Mucho antes de Cleopatra VII hubo otras mujeres gobernantes de las que no se tiene un registro tan amplio, y para contar su historia tendríamos que remontarnos al 3000 a.C., hasta el Período Arcaico, para encontrar la reina consorte de Neithotep y de su nieta, Merneith, y luego hacia el siglo XIX a.C. la figura de Sobekneferu, que ha sido confirmada por los datos históricos como la primera faraona oficial de Egipto. Tutmosis I contrajo nupcias por conveniencia con la princesa Ahmose-Nefertari, consagrándose de esta manera como faraón de Egipto y cuya descendencia sería de cuatro hijos, dos de los cuales llegarían a la adultez, siendo una mujer la que finalmente acabaría mereciendo el legado de faraona: Hatshepsut Jenemetamón, que significa “la primera de las nobles damas” y “unida a Amón”. No se sabe el momento ni el lugar preciso de su nacimiento, pero se calcula sucedió en la capital egipcia de Tebas durante las postrimerías del reinado de Amenhotep I. Tutmosis I llevó el imperio egipcio hasta bien entrado el río Éufrates, preservando ese orden y el control de varios territorios que durante varias dinastías venían fortaleciéndose, y antes de morir quiso dejar en manos de su propia sangre el legado de este prometedor imperio. Tutmosis I también tuvo otros hijos con algunas de sus concubinas, y uno de ellos sería precisamente el elegido para sucederlo como Tutmosis II, y eligiéndole por esposa a su hija Hatshepsut, sellaría el pleno control familiar del poder egipcio. El faraón Tutmosis II no pudo gozar por muchos años del esplendor que heredaba de su padre, muriendo muy joven y dejando dos hijos extramatrimoniales que todavía eran unos infantes, y entre ellos a la pequeña Neferu-ra, única hija que había tenido con la joven reina Hatshepsut, siendo esta niña la más opcionada para sucederlo en el trono, e incluso se cree que antes de morir la declararía formalmente como su heredera. Dentro de los cargos administrativos el de mayor jerarquía era el de “visir”, semejante a un jefe de gobierno y cuyas competencias y responsabilidades estaban casi a la altura del rey, y que por aquel entonces estaba en cabeza de Ineni, quien apoyado por la nobleza impuso como faraón sucesor del trono a uno de los hijos que Tutmosis II tuvo con una concubina llamada Isis, y que desde entonces sería conocido como Tutmosis III. Hatshepsut contaba con méritos de sobra para gobernar, siendo hija de grandes faraones y teniendo el título oficial de “Esposa Real”, y por lo cual no dejaría que un grupo de nobles acabara gobernando por medio de un niñato. La historia tendría que repetirse, y Neferu-ra tendría que casarse con Tutmosis III para legitimarlo en el poder y terminar de cerrar ese círculo sanguíneo, y sin embargo Hatshepsut lograría que esta unión matrimonial se prolongara durante años, permitiéndose de esta manera ser ella misma quien estuviera a cargo de regentar el próspero imperio egipcio. Y si bien no era querida del visir, Hatshepsut sí gozaba del aprecio de quien fuera uno de los personajes más destacados e importantes, el sacerdote de los templos de Amón y jefe de los profetas del Alto y Bajo Egipto, Hapuseneb, y quien a parte oficiaba como juez, concentrando en su persona varios de los principales poderes institucionales. Así pues, la astuta Hatshepsut tenía claro que para dar un Golpe de Estado y hacerse con el poder, primero tendría que aliarse con tremendo personaje, y fue así como muy pronto se hizo al apoyo de Hapuseneb, invirtiendo parte de sus riquezas en cuantiosas donaciones que pudieran contentar al clero de sacerdotes de Tebas. Gracias al beneplácito de los más altos jerarcas del poder, Hatshepsut es declarada como reina-faraona del pueblo egipcio y elevada al grado de deidad, legitimada por medio de la Teogamia. A partir de entonces la autoproclamada como quinta faraona de la dinastía XVIII egipcia, y en medio de ese próspero período conocido hoy como el Imperio Nuevo (1570-1069 a.C), testimoniaba no ser hija de Tutmosis I, sino que sería la primogénita del mismísimo dios Amón, quien una noche dejaría en el vientre de su madre a la encarnación de su divinidad, engendrada