El Último Verso

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DE LA PIEL A LA CIUDAD -Pavel Stev Salazar

¿Por qué la ciudad es un texto que nunca dejamos de escribir y nunca dejamos de leer?

Little Big City Study, Loui Jover

 

En mi calle la gente no habla,
La gente se mira y se pasa con miedo.
Silvio Rodríguez

 

La ciudad es un texto equiparable a nuestra concepción del tiempo. Somos parte intransmutable de las vidas que avanzan en medio de ella. La ciudad es también una extensión de nuestro cuerpo, nos conoce, distingue nuestros parajes preferidos y reconoce las heridas que han dejado en nosotros algunas de sus calles.  La ciudad se esconde, solo se muestra para quien merece vivir en su noche, para quien acude a su verdadero ser y descubre que todos constituimos una parte de lo que representan los lugares donde hemos vivimos.

 

Anatomía de la Ciudad/Cuerpo

La epidermis, el órgano más grande del cuerpo, se encarga de regular la temperatura corporal: actúa como barrera frente al entorno que la rodea e impide la pérdida de agua. Su color y grosor dependen de la parte del cuerpo a la que hagamos referencia. Por ejemplo, la piel en los pies es mucho más gruesa porque está perfectamente diseñada para que el individuo recorra amplias distancias sin sufrir la pérdida de consistencia y textura. La cabeza, por otra parte, está llena de pequeños folículos capilares que permiten apretones de cabello en medio de la angustia escritural, dicho estrujón capilar, además de evidenciar el estrés creativo, relaja los músculos que rodean el cerebelo y busca incentivar el proceso creador.

Pero la piel no siempre es la misma, con los años se desarrollan rasgos particulares, hay territorios inexplorables en ella, hay “cuadras” donde algunas marcas emanan un recuerdo memorable o terrorífico. Y crece, se expande y se transforma paulatinamente en la primera ciudad que reconocemos: la primera ciudad en la que nos aceptamos como individuos versátiles, pero a la vez somos conscientes de que ella misma también muda, despliega su historia sobre nosotros tras los años.

El cuerpo, como asegura, David le Breton, es aquella cepa de identidad que le permite al hombre tener un rostro, existir desde el reconocimiento de lo que es, y al igual que la ciudad, se construye a partir de un saber singular sobre sus constituyentes, es decir, la manera en que vemos nuestro cuerpo/ciudad, es precisamente lo que lo otorga sentido. Tal y como el cuerpo crece y se hace otro, la ciudad también es vulnerable a las concepciones que nacen o se desarrollan sobre ella. La ciudad resguarda su propia piel, tiene al igual que algunos extremos de la epidermis, características, huellas, heridas que la hacen desigual.

La ciudad al igual que la piel cambia también sus formas, texturas, colores. Ciudades que a veces son un cuerpo, y se desangran, ciudades desoladas, ciudades que se enferman: cosechan en el epicentro de las calles un presente que nunca se hace perpetuo. Un día nos pertenece por completo y al otro simplemente se aleja de nuestra mirada, dejamos de ser dueños de ella, dejamos de reconocerla gracias a su estructura cambiante. Entonces se hace necesaria la reinterpretación: el cuerpo es el signo del individuo y la ciudad data ese simbolismo de rasgos que nacen de lo individual a lo colectivo a través de los años.

Al igual que el misterio del cuerpo se hace perceptible más allá de su naturaleza en el cosmos, en el significado de su piel, en el sentido que hay en sus entrañas para entender sus cambios, sus enfermedades, sus emociones, claramente perceptibles, la ciudad también posee una esencia que la hace autentica e irrepetible. La ciudad resguarda un sentido de vida que nos hace habitantes de ella y nos vuelve sujetos funcionales para su lectura y relectura.

La ciudad nunca es, siempre está siendo, siempre se escribe, nos provisiona de escenarios y sucesos para que la recreemos constantemente, nos invita a ser esa caricia que sirve como trazo para repintar el boceto de su cuerpo y después estar expectantes, pues al igual que la textura de la piel, la ciudad envejece, madura, toma otras formas que la hacen ser la obra misma.

Somos el público y el actor, hacemos parte de la escena teatral donde la obra existe gracias al unisonó aplauso de quien atestigua su naturaleza. Y el cuerpo se vuelve un rasgo inmutable de que todo lo que des-habitamos.

