Chiara Scifi se inspiró en la figura de un tal Francisco que por aquel entonces andaba fundando su propia orden, y cuyos preceptos religiosos la inquietarían al punto de acabar desprendiéndose de todo en su vida para perseguir su causa apostólica. Fue tal la devoción y el interés que manifestaba por su amigo, que solía llamarse a sí misma como la “la humilde planta del bienaventurado Francisco.”

Clara nació en una familia rica. Su padre era un conde y su madre una aristócrata a la que caracterizaba su férrea creencia cristiana, por lo que era común que emprendiera peregrinaciones a Bari, Santiago de Compostela y a Tierra Santa. Supuestamente durante el embarazo la madre había tenido una revelación que le prometía el alumbramiento de una niña que habría de iluminar el mundo, y de allí que le escogiera el nombre de “Clara”.

La pequeña se criaría pues en un contexto bastante piadoso, alejada de los demás niños y al interior de un palacio que raras veces abandonaba, y desde muy niña empezaría a mostrar un fervor religioso que la llevaba a largas rutinas diarias de oraciones, las cuales solía contar por medio de piedritas, y así también manifestaba una devoción extrema a través de castigos, mortificándose con el uso de cilicios.

Esta niña no prometía la vida tradicional de la mujer de hogar, por lo que se negaría a contraer nupcias con el marido que sus padres le habían elegido, y puesto que lo suyo más parecía seguir a un tipo andrajoso que andaba de visita en Roma, fortaleciendo su propio movimiento religioso.

Clara se quedó prendada de la figura carismática de Francisco de Pietro de Bernardone, humilde revolucionario con autoridad pontificia para predicar a su manera y estilo la palabra de Cristo, y escuchándole sus filosofías desde un asiento en la iglesia de San Rufino la pequeña mística decidiría que su más sincera vocación sería la entrega absoluta a la voluntad de su Dios, comandada por el orador que tenía al frente.

La futura santa se le presentó a Francisco, quien ya había oído acerca de la devoción de Clara, y a quien aceptaría como a su compañera de batalla, señalando que era preciso “quitar del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer con él a su divino Maestro.” Fue así como Francisco se convertiría para Clara en su mentor y guía y espiritual, a lo que el Papa Benedicto XVI comentaría años más tarde: “Para Clara, sobre todo al principio de su experiencia religiosa, Francisco de Asís no solo fue un maestro cuyas enseñanzas seguir, sino también un amigo fraterno.” Junto a su amigo, Clara expresaba libremente sus sentimientos, sus dolencias, temores y debilidades, y sin embargo ante sus novicias presentaba una actitud en firme, renovada, convencida, fortalecida por las palabras y la compañía de Francisco.

Después de pasado el Domingo de Ramos de 1212, la intrépida y decidida Clara emprendía un viaje clandestino con rumbo hacia la Porciúncula, que era una pequeña capilla que Francisco había adaptado en la parte trasera de Nuestra Señora de los Ángeles, y en donde un grupo de frailes con antorchas en mano esperaba por ella para celebrar el ritual de iniciación a la Orden franciscana. Clara había huido de su palacio para postrarse de rodillas ante el Cristo de San Damián y declarar un voto de renuncia al mundo y sus placeres, “por amor hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el pesebre.”

La recién iniciada prometió lealtad absoluta a su amigo Francisco. A continuación se despojó de sus prendas de niña rica y se vistió con un rústico sayal tejido de retazos, cambió su cinturón de joyas por un sencillo cordón, y una vez Francisco cortó su pelo rubio Clara pasaría a ser oficialmente una miembro de la Orden de los Hermanos Menores, siendo transferida al convento de las benedictinas de San Pablo para que desde allí comenzara su vida de apostolado. Sin embargo su estancia en dicho convento resultaría siendo pasajera, ya que al enterarse sus padres del paradero de su hija, la rebelde novicia emprendería un nuevo escape, esta vez con destino a la iglesia de San Ángel de Panzo.