en ella, vicaria sagrada, con potestades extraordinarias, gobernante de las “Dos Tierras”, y que contaba con la plena aceptación del panteón y de todos los sacerdotes. Ineni había quedado desplazado de sus influencias y nada pudo hacer el infante Tutmosis III frente al poderío sagrado de su tía y madrastra, quien en adelante sería conocida como Maat-Ka-Ra, “el espíritu de Ra es justo”, seguido de su nombre de nacimiento que conservaría siempre. Su gobierno, amparado por el agrado del clero, fue un gobierno que gozó en general de un estado de calma, siendo su reinado uno de los más longevos y prósperos del antiguo Egipto, abarcando más de dos décadas, desde 1490 hasta 1468 antes de Cristo. Una doble expedición al país de Punt, actual Somalia, sería testimonio de ese momento de crecimiento del que gozaba el boyante imperio egipcio. Cinco barcos con más de doscientos hombres regresaron a Tebas cargados con incienso, mirra, marfil, canela, arsénica, oro, ébano, cedros, cosméticos y toda clase de especies de animales exóticos como panteras y simios. La hija de Amón era la encargada de inaugurar los rituales en honor a su dios, cantando y bailando para de esta forma animar al espíritu divino que se manifestaba a través de su cuerpo. La faraona asumió un carácter masculino, y de esta forma hizo que la representaran los escultores, y así la vemos hoy perpetrada en los altos relieves de los tantos templos que mandó a construir, convirtiéndose además en la primera faraona que se hizo esculpir como una esfinge. Su mentón llevará una barbilla y sus vestimentas serán las mismas de un faraón, portando el tocado de nemes, el ureus y la perilla que corresponden al rey de los egipcios. No volverá a contraer matrimonio y nombrará a su hija Neferu-ra como su “Esposa Real” y “Gran esposa del Dios”. Años atrás su abuelo había liberado a Egipto del yugo de casi un siglo que el pueblo semita de los hicsos mantenía sobre los egipcios, y durante estas batallas muchos de los templos y edificaciones habían sido afectados, por lo que Hatshepsut, disfrutando de un período pacífico y lleno de bonanza, se dedicaría a restaurar y a embellecer todo tipo de estructuras y en especial los palacios y templos de adoración al dios Amón, y que mucho agradaron a los sacerdotes dedicados a su culto. Erigió la Capilla Roja con la que engrandeció el templo de Amón en Karnak, se involucró en la construcción de las canteras de Asuán, levantó los más altos obeliscos y adornó los decorados con electrum, una exótica aleación de oro y plata. En Tebas intervino el recinto de las barcas sagradas de Luxor, y en la región conocida como Deir el-Bahari dio vida al ambicioso proyecto de una necrópolis capaz de sobrevivir al embate del tiempo. La obra es considerada como una de las grandes joyas arquitectónicas de Egipto y un lugar al que cada año acuden cientos de miles de turistas. Contrastando con un paraje rocoso, el templo dedicado a la faraona y conocido como Dyeser-Dyeseru, (“el sublime de los sublimes”), es peculiar por sus enormes terrazas y por sus rampas ligeramente inclinadas, y que en su conjunto constituyen la obra principal en esa época de esplendor y embellecimiento. Responsable de estas obras sería un personaje importante en la historia y en el gobierno de Hatshepsut, el arquitecto Senenmut, que además de dirigir la construcción de edificios, templos y arquitecturas, fue el encargado de la crianza de Neferu-ra tras la muerte de su padre, y dado su cercanía con la familia persiste el mito de que su influencia en la corte llegaba hasta la alcoba de la faraona. “Soy el que entra en el palacio real siendo amado, y cuando sale de él es alabado, regocijando el corazón del rey diariamente, el amigo, el gobernador del palacio”, son las palabras que pondrán en su boca los historiadores de su momento. La dinastía egipcia que regentaba parecía alcanzar con ella la cumbre y la gloria, y sin embargo la carismática soberana no se vería alejada de los inconvenientes propios de un gobernante, teniendo que liderar algunas campañas en defensa de sus fronteras. Y es que si bien Hatshepsut no se dedicó a expandir su imperio ambicionando