia había nacido para deslumbrar, y el lugar ideal para fascinar con su luminosidad serían las fiestas, los banquetes, los viajes. En una de estas galas Virginia coincidió con un primo influyente en los intereses de Italia, que sugirió a su prima entrevistarse con el mismísimo Napoleón III para intentar seducirlo de que los apoyara en sus batallas. El operativo consistía en que a través de sus inevitables galanteos, la despampanante condesa consiguiera aconsejar al presidente de la República Francesa para que se decidiera a atacar a Austria, logrando así liberar los territorios de Saboya. En 1855 la espía secreta parte rumbo a París en compañía de su hijo y de su esposo, con la excusa de visitar a algunos amigos, y no tendrían que esperar mucho tiempo para que fueran invitados a un baile imperial y presentados ante Napoleón III y su esposa Eugenia de Montijo. Era la ocasión perfecta para que la avasalladora condensa pudiera lucir el arsenal de sus encantos. Lo suyo era hacerse esperar, aguardar a que el salón de baile estuviera ya colmado con todos los invitados, para entonces presentarse con un vestido deslumbrante y una presencia que de inmediato cautivaba todas las miradas. Disfrutaba ser el centro de atención, y no desaprovechaba para demostrar su virtuosismo en la danza, compartiendo algunas piezas de baile con todo aquel galante que la invitara a la pista. Sin embargo no solía mostrar todos sus destellos a no ser que se tratara del mismo emperador, como ocurrió cuando consiguió finalmente entrevistarse con Napoleón III, conocido por su debilidad ante los embates de la carne, y que quedaría maravillado con la personalidad apabullante de la condesa. No sabemos si ciertamente fueron amantes como lo señalan algunos historiadores, pero lo cierto es que luego de su aventura el emperador francés tomaría a pecho las recomendaciones de Virginia, y convencido de que era conveniente para su propia lucha acabar con las fuerzas austriacas que invadían los territorios italianos, puso en marcha sus planes militares y cuatro años después se habría logrado el cometido. Lo cierto es que este suceso fue clave para la posterior unificación de los distintos estados italianos bajo una sola nación conjunta. No sabemos tampoco qué tan influyente haya sido Virginia en esta decisión imperial, pero no se desconoce el poder femenino que ha dirigido a su antojo el destino que compromete a la Historia entera. En 1857 regresa a Italia, pero dos años después volverá a Francia, y allí tendrá la posibilidad de codearse con altos mandatarios y lo más prestante de la nobleza europea, siendo así que años más tarde decide embarcarse en otra nueva aventura de sutil espionaje diplomático. Esta vez estará a cargo de repetir la operación, una vez las tropas francesas fueran derrotadas por los ejércitos del imperio prusiano, pero en esta oportunidad el cauto mandatario será nada menos que el primer canciller alemán, Otto von Bismarck, a quien trató de convencer de que una intervención de sus ejércitos en la Guerra Franco-Prusiana sería justamente lo que le convendría a los intereses de Alemania. La entrevista habrá tenido sus efectos, ya que unos años después el canciller intervendría con sus ejércitos, logrando recuperar algunos territorios ocupados por los prusianos. En los albores de la fotografía, cuando Pierre-Louis Pierson quiso ensayar a profundidad el poder de su invento, la ejemplar belleza de La perla d’ Italia harías las veces de modelo, y de su rostro serían reveladas cientos de fotos, así también como imágenes que la retratan de cuerpo entero, y en donde se destaca la pomposidad suntuosa de sus joyas y atavíos de cortesana. Sería Virginia la que con su propio dinero auspició el proyecto de la naciente técnica de la fotografía, sirviendo como esa figura que quedaría grabada en la memoria de todos como la clásica imagen de la emperatriz. Sus posturas delicadas, su cuerpo decorado con perlas, diamantes y rubíes, su actitud petulante, todo lo que nos recuerda las poses de la reina o emperadora y que hace parte de nuestro imaginario colectivo. Ella recreaba los momentos cotidianos de las mujeres de la nobleza, y en varias de sus fotos hay una composición de objetos que la acompañan para enriquecer esa figura imperial. En otras fotografías la coqueta Virginia se atreve a escandalizar develándonos sus pantorrillas y tobillos, o adoptando algunas posturas que por su sensualidad conseguían escandalizar a la sociedad timorata de aquel entonces. Los últimos años de su vida se retiró a vivir en un pequeño apartamento en Francia, en el cual imperaba un ambiente ensombrecido que tal vez quería ocultar el paso de los años, por lo que los espejos estaban casi siempre cubiertos y las cortinas cerradas para evitar la luz del día. Virginia sólo abandonaba su apartamento durante la noche, cuando entonces la penumbra pudiera disimular el inevitable envejecimiento. Parte de su fortuna la había gastado en su obsesión por grabar su figura e inmortalizarla en la memoria de un papel grabado. Fueron más de setecientas fotos las que testimoniaron su mítica hermosura. Para 1890 la avejentada cortesana dejaría de lado su vanidad y se prestaría para que una vez más la fotografiaran. Estas últimas fotos nos revelan a una mujer ya un poco desgastada, ya un poco extraviada, y que al parecer podría estar padeciendo algún trastorno psiquiátrico. Muere a la edad de 62 años, no sin antes haber sido distinguida dentro de la Orden de las Damas Nobles de la Reina María Luisa. Uno de sus tantos pretendientes, prendido de su belleza, estuvo recopilando información sobre la agraciada cortesana durante casi tres décadas, e incluso invirtió un dineral en la adquisición de 433 fotografías de su amor platónico, y para 1913 publicaría una biografía sobre la leyenda que fue la deslumbrante Virginia Oldoini. Todas las fotos fueron donadas y hoy hacen parte de la colección del Museo Metropolitano de Arte.

Virginia Oldoini

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