El Magazín

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Un error

Car night, Flickr, ssoosay
Car night, Flickr, ssoosay

Juan Villamil (*)

Mientras él pensaba que entregarle las llaves fue un error, ella explicaba que no era su culpa porque ese hombre se había atravesado en medio de la calle. En lo que ambos sí estuvieron de acuerdo fue en que esas personas no debían de estar por ahí, irrumpiendo en la tranquilidad de la gente de bien. Puso en marcha el motor (aún no controlaba la maniobra freno-cloche) y arrancó despacio. Aquel hombre apenas si había advertido el accidente, sino que se había levantado y reanudado su carrera. Jimena, en cambio, manifestaba síntomas de una peligrosa alteración, y por eso él le pidió que se estacionara un momento en Terraza y tomaran un café o una aromática, aunque oscuramente lo hacía con la intención de recuperar las llaves del auto. Tomaron asiento y ella pidió un coctel de tequila. En realidad lo que sentía era enojo, y lo dijo. No comprendía por qué personas como ella y él debían convivir con otras de semejante índole, aunque había querido decir “aspecto”. Se refugió farfullando en el coctel, así que él aprovechó para mirar de reojo hacia el auto en busca de líneas blancas o abolladuras. Nada a simple vista.
Lentamente, como a una envoltura, el aire de la noche los fue reincorporando a sus vidas. Jimena había tenido un progreso notable la última semana; ya casi no permitía que el auto se apagara y había conseguido dominar la reversa, aunque no la maniobra de parqueo. Él reconocía los avances y por eso, además de felicitarla, naturalmente, le aconsejaba presionar con mayor ahínco a sus padres; su propio auto era una cuestión de mérito. Y, hablando de mérito, la presentación que había hecho esa tarde a la junta de socios fue todo un éxito. Si ella hubiera estado allí, visto la palidez del otro arquitecto o escuchado los elogios de la junta, se sentiría tan orgullosa de… Se arrellanó en la butaca y tomó un cigarrillo mientras Jimena volvía del baño. El café empezaba a llenarse de parejas y grupos de parejas, pero el murmullo, si lo había, era exitosamente cubierto por la música. Eso le agradaba. Buscó en los bolsillos del pantalón sin encontrar fuego, y la mesera estaba demasiado lejos para escucharlo. Acercó hasta la boca la pecera con un pequeño cirio adentro que había sobre la mesa. Jimena volvía del baño y lo miraba, sin ningún gesto, mientras él intentaba encender el cigarrillo. No alcanzó a sentarse, sino que se hizo rápidamente a un lado y levantó con cuidado la pecera para que la cera no continuara derramándose. Él había dejado caer el cigarrillo, sin encender, y ahora tiraba del extremo de la camisa para alcanzar a ver la mancha de cera roja y las arrugas en torno de ella. Jimena lo observó con desaprobación, como se mira a un niño que acaba de regarse la comida encima, y le pidió hablando desde atrás de una sonrisa difícil que fuera a su casa a cambiarse. No quedaba lejos, a fin de cuentas.

A él la medida le pareció exagerada, pero Jimena y el murmullo de las otras mesas (ahora sí lo escuchaba) terminaron por convencerlo de que era lo correcto. Así que caminó calle abajo hasta el parque, vigilado por miradas inoportunas y ademanes de vergüenza, y de allí viró hacia su casa, solo unas cuadras más a la izquierda. Tardó un poco, parado enfrente de la puerta palpándose los bolsillos, en recordar que Jimena aún tenía las llaves. Golpeó inoficiosamente hasta comprobar que su compañero no permanecía en casa; miró de nuevo la camisa, la calle, los grupos de personas un poco ebrias, volvió a golpear, y terminó por acomodar su frustración en el andén. Apenas un breve instante después, de súbito, apareció un mendigo, aferrándosele y suplicando su ayuda. No reaccionó de ninguna manera, quizá porque todo pasó demasiado rápido, hasta que vio alejarse a la patrulla de policía y a los botones de la camisa saltando por el suelo. Se la quitó y arrojó a un lado, gritando insultos contra nadie al principio, al final contra ese tipo de gente de la que la ciudad debía ser limpiada.

