María Francisca Teresa puede considerarse como una megalómana, una niña de gran fervor religioso que a través de sus escritos y oraciones nos convenció de que había nacido para ser santa. Que no importaba que su obra no fuera destacada, que en poco o nada se comparara a los actos heroicos de los más reconocidos santos, ella, a base de sencillez, de pasión y de un deseo sincero y febril, podría aspirar a la santidad. Esta actitud, que podría ser considerada de narcisismo o de egolatría, estaba combinada con una destacada humildad, y que podría confundirse también con un complejo de inferioridad, producto de esa simpleza anónima a la que quiso consagrarse. Sea como sea, lo cierto es que, Teresa de Lisieux, es una de las santas más reconocidas y veneradas, y su imagen ha sido idealizada y romantizada como una figura candorosa, virginal, absolutamente entregada a sus creencias religiosas. La familia tuvo nueve hijos, de los cuales apenas cinco mujeres superaron la edad adulta, y todas ellas se consagrarían a la vida religiosa. Siendo Teresita la menor de ellas, fue normal que desde muy temprana edad comenzara una tremenda ansiedad por iniciar su vida religiosa, sintiendo desde niña que su vocación definitivamente estaba en seguir la de sus hermanas, y contemplando este destino como el que Jesús mismo le había prefijado. Se dice que a los dos meses de haber nacido, Teresita estuvo a punto de morir, pero que logró sobreponerse para convertirse en una niña a la que se le describe como inquieta, curiosa, además de muy sensible y propensa al llanto. En sus memorias Teresa nos confiesa que tuvo una infancia feliz, y que creció bajo el influjo y ejemplo de sus hermanas, así como el par de “modelos de santidad” que representaban sus padres. A los cinco años Teresa perdió a su madre, y años después relatará así sus sentimientos: “Desde que mamá murió, mi alegría característica cambió completamente; yo que era tan viva, tan expansiva, me convertí en tímida y dulce, sensible al exceso.” En 1877 el padre se muda con sus hijas a la ciudad de Lisieux. En 1880 Teresita se confiesa por primera vez, y unos años más tarde recibirá el anhelado sacramento de la comunión en el colegio de las Benedictinas. “Fue un beso de amor, me sentí amada, y le dije también: ‘Te amo, me entrego a ti para siempre’.” A partir de este momento comenzará lo que Teresa define como la “segunda etapa” de su vida, marcada por una tendencia a la congoja, la desolación y la pesadumbre, y consolada por la “querida Celina”, la menor de sus hermanas, cuatro años mayor que ella. Teresa se aficiona por la lectura, novelas caballerescas, y especialmente genera una admiración por Juana de Arco, quien para entonces ya estaba en proceso de ser canonizada por la iglesia católica. Se convence que, al igual que su heroína, a ella también le corresponderían grandes batallas y la misma gloria de Juana; anhelaba también su sufrimiento, el ardor de la hoguera. Cuando tenía nueve años, su hermana mayor, María, había abandonado la casa para mudarse al convento de El Carmelo Descalzo, y unos años después la siguió Paulina, y un tiempo después seguirá Leonia, quien se inclinó por la Orden de la Visitación de Caen. Estas deserciones no sólo llenaban de ansiedad a Teresa por querer seguir a sus hermanas, sino que la sumían en una tremenda tristeza al experimentar la ausencia de cada una de ellas. A sus catorce años, un domingo cualquiera, Teresita no se aguantó más las ganas y se presentó ante la Madre Superiora de El Carmelo Descalzo para pedirle que la dejara ingresar, y a pesar de que aún le faltaban dos años para alcanzar la edad mínima de ingreso. La Madre María de Gonzaga le dejó en claro que no sería posible, pero le dijo unas palabras que Teresa recordará como “una delicadeza de mi amado Niño Jesús.” La Superiora le dijo: “Cuando vengas a vivir con nosotras, mi querida hija, os llamaréis Teresa del Niño Jesús.” Debido a esta negativa, y a su capricho obsesivo, la devota adolescente desarrolló algunos trastornos que la llevaban a experimentar fuertes jaquecas, dolores en el pecho, falta de apetito e insomnio. Padece algunos ataques neuróticos y nerviosos, su humor se torna agresivo, experimenta alucinaciones y temblores. Su padre y sus hermanas se preocupan al extremo, incluso la dan por moribunda, pero un día repentinamente la niña se despierta con los ánimos renovados, y