«Lo único para lo que siempre ha sido buena la poesía es para hacer que los niños odien la escuela». Bien decía Charles Simic que Lo único para lo que siempre ha sido buena la poesía es para hacer que los niños odien la escuela. Y no se equivocaba. Los profesores suelen mostrar, en algunos casos,…
«Lo único para lo que siempre ha sido buena la poesía es para hacer que los niños odien la escuela».
Bien decía Charles Simic que Lo único para lo que siempre ha sido buena la poesía es para hacer que los niños odien la escuela. Y no se equivocaba. Los profesores suelen mostrar, en algunos casos, a la poesía como una horrible herramienta del amor —o del desamor—, como si tuviera una finalidad única y fuera conseguir favores íntimos de las demás personas, o mostrar de qué modo puede explayarse la libido gracias a sus efectos. La muestran, por otro lado, como una invocación al pasado y no hay nada más ajeno para la infancia que el pasado, nada más extraño para ella que las palabras de los eruditos, nada más desagradable que las metáforas que no son vivas, que no se palpan en el aire o no se ven triscar, sin que se conozcan sus nombres, con los animales. Un niño que se acerque así al arte de robar el fuego no va a ver el dios que lo habita, como decía Cervantes citando a Juvenal, ni va a ver este oficio como un aspecto valioso de la cultura, sino que encontrará a los poetas como personas aburridas a quienes de ningún modo se pueden imitar. Y no los culpo.
Con estas ideas he ido en varias oportunidades a la Institución Educativa Nueva Granada, sede Simón Bolívar del corregimiento de Modín, en Cartago, Valle del Cauca, a compartir parte de mi experiencia de lectura (¿y escritura?) de poesía.
Encontrarme con niños y niñas que como yo crecieron entre cafetales, cuyos abuelos les han enseñado la secreta oración para espantar los perros bravos; capaces de subir a la rama más alta para bajar la guayaba deseada o contemplar la primera vez que el sol da sobre la delicada piel del afrechero, niños y niñas que entienden el juego como aprendizaje sin que venga algún profesor a pervertirles la percepción de la naturaleza, encontrarme con ellos, digo, ha sido encontrarme conmigo mismo. Verlos era entender que la poesía me salvó no porque me haya llevado por el camino de su escritura y de la docencia, sino porque nunca me dejó apartar de lo que fui: un pequeño ingenuo a rabiar que creía con ceguedad e incomparable obstinación en el ser humano. Un contador de estrellas, un echador del agua.
Este encuentro, de tal modo, me hizo pensar en la tarea del profesor como tal, y recordar a Dino Seguro Robayo, un hombre que ha dispuesto su vida para desandar la pedagogía, como me decía, no sin cierta burla, en su maravillosa e idílica Escuela Pedagógica Experimental (EPE) donde trabajé, «los niños aprenden a pesar de sus profesores». Y en este caso afirmé la idea de que pretender enseñar a escribir poesía es absurdo e inútil —quizá alguien aquí se pregunte sobre mis razones de haber estudiado una maestría en escritura creativa, y le diría entonces que todo se debió al azar o a un impulso ciego o a mi declarada avidez por morirme de hambre—. Absurdo e inútil, sí, al querer enseñarla, pero es indispensable no dejar de contagiarla nunca. La poesía debe pasar de mano en mano como la antorcha de los dioses, debe estar en la cotidianidad de los seres humanos. La poesía no es un castigo de los profesores de español: es una ética, o un pathos necesario, un modo de vida responsable con el entorno, un contexto dinámico de creación y de reconocimiento de los demás.
Los niños y las niñas, lo sabemos bien, son poetas en estado puro. No crecer sería la premisa, jugar con las palabras como se juega a las escondidas, con el trompo, las canicas, las muñecas o el balón. Contagiar la poesía y no enseñarla. Y los profesores de esta escuela de Modín entienden muy bien que la verdadera educación de calidad parte de la no prohibición, de pensar en las necesidades que los niños tienen en sus casas, de pensar, por ejemplo, en cómo solucionar la escasez de agua de la región, de ponerse tenis rotos para jugar con ellos en la cancha de polvo. Entienden que el lenguaje es mucho más que las palabras, por lo que han creado clubes de teatro y cine, danza y manualidades, y teniendo en cuenta la radio como el verdadero medio de la democracia, les demuestran a los niños que la autonomía es el camino, la creatividad tanto como la matemática. Al estar allí me enseñaron que la calidad del saber no está en seguir lo que dice el Ministerio de Educación (perito en burocracia, pero no en cultura) ni en taxonomizar el mundo. Por esta razón, creo que hay docentes más comprometidos en las instituciones con menos recursos y subestimadas tristemente por sus entes rectores, como esta, tal vez porque no alcanzan a concebirse como centros comerciales o porque sus profesores entienden que la paz no se puede dejar arrebatar por manos ambiciosas.
Contagiar la poesía, pues, fue lo que aprendí. De modo que les puse en las manos un cúmulo de palabras tristes y les pedí, con su perdón, que las vieran como a la naturaleza que los rodeaba y escribieran lo que les viniera a la cabeza. Intenté recordarles lo que ya sabían: que todo se trataba de crear imágenes, de apelar a la imaginación. Y los niños y las niñas de Modín, cuya sonrisa llevo por doquiera y a quienes les tengo la misma gratitud que a mis más grandes maestros de la universidad, después de escucharme leer con voz temblorosa algunos versos de Celan, escribieron los poemas más hermosos que he leído en mi vida.
Escritor. Fundador de la Revista Literariedad. Autor de más de tres libros de poesía y cuento. Es Magíster en Escrituras Creativas, profundización en Poesía, de la Universidad Nacional de Colombia. Estudia actualmente un doctorado en literatura. Fue uno de los poetas compilados en la «Antología de la poesía colombiana del siglo XXI» cuya edición bilingüe fue publicada en París por la Editorial L’Oreille du Loup dentro del Año Colombia-Francia (2017).
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