Como solo se ve la joven cuando ha sido descubierta, y no la anciana, o los delfines, y no la pareja, así mismo empezó a ver a todos los habitantes de la calle. Primero en la esquina que bordeó, luego en la calle que evitó haciendo exasperante el camino, después en el teléfono público sobre la vereda del parque, y en una de las bancas, y afuera de un café. Descubrir que se tomaban la ciudad le causó una terrible incertidumbre. Se sintió cercado y vulnerable. Esas personas lo miraban de una manera que a la distancia reconocía peligrosa. Dónde estaba la policía en ese momento y por qué no se hacía cargo de la situación. Empezó a sentir temor por Jimena; estaba sola y tal vez iría a buscarlo. Aceleró el paso, y en el acto casi tropieza de frente con otro de esos sujetos. En los ojos adivinó el resentimiento acumulado, la intención de lastimarlo: como pudo se dio la vuelta antes de que el hombre lo atacara y corrió calle abajo, dejando tirada una zapatilla durante la carrera. Al menos gracias a eso el mendigo se había detenido.

Camino al Terraza reconoció que abandonar el otro zapato fue un error. Las medias se deshacían en jirones y lo obligaban a mirar al suelo para no pisar colillas a medio acabar y ripias de botellas. Las miradas desde los locales empezaban a acumularse sobre él. Lo más difícil, sin embargo, todavía no pasaba pero era fácil de imaginar: la expresión de Jimena. Pensó, entonces, que podía llamar a su compañero de piso y pedirle sus llaves. Grandes molestias se habría ahorrado si antes…, pero evitó pensarlo para no banalizar su situación. Se acercó a uno de los negocios y, fingiendo ignorar que los compradores se alejaban, pidió a la señora un teléfono. Al otro lado de la línea contestó una voz muy ebria para concluir el saludo. Volvió a intentarlo, y ya no hubo respuesta. La mujer le indicó el precio de la llamada, él buscó en vano una moneda para pagarle; las dejaba en el auto. Le explicó que no tenía cambio ahora pero que iría al Terraza y de regreso le pagaría; el doble por la incomodidad causada. La mujer lo ojeó de arriba abajo y se echó a reír. Luego, una repentina dureza aparecida en el rostro, le exigió que no hiciera el tonto y pagara, o llamaría a su esposo. Él sacó de la cartera un billete y ella lanzó un alarido que hizo aparecer a un hombre viejo pero corpulento. El hombre le arrancó el billete de las manos y lo rompió en pedazos, gritándole que no hiciera el tonto y pagara, o empezara a correr. Quedó estupefacto. No llegaba a reconocer el momento en que la situación había cambiado de esa manera, ni por qué estaba corriendo de nuevo calle abajo, sintiendo que las plantas de los pies se le tasajeaban y empapaban de sangre lo que aún restaba de las medias.

El miedo lo obligó a correr durante varias calles. Al tumbarse en la acera notó que los pies le sangraban en abundancia. Pasó cada planta por la bota opuesta del pantalón para limpiarse, pero seguía sangrando y el ardor crecía. Pidió ayuda a las personas que transitaban, pero no obtuvo ninguna respuesta. Recordó a Jimena. Le preocupaba saber que estaba sola y no tenía noticias de él, que podría estar buscándolo por los alrededores, vagando desconsolada e imaginando lo peor. En medio de un doloroso esfuerzo logró levantarse, y estaba por dar el primer paso cuando una algarabía lo paralizó. Dos hombres harapientos se acercaban corriendo desde el final de la calle. Intentó huir, consiguiendo dar apenas unos pasos. Los hombres lo alcanzaron rápidamente. Congelado por el pánico, los párpados ceñidos, logró apenas sostenerse en pie y alzar las manos en ese gesto universal de rendición, pero los dos hombres los agarraron cada uno por un lado y lo ayudaron a correr.

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(*) Colaborador.

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