con esos nuevos bríos declara que todo se trató de un milagro divino. “La Santísima Virgen me ha sonreído. ¡Qué feliz soy!”, declaró. Pero pasado un tiempo volverá a recaer en esta “terrible enfermedad de los escrúpulos”, achacándoselo a sus culpas, sus tormentos, su sensación de pecado, sus pensamientos “extravagantes.” Teresa se refugia en su hermana y omite a sus confesores su “fea enfermedad”, y también se aferra a rezarle a sus cuatro hermanos muertos. “Me di cuenta de que si era amada en la tierra, también lo era en el cielo”, escribió respecto a estas plegarias celestiales. En 1886 comenzará lo que sería su “tercera etapa”, la que destacaría como “la más bella”, y empezaría el día de Nochebuena, a la que llamaría la “Noche de mi conversión”, cuando recibió el regalo de Navidad y sintió repentinamente que recibía la gracia del Niño Jesús, recuperando “la fortaleza que había perdido” luego de que muriera su madre. “Desde esa noche bendita, ya no fui derrotada en ningún combate, en lugar de eso fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo, una carrera de gigantes.” Pasado poco tiempo de haber recibido lo que también llamó en sus diarios como la “gran gracia de la Navidad”, Teresita se interesó por un asesino que había sido condenado a muerte, y se acercó a él, queriendo iniciar su apostolado con la conversión de un hombre al que le quedaban los días contados. Ofreció en su nombre varias misas e hizo sacrificios, esperando que el asesino se arrepintiera de sus crímenes antes de ser ejecutado. El condenado se negó a confesarse antes de su cita con el verdugo, pero según le contaron a Teresa, el desdichado besó un crucifijo que llevaba en su mano antes de perder la cabeza. Esto sería suficiente para que Teresa sintiera que su labor había sido cumplida, y es entonces cuando decide compartir con su padre su vocación religiosa, quien se mostró agradecido con el destino de su descendencia, ya que Dios le había hecho “el honor de llamar a todas sus hijas.” Sin embargo Teresa todavía no contaba con la edad requerida, y ante el afán de esta monja precoz el padre tuvo que solicitar una cita con el obispo. La petición no pudo ser aprobada por este, ya que semejante concesión solamente podría otorgarla el mismísimo Papa. Y fue así como el padre se enteró de una peregrinación con destino a Roma, con ocasión del Jubileo sacerdotal del Papa León XIII, y que estaba a punto de partir, y sin vacilar se unió a la caravana llevándose a sus dos hijas menores. Teresa sería la más pequeña entre una cantidad de peregrinos que antes de llegar a la capital italiana darían un recorrido por varias ciudades del país. Durante el trayecto, Teresa tendrá contacto por vez primera con varios sacerdotes, experimentando cierta decepción al encontrarlos tan imperfectos como cualquiera, y en adelante los clérigos harán parte de sus oraciones: “En esta peregrinación comprendí que mi vocación era orar y sacrificarme por la santificación de los sacerdotes.” Celina y su hermana desobedecen las restricciones de ingreso al Coliseo, ya que la devota niña ansiaba besar la arena en donde tantos mártires derramaron su sangre, pidiéndole a Jesús padecer ese hermoso y sufrido destino del martirio. “Sentí profundamente en el alma que mi oración fue contestada”, confesaba en sus memorias. Finalmente tienen la oportunidad de estar frente a frente con el Sumo Pontífice de la iglesia, quien celebró una misa para luego permitir que los fieles le contemplaran de lejos, ya que debido a su avanzada edad el viejo monarca podría sufrir un letal agotamiento. Sin embargo Teresita fue impelida por su hermana para que se acercara a León XIII, y en un acto de rebeldía o heroicidad le confesara el motivo de su peregrinación. Teresita se animó y rompiendo el protocolo llegó hasta su Santidad para expresarle: “Santísimo Padre, tengo que pedirle una gracia muy grande.” La futura santa de la iglesia explicó en dos minutos sus motivos, a lo que el Papa respondió con una frase lacónica y que no convencería a Teresita: “Vamos a ver… ¡Entrarás si Dios lo quiere!” Esa noche le escribió la anécdota a su hermana Paulina, confesándole: “Tengo el corazón pesado.” El evento no pasó desapercibido por los demás, e incluso llegó a convertirse en noticia, publicándose un artículo en el diario El Universo que detallaba el particular episodio de la osada adolescente. La nota contaba