Pese al descontento de su padre, su decisión de entregarse a una vida monástica sería muy pronto seguida por su hermana Inés, quien apenas seis días después también escaparía de casa para reunirse con Clara. Luego la seguiría su otra hermana, Beatriz, y años más tarde también su madre, Ortolana, entregaría los últimos años de su vida a la devoción cristiana recluyéndose en el convento de San Damián.

Francisco logró por medio de los camaldulenses del monte Subasio que no solo le donaran la Porciúncula sino que además le confirieran la iglesia de San Damián y su casa contigua, delegando en Clara la tarea de crear una pequeña comunidad y darle vida a su propio convento. Como abadesa del recinto, Clara de Asís pasaría los próximos 41 años de su vida al frente de este hogar, y hasta el día de su muerte.

La casa sirvió para acoger a cuatro mujeres que se hacían llamar Damas Pobres, y que luego serían conocidas como la segunda Orden franciscana o de las Hermanas Clarisas, constituida en rigor para acoger la vida monacal femenina en concordancia con las tareas y preceptos de sus hermanos franciscanos.

El convento de oración abrió sus puertas para que cada vez fueran más las interesadas en las labores de predicar la palabra del Señor, entregarse a tareas de caridad y oración, de trabajo desinteresado y alegre por los pobres y por la persecución espiritual de los valores cristianos. La única condición de aceptación era que la interesada a postulante tomara su decisión voluntaria de ceder todos sus bienes y posesiones a los pobres para entregarse de lleno a la causa franciscana.

Dado las reglas, Clara no podía recibir ayudas ni donaciones, valiéndose de las limosnas que las monjas mendigaban de puerta en puerta, y a quienes según se cuenta su abadesa daba la bienvenida besándoles los pies como un gesto de gratitud. Su empeño en despojarse de lo material llegó al punto de que el mismo Papa se molestaría cuando Clara se negó a recibir algunos bienes que el Santo Oficio quería conferirle a las Hermanas Clarisas. En un comunicado en el que Inocencio IV otorgaba a Clara y a su orden religiosa el “Privilegio de la pobreza”, y que según se dice firmaría cum hilarite magna (“riéndose de buena gana”), el Sumo Pontífice diría casi a regañadientes, rendido ante la terquedad de la monja: “Habéis renunciado a toda ambición de los bienes de este mundo… Las privaciones no os dan miedo… y os concedemos que nadie pueda forzaros a recibir bienes de este mundo…”

Una situación semejante había vivido unos años antes con el Papa Gregorio IX, quien de ninguna manera consiguió convencerla para que aceptara algunos bienes que tenía para ofrecerle, e incluso se atrevió a conminarla de que él como autoridad tenía la potestad de retirarle el voto de pobreza, a lo que Clara contestó: “Santísimo Padre, desatadme de mis pecados, mas no de la obligación de seguir a Nuestro Señor Jesucristo.”

Nunca abandonaría su estilo de visa austero, casi miserable. Dormía en un incómodo tablado con una almohada, pero luego le pareció que esto sería un lujo y se decantó por dormir sobre un jergón de paja, cubrirse con un pedazo de cuero y apoyar su cabeza en un cojín rústico.

Su modo de vida frugal lo patentaba en la mesura y templanza de su dieta, siendo común la práctica del ayuno, en donde durante tres días se alimentaba únicamente a base de pan y agua, y en cuanto al vestir asumió como su atuendo un camisón de cuero de cerdo.

Sus votos de obediencia y pobreza se evidenciaban en cada gesto cotidiano, como aquella de ser ella misma quien disponía de la mesa para servir a sus novicias, y era la encargada de ofrecer agua a estas para lavarles las manos, además de otros cuidados como velar sus sueños y arroparlas durante las noches.

Al interior de su convento los enfermos que Francisco le enviaba no solo encontraban regocijo sino que acababan por curarse de sus padecimientos, enfermedades y dolencias. La monja era un ejemplo vivo del latinismo que reza: Ora et labura. Incansable, Clara solía tener el trabajo manual como parte de sus responsabilidades de rutina, bordando generalmente prendas que eran enviadas a las iglesias de los resquicios más pobres de las regiones aledañas.