El punctum, aquello de la ciudad que nos inquieta

Una ráfaga de recuerdos se entreteje en medio del asfalto. Los colores unidimensionales ayudan a evocar rostros, perfumes, sonrisas que se palidecen en el aire, abrazos que suceden con prisa, voces que rivalizan con el sonido de los carros, una resonancia que parece llevarse todo lo que somos y se aleja. Un torbellino de recuerdos es apenas la sospecha de que algo inquietó el viento, es la sospecha de que el tiempo ha pasado sobre nosotros.

Ella aguarda el movimiento excéntrico de la ciudad y piensa, en medio de su calma, desde su espíritu inamovible, la velocidad con que la vida sucede cuando no hacemos parte de ella. La ciudad se desgarra en ese instante que perpetua su alma. Una evidencia fotográfica de lo fugaz.

El punctum está en aquel movimiento vertiginoso que apenas es un esbozo de lo que transita la memoria. La mujer contempla esa vida que transcurre al unisonó de los segundos pero que es ráfaga también, esa vida que se emana en los suburbios y es la certeza de que alguien habita la ciudad, de que la ciudad habita en todos nosotros. Un mínimo quiebre en la imagen que nos incita a pensar en la celeridad de la vida, aquella huella de rapidez es lo sugerente: una tensión que se da entre la inacción de contemplar y la velocidad con que transcurre aquello que queremos en nuestra mirada. Citando a Susan Sontag, “Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado. Significa establecer con el mundo una relación determinada que parece conocimiento, y por lo tanto poder”. Y es precisamente ese reconocimiento el que devela paulatinamente el contexto que reconocemos como parte de nosotros: la ciudad misma es nuestro cuerpo, somos el epicentro de su alma. Es sabernos parte de ella lo que nos permite distinguir su condición de perpetua.

Como sabemos todos, la ciudad además de cumplir una función geográfica es también un territorio que se habita, cambia gradualmente, según la funcionalidad de quien la mora. Un lugar donde se entremezcla lo que sucede, las historias particulares de quienes atraviesen la cebra del semáforo corriendo para ir a casa, corriendo para llegar a tiempo al trabajo, corriendo para alcanzar a la vida. Estos pequeños relatos hacen parte de una visión del mito urbano, entre lo que suponemos que se anida en el día a día de los transeúntes y sus verdaderas motivaciones.

Pero la ciudad es también un texto, de diferentes perspectivas, un imaginario colectivo intertextual: establece un puente entre la realidad que nos ocupa adentro y aquella en la que debemos transitar. Nosotros como poetas, como actores de este escenario urbano cumplimos la función de remodelar a diario su escenografía. Agregamos y sustraemos elementos de esa autopista narrativa, un espacio donde el tiempo y el hombre se entretejen y se encuentran con un solo fin, narrar la ciudad, contarla, describirla a partir de las interacciones que ocurren en medio del asfalto.

La ciudad cambia sus formas, texturas, colores. Ciudades que a veces son un cuerpo, y se desangran, ciudades desoladas, ciudades que se enferman: cosechan en el epicentro de las calles un presente que se hace imperecedero. La ciudad un día nos pertenece por completo y al otro simplemente se aleja de nuestra mirada, dejamos de ser dueños de ella, dejamos de reconocerla gracias a su estructura cambiante. Entonces se hace necesaria la reinterpretación: La ciudad se desnuda y nos deja ver a su hermana hecho de sombras.

Es un hipertexto al que se ligan diferentes relatos que dan forma a su cuerpo: un cuerpo que es visible y una ciudad que a la vez es espejo. Bajo el subsuelo sobrevive la otra ciudad, una urbe subversiva, onírica, no descubierta, aguardando por ser relatada. La ciudad de los desahuciados, de los sin esperanza. La ciudad real, aquella que no ha sido objeto de adornos para tornarla habitable. Una ciudad que nos rechaza pues conoce nuestra verdadera naturaleza.

