Las mujeres no eran dignas de ocupar altos puestos políticos, y ni siquiera resultaban idóneas para apoyar alguna ideología o un candidato desde las urnas. Era así como se pensó desde siempre, tratándosele a la mujer finalmente como a una incapaz. Algunos avances y progresos se habían obtenido en el siglo XIX, como el derecho a que las mujeres casadas dispusieran por sí mismas de sus propios bienes sin la intervención de ningún tutor, y así también el derecho de participar con su voto en elecciones de poca importancia y a poder ser miembros de consejos escolares.

Ya para 1876 Hubert Auclert pretendió incluir a las mujeres para que estas pudieran votar y ser votadas, para lo cual creó The Rights of Women, y que para 1883 sería rebautizada como Women’s Suffrage Society. Y años más tarde, ad portas de culminar el siglo, Millicent Fawcett intentaría impulsar la propuesta del sufragio, para lo cual fundó la Unión Nacional de Sociedades de Sufragio Femenino (NUWSS).

Fawcett argumentaba de forma lógica y convincente, cuestionando cómo era posible que las mujeres tenían que acatar leyes que nunca tuvieron la oportunidad de crear y ni siquiera cuestionar. La idea quería presentarse de manera dialogada y pacífica, pero no tan pacífica sería la propuesta activista y desafiante de Emmeline Pankhurst, quien junto a sus hijas Sylvia y Christabel fundaría desde Inglaterra un movimiento más radical, conocido como la Unión Social y Política de las Mujeres (WSPU).

El WSPU surge como una división al interior del partido de Fawcett, cuando muchas descontentas se cansaron de reuniones y redacciones de misivas, para volcarse a las calles y hacer una presencia pública que en algunos casos llegaría a ser un actuar desmedido y extremo. Surgen así las Suffragette, que es como se les conocería a las mujeres que conformaban esta sociedad un poco más extremista, y quienes estaban decididas a combatir por sus ideales y así tuvieran que poner por el frente su propio pellejo.

Estaba claro que la pelea era la misma, pero la diferencia radicó en la manera de encararla. El método de las Suffragette era, por no decir más, de armas tomar. Habían dejado las manifestaciones pasivas para convertirse en un grupo cada vez más numeroso de mujeres comprometidas con generar un impacto mucho más contundente y así hacerse escuchar. Y la sociedad muy pronto tuvo que hacerles caso y reparar en ellas, toda vez que empezaron las primeras infracciones severas de la ley.

En 1905 dos Suffragettes serían multadas por emitir improperios durante un debate político del Partido Liberal, prefiriendo ser llevadas a prisión antes que tener que pagar la multa. Este gesto que dejaba en ridículo a las autoridades generó simpatía en muchas personas que ya empezaban a congeniar con las estrategias de las Suffragettes, y quienes tenían por lema: “Deeds, not words!” (“Hechos, no palabras”).

A partir de ese momento se hicieron comunes los encarcelamientos, y en un periodo de ocho años más de un millar de mujeres tuvieron su paso por las cárceles inglesas después de haber roto con las leyes, desobedecido normas sociales, y sobre todo por haber participado de revueltas incendiarias y varias conductas vandálicas. En 1906 el Daily Mail acuñó el término de Suffragettes para diferenciarlas del movimiento pacífico que lideraba Emmeline Pankhurst.

Para 1913 los hombres, es decir, quienes decidían por todos, entendieron que ya era demasiado con tanta huelga de hambre, y principalmente porque muchas de estas mujeres estaban empezando a correr riesgos letales al abstenerse de ingerir alimentos. En vano fue tratar de obligarlas a que probaran bocado, y fue entonces cuando se les ocurrió crear una ley en donde el sistema se deshiciera de su responsabilidad de cuidar por la salud de estas detenidas, y ante los primeros síntomas de desnutrición las condenadas serían puestas en libertad, para que una vez recuperadas de su salud tuvieran que ser devueltas a las cárceles. A esta ley un tanto tramposa se le conocería de varias formas, siendo más conocida popularmente como la Ley del gato y el ratón.