la conquista de otros territorios, sí tendría que vérselas con pueblos invasores que atentaron contra los egipcios y que bien supo encarar, siendo así que ni el país de Mau, ni los nubios, sirios o palestinos consiguieron penetrar los límites egipcios. El debacle de este próspero imperio comenzaría cuando ya Hatshepsut ajustaba unos tres lustros en el poder, y ya Tutmosis III no era ese niñato desentendido del mundo de la política, estando ahora en edad de querer destacarse y eventualmente hacerse al poder. Por aquellos años, y en un período muy corto de tiempo, la faraona perdería a las tres personas que la rodeaban: el sacerdote Hapuseneb, su arquitecto Senenmut, y así también a su hija Neferu-ra, a quien ya había declarado como su heredera, siendo este golpe de la vida un golpe del que difícilmente podría reponerse. La mítica faraona decide hacerse a un lado y permitir que sea Tutmosis III quien comience a protagonizar su propia historia al mando de la dinastía egipcia, y hacia el año 1457 a.C. tendría la oportunidad de consagrarse como faraón, luego de dirigir con éxito los ejércitos que acabaron con la rebelión en Qadesh durante la Batalla de Megido. Según parece Hatshepsut murió en su palacio de Tebas antes de cumplir los cincuenta años, y tal cual fuera su deseo sería enterrada en el mausoleo que había sido construido para depositar sus restos. Su sepulcro estaba adornado por estatuas, decorado con relieves e inscripciones talladas en las paredes, y la tumba funeraria gozaba de una elegancia particular con un peculiar diseño de arquitectura. Tanta la gracia de este recinto, que muchos de los faraones que la sucedieron también elegirían construir su mausoleo en las inmediaciones de este templo, por lo que esta necrópolis acabaría siendo conocida como el Valle de los Reyes. A partir de ese momento el nombre de Hatshepsut pasó al olvido y los gobiernos posteriores trataron de borrar todo registro de su historia bajo la sentencia de damnatio memoriae. En el 2005 se retomó el estudio de una momia que había sido hallada un siglo atrás y que era conocida como la “momia obesa”. La tumba estaba saqueada de los tesoros que acompañaban a los emperadores, la momia permanecía por fuera de su ataúd, rodeada de lienzos de lino y con signos de haber sido trasladada en algún momento. En épocas recientes los estudios sugieren algunos aspectos que pudieran revelar la causa de la muerte de una faraona que vivió hace más de 3.500 años. Al ser escaneada se encontró que la faraona padecía un cáncer en el abdomen y que comprendía hasta la cadera, además de sufrir un avanzado estado de osteoporosis, y de haber contraído un absceso séptico en su cavidad bucal que pudo haberle provocado dolores intensos, fuertes fiebres y finalmente un letal shock septicémico que acabaría con su vida. La evidencia de que la “momia obesa” no era cualquier mortal sino que se trataba del gran hallazgo de la faraona Hatshepsut, pudo demostrarse luego de analizarse los intestinos y el hígado de la momia, además de la ausencia de una pieza molar de la que apenas quedaba una raíz y que determinó con certeza la identidad del cuerpo encontrado. Una vez desaparecida de la memoria, fueron pocos los faraones que acudieron a la Teogamia como una manera de controlar al pueblo egipcio, y el poder que fueron tomando los sacerdotes de Tebas acabaría repercutiendo y amenazando la dinastía faraónica de los años venideros. A partir del siglo XIX la historia o leyenda de la antigua faraona ha cobrado relevancia, señalándola muchos como una mujer codiciosa y a la par de cualquier hombre gobernante, y así también como una imagen simbólica del poder femenino y un ejemplo de mujer. Una de sus esfinges más representativas puede apreciarse hoy día en el Museo Metropolitano de Arte de New York. Hatshepsut fue quien más construcciones suntuosas y monumentales mandó a erigir en el antiguo Egipto, apenas superada por la campaña arquitectónica del prolífico y posterior Ramses II. El nombre de Hatshepsut está al mismo nivel de los más grandes faraones de renombre que la sucedieron, como Tutankamón, Akenatón, y la famosísima Nefertiti.