que Teresita alcanzó a posar sus manos sobre las rodillas del Papa antes de que dos guardias la levantaran con delicadeza y la sacaran del recinto. Antes de regresar tendrán la oportunidad de explorar nuevas rutas y conocer distintas ciudades, y sin embargo en Teresa quedaría la sensación de que la aventura había sido un verdadero “fiasco.” A los 15 años, luego de tanto insistir, aprueban su entrada a la Orden religiosa, pero una de sus hermanas le recomienda esperar hasta la Cuaresma, tiempo que la futura monja se tomará para acabar su preparación, y a pesar de su tanta ansiedad se llegaría el día de la Anunciación, y ese 9 de abril de 1888 Teresa ingresará al monasterio de las carmelitas descalzas de Lisieux, donde ya se encontraban sus dos hermanas mayores, María y Paulina. La Madre Superiora quiso forjar el carácter de la jovencita sometiéndola a trabajos complicados, a veces humillándola y manteniendo al comienzo un distanciamiento y cierta frialdad en la relación; quería poner a prueba su vocación y, en caso de ser sincera, labrar un espíritu combativo, recio, digno de las aspiraciones que ya expresaba la joven novicia. La Madre Superiora no tuvo queja alguna, y se refería a ella como el modelo ejemplar de la religiosa más devota y entregada. Para 1889 tomó formalmente los hábitos en la capilla del monasterio y en presencia de su familia, y durante la ceremonia anunció que en adelante se rebautizaría con el nombre de “Teresa del Niño Jesús y la Santa Faz (sagrado rostro).” Para 1890 se interesa por las escrituras de San Juan de la Cruz, a quien considerará como un maestro de la espiritualidad, y reafirma la intención de sus oraciones: “Yo he venido para salvar almas y, especialmente, para orar por los sacerdotes.” En 1892 verá por última vez a su padre, ya que este moriría dos años más tarde. Ese mismo año de 1892 una epidemia de gripe asola al país, y al interior del convento se desataría la enfermedad infectando a todas sus habitantes, a excepción de Teresa y otras dos novicias que no se contagiaron del virus. Teresa cuidó de las enfermas, ganándose el cariño y el respeto de sus compañeras, y pese a lo cual cuatro novicias no lograron superar la enfermedad y acabarían muriendo. En 1894 Celina también ingresará a El Carmelo Descalzo, y Leonia se cambiará a la Orden de las carmelitas, siendo así que todas las hermanas estaban llevando su vida de religiosas bajo el mismo convento. Durante los años siguientes Teresita se consagra a la caridad y a la oración, a las actuaciones filantrópicas y a las ayudas desinteresadas en favor de los más necesitados. Se dedica a la lectura intensa de La Biblia, y en especial de los Evangelios, siendo esta una práctica poco común, ya que la mayoría de las religiosas preferían lecturas comentadas de los textos bíblicos, pero Teresa prefería consultar directamente con “la palabra de Jesús.” Su hermana Paulina, conocida en adelante como “Inés de Jesús”, es nombrada priora del convento y elige a Teresa como vicemaestra de novicias, para que sea esta quien esté a cargo de instruir a las recién ingresadas. En un intento por entretener a las nuevas novicias, Teresita redactará una pieza teatral dedicada a su idolatrada Juana de Arco, su “querida hermana”, como solía llamarla cuando se refería a ella, y que será interpretada por las novicias durante alguna festividad. Ante el tanto éxito de la función, a la “poeta de la comunidad”, como le llamaban algunas, se le encomendaría la tarea de continuar su producción dramatúrgica, y al final serían ocho las obras de teatro escritas por Teresa, y que tiempo después serían compendiadas bajo el título de Recreaciones piadosas. La segunda obra con seis personajes y que también estaría dedicada a Juana de Arco, titulada Juana de Arco cumpliendo su misión, y en la cual la misma Teresita se permitiría encarnar el rol de la heroína, y cuyo pequeño espectáculo sería inmortalizado con una foto de Teresita disfrazada de guerrera y posando junto a su hermana Celina, siendo quizás la foto más hilarante de las cuarenta y siete fotos que se conservan de la santa de Lisieux (cuatro antes de ingresar al monasterio y un par de ellas recién fallecida). Como dato curioso, a Teresita se le permitió conservar su cámara fotográfica, lo que constituía un particular privilegio. A pedido de otras religiosas, Teresita compone algunos “poemas espirituales”, además