No se perdía misa, por más enferma que se encontrara, e incluso en ocasiones tuvieron que transportarla en una camilla y así mismo la acercarían al atrio para que recibiera la comunión. Tenía por costumbre rezar el “Oficio de la cruz”, que era el ruego famoso compuesto por Francisco. Se destacaba por invertir varias horas al día a la oración, hincada de rodillas ante el Crucifijo que años antes le había hablado a Francisco, y ante el cual solía reunirse una vez celebrado el último oficio del día y antes de irse a dormir. A la mañana siguiente, muy temprano, la monjita ya estaría con los preparativos de la jornada, encendiendo las luces y tocando las campanas de la iglesia para anunciar a las novicias la llegada del nuevo día.

En 1215 Francisco otorga oficialmente el título de abadesa a su fiel amiga, y ese mismo año la consagrada monja da a conocer el primer reglamento de vida religiosa para mujeres, un escrito que lograba apartarse de las reglas canónicas monásticas y que sería conocido como Norma de vida para las hermanas, contando con la aprobación del mismísimo Papa Inocencio III. Luego del nombramiento Francisco se desligó de la dirección general de ambas órdenes, cediéndole paso a Clara para que fuera ella quien se ocupara de lleno en la dirección general de su propia orden religiosa.

Son varias las anécdotas milagrosas que Clara se permitió en vida, como aquella de multiplicar al igual que Jesús la cantidad de los panes durante una cena, o aquella en la que el Papa visitó las instalaciones del convento de San Damián y antes de cenar le pidió a la religiosa que hiciera el favor de bendecir los alimentos, luego de lo cual en cada mendrugo de pan aparecería mágicamente la señal de la cruz.

Otra de sus leyendas cuenta de la invasión sarracena de 1240 que amenazaba la toma del convento de San Damián. Clara, quien se encontraba guardando reposo por sus múltiples enfermedades, pidió la llevaran a las puertas del monasterio y le alcanzaran el cáliz de plata en el que se reservaba el Santísimo Sacramento, y siendo esta su única arma, combatiría a los musulmanes a punta de plegarias y rezos. Se cuenta que del cáliz provino una voz aniñada que dijo: “Yo os guardaré siempre.” La defensa divina tuvo su efecto y los mahometanos se disuadieron incomprensiblemente de saquear el convento. Un año más tarde un evento similar volvería a repetirse, y en donde a la abadesa le bastaron los ruegos para que su convento quedara transformado en una especie de milagroso fortín ineluctable, y cuyo día se ha constituido para los asisienses como fiesta nacional.

Para 1253 el estado de salud de la abadesa se había deteriorado considerablemente. El Papa Inocencio IV se presentó en el convento de San Damián para conferir a Clara el sagrado sacramento de la unción de los enfermos, así como para reafirmar, y a “perpetuidad”, el derecho de ser y permanecer siempre pobre. Clara le pidió la absolviera de sus culpas y pecados, a lo que el Papa contestó: “Quiera yo, hija mía, que tenga yo tanta necesidad como tú de la indulgencia de Dios.” Al marcharse el Papa, Clara comentaría al grupo de monjas que la acompañaban: “Hijas mías, ahora más que nunca debemos dar gracias a Dios, porque, sobre recibirle a Él mismo en la sagrada hostia, he sido hallada digna de recibir la visita de su Vicario en la tierra.” En otra oportunidad el Papa la visitó de nuevo y su comentario al despedirla fue parecido: “Ojalá yo tuviera tan poquita necesidad de ser perdonado como la que tiene esta santa monjita.”

Serían casi 30 años de padecimientos los que estuvo soportando la adolorida monja, y a todo esto no le escuchaban quejarse, y se mantuvo bordando y orando hasta que le alcanzó el aliento. La futura santa solía insistir el lugar donde encontraba su valía para seguir persistiendo con alegría: “Desde que me dediqué a pensar y meditar en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, ya los dolores y sufrimientos no me desaniman sino que me consuelan.” Nunca dejaría de recibir a obispos, cardenales y toda clase de religiosos y religiosas que acudían al convento de San Damián para pedirle su auxilio.