Reencarna en nuestros deseos, en nuestras pesadillas, es un signo colectivo del alma, deja de ser la superficie en la que se desenvuelven nuestras vidas y toma otras formas. Su compleja estructura es en realidad el modelo de nuestro interior, de nuestros sentimientos, intricados por lo que creemos que somos y todo aquello que ven los demás en nosotros. En palabras de Barthes, la ciudad podría ser ese azar que nos despunta, que nos lastima, nos punza, nos hace irremediablemente sujetos que desean desplegarse en ella.

Para el filósofo de origen español George Santayana dice, “las ciudades son como un segundo cuerpo para la mente humana”. Y sí, son un todo unificador, constituido por almas que la pueblan o lo transitan. La ciudad se incorpora, es el reflejo de los habitantes y el contraste de lo que significados que la ocupan.

Es también un conjunto de redes y junglas, un bosque inhóspito que aguarda al hombre moderno desde la concepción de lo salvaje y la libertad. La ciudad como un Jumanji que pone a prueba al ciudadano frente a capacidad de sobrevivir y superar lo desconocido: aquello que trata de adentrarse en nuestra cotidianidad. Es un laberinto que atrapa al hombre desde el confinamiento de las urbes invisibles, subversivas, ciudades que se sobreponen y se hacen parte de la calle que decimos conocer.

En cada lugar recóndito de la ciudad hay un rastro de la amalgama que la compone, un rastro exterior que todos reconocemos y una ciudad subversiva que todos disfrutamos y mantenemos en silencio. Una ciudad mítica que se esconde en las narraciones intrínsecas que surgen a partir del encuentro de dos cuerpos, una ciudad imaginaria para aquellos que sueñan con ella, con ser parte de su metrópoli, aspiran a conquistarla.

Pero a veces la ciudad es quien nos atrapa, es quien se harta con nuestras ganas de vivirla. Es quien decide hacerse idílica y nos obliga a aspirar a más, a imaginarla distinta, a dibujarla en nuestra concepción colectiva como una ciudad empírica, un asfalto hecho de piedra y cristal que tras sus parcelas resguarda los secretos de quienes sí se animaron a vivirla mientras el tiempo franquea el espíritu reflexivo de quien la contempla con calma.

El viaje/la travesía de las ciudades des/conocidas

Viaje: del latín viatge, que se traduce en camino. Hilar en nuestra alma el sendero, hallar en nuestro espíritu la nostalgia que surge; para quien habita en todas partes, las despedidas son una cita que aguarda en el tiempo. Después viene la aventura: buscar la respuesta en el placer y el amor, escudriñar en la oscuridad de nuestro pecho y apenas lograr un boceto de dónde venimos, nuestra procedencia es también el historial geográfico de nuestros pasos, la vida que hemos tatuado en una ciudad. Buscar la respuesta en lo incandescente de nuestros ojos cuando se quiere, pues buscamos en el otro el horizonte, la luz, el viaje que podamos esbozar en nuestra mirada para decirnos ─con cierta clemencia─ somos felices.

Zarpamos a nuestra Ítaca personal, tenemos viento en el pecho, somos los laureados. No os acerquéis a mí porque Afrodita me sonríe, porque Pluto ha postrado sobre mi barca ─aquella donde navegué enemistado─ por fin la fortuna.  Nos sentimos realizados, que el amor nos consuma pues somos felices… o por lo menos eso nos decimos al oído mientras contemplamos de lejos nuevos lugares, nos serviremos de ellos para contar otra historia.

Pero el viaje es arduo; el éxodo y la marea pueden ahogarnos, la travesía no tiene boleto de regreso. Buscamos el favor del destino y le hacemos frente a la derrota, nos vemos al espejo, somos viejos y por fin reales, le quitamos el vestido a la mentira y somos nosotros: heridos, desnudos, no más bellos.

Empezamos la aventura en nuestros ojos, cerrados, para recordar el camino que nos trajo hasta acá. Dibujamos las calles que avizoramos en nuestro recuerdo, trazamos las parcelas que fueron parte de nuestra vida. Celebramos con nostalgia el recuerdo de dónde venimos y reconocemos la ciudad por la cual transitaremos como un horizonte momentáneo: una escenografía desemejante que algún día tendrá el color opaco de un recuerdo en nuestra memoria.