de dar inicio a sus memorias, inspirándose en El Cantar de los Cantares y dejándose llevar por su amor a Jesús, manifestando sus temores y sueños y sin “preocuparse por el estilo.” Pasados seis años en el convento Teresa sentía que estaba muy lejos de alcanzar los logros obtenidos por Teresa de Ávila o Pablo de Tarso, que sus desafíos habían sido mínimos y que tal vez no merecieran ni fueran suficientes para alcanzar la santidad. “Cuando me he parangonado a los santos, que entre ellos y yo hay la misma diferencia que hay entre una montaña, cuya cima se pierde en el cielo, y el grano de arena pisoteado por los pies de los que pasan.” Sin embargo sospechaba que la humildad y la sencillez podrían bastar para ocupar un puesto privilegiado dentro del reino celestial: “Siempre siento la misma confianza audaz para convertirme en una gran santa, porque no dependo de mis méritos, ya que no tengo ninguno…” Se considera imperfecta, pequeña, y sin embargo es en esa pequeñez, y luego de leer algunos pasajes bíblicos, en donde fundamentará su doctrina y tras la cual alcanzará el propósito de la santidad. “El ascensor que me debe elevar al cielo son tus brazos, ¡Oh Jesús! Por esto yo necesito creer, por el contrario, tengo que seguir siendo pequeña, cada vez más y más.” Esta nueva búsqueda de la espiritualidad enfocada en el trabajo anónimo, discreto y sencillo, sería descrito en sus memorias como el “caminito”, siendo las carmelitas descalzas quienes luego incorporaron y difundieron estas lecciones espirituales. “Mi caminito es el camino de la infancia espiritual, el camino de la confianza y de la entrega absoluta”, relata Teresita, y agrega: “¡El Buen Dios me hizo comprender que si mi gloria no aparece a los ojos mortales, podría llegar a ser una gran Santa!” A partir de ese momento firmará con el apelativo de “pequeña” para no olvidar su propósito de humildad. “Deseo ser santa, pero conozco mi impotencia y mi debilidad, y te pido Dios mío, que tú mismo seas mi santidad.” En 1895, durante la fiesta de la Santísima Trinidad, Teresa se ofrecerá en sacrificio a Jesús como un acto de “amor misericordioso”, y días después experimentará una suerte de epifanía que describe de la siguiente forma: “Yo estaba quemándome de amor y sentí en un minuto, ni un segundo más, que no podría aguantar más esto sin morir.” Y sin embargo a partir de ese momento Teresita comenzará a sentir una especie de vacío espiritual, y durante la Semana Santa de 1896 entrará en una época de oscuridad interior y que llamará en sus memorias como la “noche de la fe.” “Mi cielo es sonreír al Dios que adoro cuando él trata de ocultarse a mi fe.” Siente no una decepción de sus creencias, que nunca pondrá en duda, pero sí se siente como burlada por el destino, decepcionada quizás de sí misma, anhelando la muerte tempranera, y todo porque deseaba más que nada “morir por Jesús.” Pero leyendo las cartas de San Pablo, concretamente en la Primera Epístola a los Corintios, Teresa se convence de cuál es finalmente su misión en este mundo: “Por fin he encontrado mi vocación, mi vocación es el amor… Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que el amor abarca todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra, que el amor es eterno.” En 1897, a sus 24 años, Teresa siente la proximidad de la “noche de la nada”, y escribe en su diario: “Yo creo que mi carrera no durará mucho tiempo.” Teresita empieza a padecer una enfermedad que intenta ocultar en su comunidad. Tose sangre, vomita repentinamente, le duele el pecho. La Madre Superiora y su hermana Paulina le insisten en que acabe de redactar las memorias que había comenzado en un cuadernito hacia el año de 1894, y que en sus últimos días no parará de redactar desde una silla de ruedas que perteneció a su padre. Sus memorias, conocidas como L’histoire d’une âme (Historia de un alma), está compuesto por una serie de manuscritos divididos en tres pequeños tomos bautizados con las primeras letras del abecedario. Compuesto de seis cuadernos, el manuscrito A habla de sus recuerdos de infancia, pero más que proponerse narrar sus anécdotas de vida, Teresita pretende hacer una biografía de su alma, y en principio bautiza sus memorias como Historia de primavera de una pequeña flor blanca. El manuscrito B, compuesto de epístolas y misivas que se escribió con sus familiares, amigos y miembros del clérigo, son el corazón