Inés se trasladó desde Florencia para velar por los cuidados que requería su hermana durante sus últimos días. Varias monjas se turnaban para hacerle compañía de manera permanente, en una agonía que la llevaría a dejar de comer durante dos semanas. Para ese momento ya su amigo Francisco había muerto, y serían tres de sus principales frailes, Junípero, Angel y León, quienes acompañarían a Clara leyéndole la Pasión de Jesús en sus últimos momentos.

Pese a encontrarse en las últimas, Clara parecía mantener un cierto vigor, hasta esa tarde en la que fijó la vista en la puerta de la habitación, por donde vio entrar un séquito de mujeres vestidas de blanco que escoltaban la figura luminosa de la Virgen María portando una corona. La Bienaventurada Madre de Dios se apartaría del coro de ángeles y abrazaría a la futura santa. Murió acompañada de sus hermanas, algunos frailes y monjas, y se comenta que alguien dijo: “Clara de nombre, clara en la vida y clarísima en la muerte.”

La voz corrió por todos los rincones de Asís. Acudieron peregrinos en masa, e incluso las tropas armadas asistieron para hacerle guardia a sus restos, y a la mañana siguiente el Papa en persona se había presentado con un par de cardenales. Todos ya discutían sobre los milagros de la santa, y el Papa no supo si celebrar una misa especial o si convenía seguir los requisitos de rigor, ya que parecía dispuesto a canonizar de inmediato a la religiosa porque así el pueblo lo proclamaba. Uno de sus obispos convenció al Sumo Pontífice que actuara con prudencia y no se precipitara en adelantar un proceso, que igual y dos años después lograría concretarse cuando el Papa Alejandro IV la declarara Santa oficial de la iglesia católica. Son muchos los monasterios e iglesias que llevan su nombre no solo en Italia sino alrededor del mundo, siendo venerada también por las iglesias anglicana y luterana.

Los restos mortales de Clara reposan en la cripta de la Basílica de Santa Clara de Asís, donde sería enterrada sujetando entre sus manos un lirio de metal. Como dato anecdótico, su hermana Inés no solo la siguió en su camino apostólico, sino que además moriría unos días después de la muerte de Clara.

Desde su velación empezó a popularizarse una oración que todavía hoy día se le dedica: “Verdaderamente santa, verdaderamente gloriosa, reina con los ángeles la que tanto honor recibe de hombres en la tierra. Intercede por nosotros ante Cristo, tú, que a tantos guiaste a la penitencia, a tantos a la vida.”

A la santa suele representársele en las pinturas con el hábito particular de las Hermanas clarisas: un velo negro y un sayal color marrón sujetado por un cinturón de tres nudos del que cuelga un rosario. A veces le hemos visto portando una mitra sobre su cabeza, y se le ha dibujado sosteniendo en la mano un báculo, o también el Santísimo con el que defendió sus dominios del ataque de los sarracenos. La flor del lirio, símbolo de pureza y virginidad, suele también asociarse con su figura, y aparece en el escudo de las clarisas combinándose con un báculo y formando juntos una cruz.

Popularmente se le considera patrona de los orfebres y de los clarividentes, y así también como del buen tiempo, por lo que existía la costumbre medieval de las novias que ofrecían un huevo a Santa Clara para que no lloviera el día de sus bodas.

Sin embargo su título oficial de patronaje por parte de la iglesia sería otro. En 1958 el Papa Pío XII nombró a Santa Clara de Asís como patrona de la televisión y de las telecomunicaciones. En la Carta Apostólica manifestó el apoyo de la iglesia a esta nueva tecnología moderna, recomendando su empleo para la divulgación del Evangelio, y declarando la necesidad de una patrona que sepa velar por su buen uso. La decisión de elegir a Clara obedece a la anécdota de aquella vez en que la religiosa, debido a sus dolencias, no pudo asistir a una misa con un motivo navideño. Se dice que Clara tuvo desde su cama una especie de visión en la que pudo estar como presente durante la celebración, sugiriendo una suerte de “televisión espiritual”, explicó el pontífice.

 

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