La ciudad que descubrimos posee una fuerza oculta que la hace autentica e irrepetible. La ciudad resguarda un sentido de vida que nos hace habitantes de ella y nos vuelve sujetos funcionales para su transformación.  La interpretación de este nuevo cuerpo que se sumerge en nosotros depende de cómo y cuánto nos animemos a transitarla.

El color de las calles, el perfume de algunos lugares que empezamos a descubrir, la música de fondo que acompaña algunos cafés y restaurantes, tratando de emanarse en el ruido vertiginoso que hay en las avenidas y en los carros y en los ojos de la gente que vive desdibujando el tiempo. Esa revelación es el primer tatuaje que descubrimos del distante universo que apenas nos animamos a transitar.

Nuestros deseos nos provisionan de escenarios y sucesos para que los recreemos constantemente. Nos invitan a ser esa caricia que sirve como trazo para repintar el boceto de su cuerpo y después estar expectantes, pues la ciudad envejece, madura, toma otras formas que la hacen ser la obra misma. En cada lugar recóndito de lo que descubrimos en esta nueva ciudad hay un rastro de la amalgama que la compone, un rastro exterior que vamos reconociendo y una ciudad subversiva que todos disfrutamos y mantenemos en silencio.

Una ciudad mítica se esconde en las narraciones intrínsecas, calles que surgen a partir del encuentro de dos cuerpos, una ciudad imaginaria para aquellos que sueñan con ella, con ser parte de su metrópoli, aspiran a conquistarla. A medida que se acentúan las escenas en nuestra memoria recordamos cuantas veces hicimos frente a lo desconocido. Cuantas veces fueron nuestras dudas ineludibles para demostrarnos, en medio de ese viaje intrínseco hacia lo profundo de nuestra alma, que siempre fuimos dueños del mar en el que navegaron nuestros sueños. 

Dice Constantino Cavafis en su poema la ciudad “No hallarás otra tierra ni otro mar. La ciudad vivirá en ti siempre. Volverás a las mismas calles.”  Un suspiro de nostalgia se asoma en el poema de Cavafis. Esa parte desfragmentada de nuestra memoria que debe agazaparse hacia el pasado para no desaparecer, retornar, volver a la memoria para reivindicar las primeras ciudades en nuestra memoria. 

Los elementos urbanos que se develan en estas nuevas ciudades reencarnan en nuestros deseos, en nuestras pesadillas, es un signo colectivo del alma, dejan de ser la superficie en la que se desenvuelven nuestras vidas y toma otras formas, nos hacen distintos, ya no somos más parte de otra ciudad, ahora pertenecemos a esta nueva realidad. Pero las ciudades siempre son una misma ciudad en sí: su compleja estructura es en realidad el modelo de nuestro interior, de nuestros sentimientos, intricados por lo que revelamos que somos y todo aquello que ven los demás en nosotros

Siempre somos y dejamos ser: abandonamos todo lo que éramos en aquellas pretéritas ciudades y parajes y nos adaptamos desde las entrañas al nuevo contexto que nos presenta escenarios no descubiertos. Ciudades que te giñan el ojo y dejan caer su perfume en tu rostro, convenciéndote de vivirlas.  “La era está pariendo un corazón” y nosotros somos la ciudad que hemos arrancado de nuestra alma y el espacio vacío en nuestro pecho es lo que intentamos sanar en otros lugares.

Bibliografía

 

Le Breton, David (2004), Antropología del cuerpo y modernidad, Nueva Visión, Argentina.

Ágredo Piedrahíta (2008), Cada ciudad es un libro.

Bruno Lutz. (2008), El cuerpo sus usos   representaciones en la modernidad.

George, Santanaya, (1996) Personas y Lugares, fragmentos de autobiografía.

Susan Sontag (1995) Sobre la fotografía, Alfaguara

Barthes, Roland, (1989) La cámara lúcida, Ediciones Paidós Ibérica

Sarlo, Beatriz, (2009) La ciudad vista. Ediciones –Siglo XXI Editora Iberoamericana

Margueliche, Juan, (2008) La lectura de la ciudad a través de la literatura   

 

Ensayo producto del  Taller de Escritura de Ensayos dirigido por el  Docente Hernando Urriago Benítez,  espacio donde con paciencia y trabajo se forjó este texto.

   Pavel Steven Salazar, Universidad del Valle, Cali- Colombia

 

 

 

 

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