de esta obra, y es allí donde expondrá con claridad su “pequeña doctrina” espiritual. En el manuscrito C Teresa detalla las gracias divinas que experimentó y sus conclusiones respecto a los caminos de la espiritualidad, destacándose el ya mencionado “caminito”. Sus memorias nos permiten ver el enorme conocimiento que Teresa tenía respecto a La Biblia, citando unos cuatrocientos artículos del Antiguo Testamento y alrededor de seiscientos del Nuevo Testamento. Finalmente se verá afectada por una fiebre severa que le impedirá terminar de escribir el relato de su alma. Uno de sus pulmones está obstruido y una tuberculosis en su estado más avanzado la sumirá en una penosa agonía. “Nada me produce tantas ‘pequeñas’ alegrías como las ‘pequeñas’ penas”, declaró ya moribunda. Tanto su dolor, que según alcanza a escribir, “alcanza a perder la razón.” Las novicias que le acompañaron en sus últimos días quisieron tomar apuntes de sus charlas con Teresita, recogiendo estas pláticas en un librito que luego titularon Últimas conversaciones. Ya Teresita tenía calculado que desde el más allá también estaría intercediendo por la salvación de las almas: “Quiero pasar mi cielo haciendo el bien sobre la tierra.” Le preguntan cómo quisiera ser nombrada cuando la invoquen a través de la oración, a lo que ella responde que, sencillamente, se le conozca como “Teresita”. Le preguntan qué le dice a Jesús cuando conversa con él, y a lo que ella responde: “No le digo nada, ¡lo amo!” El dolor se intensifica y antes de claudicar pasará dos días de una infernal y dolorosa agonía: “Todo es pura agonía sin mezcla de consuelo.” La futura santa está preparada ya para abandonar este mundo y abrazar a su Dios: “Nunca he dado a Dios más que amor, y Él me pagará con amor. Después de mi muerte dejaré caer una lluvia de rosas.” Entrada la tarde del 30 de septiembre de 1897, Teresita dirá sus últimas palabras mientras sujeta un crucifijo entre sus manos: “Oh!, ¡le amo!… Dios mío… te amo.” Declina su cabeza sobre la almohada y cierra los ojos, pero unos instantes después recobra un último aliento, delira, entra en un éxtasis y unos minutos más tarde morirá con su mirada fija en una imagen de la Virgen María que la había acompañado siempre y que sus hermanas colgaron en la pared de la enfermería. En una de sus últimas misivas escribió: “Yo no muero, yo entro en la vida.” Fue sepultada con todos los honores en medio de un cortejo fúnebre multitudinario. Las religiosas frotaban sus pertenencias contra el ataúd, y se dice que después de cuatro días de velación su cuerpo todavía conservaba la lozanía, el color y la flexibilidad de los vivos. Fue la primera de su comunidad en ser enterrada en un cementerio que habían adquirido recientemente las carmelitas descalzas. Una vez murió, Teresita cobró una fama descomunal, y para el año siguiente Historia de un alma sería publicada, convirtiéndose en pocos años en uno de los clásicos espirituales más famosos, y llegando a ser traducido a más de cuarenta idiomas para inspirar la vida de miles de creyentes en todo el mundo. Cientos de peregrinos empiezan a acudir en masa para visitar el monasterio donde vivió la religiosa y orar sobre su tumba, convirtiéndose en el segundo lugar con mayor afluencia de turismo religioso en Francia, apenas superado por el Santuario de la Virgen de Lourdes, y seguido en un tercer lugar por la Basílica de Santa Teresa, edificada en su honor y que sería finalizada en 1954. Durante la Primera Guerra varios soldados franceses llevaban una versión reducida de la autobiografía de Teresita, llamada Una rosa deshojada, y en sus bolsillos la estampa de la religiosa como si de un escudo protector se tratara, y así la estampa con la imagen de Teresita se popularizaría por otorgarle poderes curativos y sanaciones imposibles. Durante los años que duró la Gran Guerra se reunieron casi seiscientas páginas que daban testimonios de enfermos incurables que habían recibido la sanación por medio de plegarias invocadas a Teresita. En 1914 llegaban alrededor de quinientas cartas diarias al convento, y es tanto el fanatismo que las carmelitas descalzas se vieron obligadas a instalar un rejado que protegiera la tumba de la religiosa. Para comenzar el proceso de beatificación no sólo era necesario que se patentaran dos milagros y que fueran comprobados por la iglesia, sino que además debía esperarse medio