Un episodio fatídico representó el punto máximo de las medidas extremistas que las Suffragette estuvieron dispuesta a asumir. Sucedió en 1913 durante una corrida de caballos en la que participaba el equino del rey George V, y a Emily Davison no se le ocurrió una mejor manera de protestar, que atravesándosele en el camino a una bestia de doscientos kilos que corría precipitada a más de ochenta kilómetros por hora, queriendo de esta forma tal vez detener su marcha, pero de cualquier forma estropear la carrera del caballo real. Emily moriría a causa de la embestida.

En el marco de la Gran Guerra hubo una especie de tregua, como un alto al fuego, ya que los intereses nacionales se consideraron superiores a otras causas, y la mujer parece que tendría que asumir un destino en pro del país, de la misma forma como los hombres enfrentarían la guerra convirtiéndose en soldados. Fue así como ambos movimientos decidieron dejar de lado estas protestas y reclamos, que de cualquier forma parecían asuntos internos frente a las amenazas nacionales, y las mujeres tendrían que ocuparse de algunas labores agrícolas que desde siempre estuvieron a cargo de los hombres, y muchas volcarse al trabajo en las fábricas que producían toda clase de material bélico, para de esta forma poder mantener el sustento económico nacional.

En 1915 se destacó la labor de las Suffragette cuando dos de ellas, enfermeras de profesión, sirvieron como fundadoras de lo que terminó siendo el Endell Street Military Hospital, ubicado de manera improvisado en una antigua nave industrial cerca al distrito céntrico londinense de Covent Garden, y en donde un grupo notorio de desinteresadas sufragistas preparadas en medicina prestarían su ayuda a soldados y militares heridos. El hospital llegó a contar con casi 600 camas, y dicha labor conseguiría no solo que muchas personas miraran de otra manera a las hasta entonces agitadoras Suffragette, sino además que acabada la guerra, y dado sus logros en Francia, la War Office les ofreció a varias doctoras retornar al Reino Unido para montar un hospital que hiciera parte del cuerpo médico del Ejército Británico, el Royal Army Medical Corps (RAMC).

Una vez terminada la guerra, la Representation of the People Act fijaría la edad de los 21 años para que el varón pudiera votar, y permitió un primer paso respecto al voto femenino, dándole la posibilidad a las mujeres mayores de 30 años que fueran propietarias de algún predio estimado en cierto valor, o que contaran con algún título académico, para que estas pudieran presentarse en las urnas. Un escaño más lo consiguieron en 1928 cuando se le concedió el derecho al sufragio a las mujeres mayores de 21 años que hubieran participado activamente durante la Primera Guerra Mundial.

Algunos consideran que la presencia y el actuar de las Suffragette podría haber sido contraproducente y que incluso llevó a retrasar el proceso. Sea como fuera, de esta forma fue que el Reino Unido se convirtió en el octavo país del mundo en permitirle a sus mujeres ser partícipes de las elecciones en las urnas. Gracias a la labor de Kate Sheppard, Nueva Zelanda sería el primer país en aprobar el sufragio femenino en 1893, seguido de Australia en 1902, y Finlandia en 1906. Notar que Estados Unidos esperaría hasta 1919, y las francesas tendrían que esperar aún más, y apenas acabada la Segunda Guerra Mundial le dejarían a sus mujeres presentarse en las votaciones.

A las Suffragette las estamos viendo recientemente en películas, series, libros y documentales que han querido recordar a estas mujeres y destacar la importancia que tuvieron para la gran conquista que todavía hoy seguimos sin obtener, que es la de conseguir emparentar en todos los espacios de nuestras vidas la condición, indiferente, de haber nacido hombre o haber nacido mujer.

LAS SUFFRAGETTES

 

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