siglo; pero ante la tanta presión de los fieles el Papa San Pío X agilizó el proceso, y para 1914 ya se había introducido la causa de Sor Teresa del Niño Jesús, y en 1921 Benedicto XV promulgaría el decreto sobre sus “virtudes heroicas”. Dos casos milagrosos se presentan y son ratificados por los peritos dispuestos para la tarea de verificación. Por medio de oraciones y novenas consagradas a Teresita, un tuberculoso que estaba en las últimas y una monja que padecía una grave afección estomacal se habrían curado repentinamente, y de la noche a la mañana. Es así como Teresita será beatificada en 1923 por el Papa Pío XI, y dos años más tarde ya habrán sido corroborados otros dos milagros, y en tiempo récord Teresita de Lisieux será declarada como santa. Ante una multitud de más de medio millón de personas (suceso que no se vivía desde hacía 20 años con la coronación de Pío X), El Papa Pío XI, devoto declarado de Teresita, celebra la canonización en la Basílica de San Pedro, retomando una vieja costumbre que se había perdido hacía más de cincuenta años, al cubrir la fachada de la enorme catedral con un sinnúmero de velas de sebo. Pío X la llamaba “La Florecita”, señalando que Teresita era “la santa más grande de todos los tiempos modernos”, y también la llamó “un huracán de gloria.” Pío XI por su parte la bautizó “La estrella de mi pontificado.” The New York Times anuncia la esperada canonización: “Toda Roma admira la Basílica de San Pedro iluminada por una nueva santa.” En 1927 se levanta una estatua con su figura en los jardines vaticanos, y ese mismo año es proclamada patrona de los misioneros, junto a San Francisco Javier, y esto a pesar de que Teresita nunca abandonaría el convento para aventurarse a la labor del misionero. Sin embargo siempre dejó claras sus intenciones respecto al apostolado evangelizador: “Quisiera ser misionera ahora y siempre y en todas las misiones.” Para 1944 Teresita recibirá el gran honor de ser declarada como patrona de Francia junto a su “querida hermana”, Santa Juana de Arco. Y parecía que ya no podía llegar más lejos dentro del santoral católico, hasta que en 1997, y con motivo del centenario de su muerte, el Papa Juan Pablo II la declararía, junto a Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Ávila, como Doctora de la Iglesia Universal. El título que le concedió Juan Pablo II fue el de “Doctor Amoris” (“Doctora del Amor”). Años más tarde, para el 2012, se sumaría Hildegarda von Bingen como una cuarta doctora de la iglesia católica. Teresita escribió más de doscientas cincuenta cartas, más de veinte oraciones entre las que se destacan La ofrenda como holocausto misericordioso, El billete de su profesión y La oración para alcanzar la humildad; y también se probó en la poesía, dejándonos más de sesenta poemas, destacando El rocío divino o la leche virginal, Vivir de amor, Mi canto de hoy, Arrojar flores, Mis armas y Mis deseos junto a Jesús escondido. La doctrina expuesta por Santa Teresita ha servido para motivar a muchos. La humildad, el abandono o la entrega total a su Dios, tal cual lo sugiere Mateo cuando invita a negarse a sí mismo para ofrecerse a su Padre: “Me alegra ser pequeña porque sólo los niños, y los que son como ellos, serán admitidos al banquete celestial.” El modelo de Teresa fue un referente durante el Concilio Vaticano II, donde se aclaró que, al igual que Teresita, cualquier cristiano estaba llamado para aspirar a la santidad. “El amor en sí se demuestra con hechos, así que ¿cómo yo hago para mostrar mi amor?, las grandes obras me son imposibles. La única manera en que puedo demostrar mi amor es por la dispersión de flores y estas flores son cada pequeño sacrificio, cada mirada, cada palabra, y el hacer por amor hasta los actos más pequeños.” Santa Teresita del Niño Jesús, junto a San Francisco de Asís, es hoy día una de las figuras más notables y famosas dentro del santoral cristiano, y son varias las personas a través de los años que han profesado su devoción por esta santa, siendo conocido el caso de Teresa de Calcuta, quien precisamente adoptaría ese nombre en honor a la santa que tanto admiraba, o el caso de Édith Piaf, a quien nunca le faltaba la compañía de una estampita con la efigie de Teresa. La vida de Santa Teresita ha sido contada a través de libros, películas, obras teatrales y series de televisión. La iglesia celebra su fiesta el 1 de octubre.