Luis Carlos Muñoz Sarmiento* – Especial para El Magazín de El Espectador
I – La desaparición
Ese día, como siempre en los últimos nueve años, él se había levantado muy temprano, afeitado y bañado gracias a la colaboración de su hija menor y de su hijo preferido, desayunado y salido a la calle. Solo. Se había dirigido a la tienda, donde le había pedido a don Jorge, ya que no cargaba dinero en sus bolsillos, que le fiara unos pielroja sin filtro, los únicos que fumaba desde que lo había perdido todo, desde aquellos lejanos días en los que podía escoger entre chester, picadilly, camel, todos también sin filtro. Cogió sus cigarrillos con la misma felicidad con que su nieta recibía un chocolate del papá o su nieto un favor de la mamá. Prendió un cigarro y echó a andar… Cogió por donde siempre lo hacía, por costumbre, es decir, por la carrera 13, desde la calle 45, hacia el sur. Su hijo, que a menudo lo acompañaba, esta vez no pudo hacerlo pues tenía que atender unos asuntos personales urgentes relacionados con su ingreso a la universidad. De manera que esta vez, solo, él, un hombre de 61 años que por un accidente automovilístico había pasado los últimos nueve enfermo, se dirigía ahora sin saber muy bien adónde pero, eso sí, seguro de que no había un camino sino de que se hace camino al andar, de que al andar se hace camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar… Lo que en este caso se habría de cumplir con estricto rigor, no a causa de la simple retórica poética. Que, a decir verdad, también en este caso, no era simple retórica poética pues se trataba de la del inmortal y bienamado por él, don Antonio Machado, a quien tanto debía… Pues como don Antonio, él podía decir que a su trabajo acudía, con su dinero pagaba, excepto esta vez, sí, que no había tenido para los cigarrillos, pero de todas formas con su dinero pagaba el traje que lo cubría y la casa que habitaba, el pan que lo nutría y el lecho donde descansaba. Como don Antonio había creado un mundo de poesía con sus manos, él había trabajado la tierra con las suyas. Como don Antonio, él tampoco sabía si era un clásico o un romántico aunque igual hubiera querido dejar sus versos como el capitán deja su espada: famosa por la mano viril que la blandiera, no preciada por el docto oficio del forjador. Igual que don Antonio conversaba con el hombre que siempre iba con él y cuyo soliloquio era charla con ese buen amigo que le enseñó el secreto de la filantropía. Eso sí, no de la que tanto se publicita y detrás de la cual se esconde el crimen, se agazapa la traición, se confiesa la carencia. Carencia de la que él, como don Antonio, valga la tautología, carecía… Todas sus carencias, mientras caminaba, se reducían a una, la falta de dinero. El que en otras épocas había tenido de sobra, pero de las cuales era mejor no acordarse, como se aconseja no acordarse de la juventud cuando se es ya viejo. Y aunque él no se consideraba viejo pues bien sabía que la edad no está en el cuerpo sino en la cabeza, de todas maneras no era tonto para no darse cuenta, como tantas veces se lo dijo a su vástago predilecto, que por su enfermedad ya era un viejo. Un viejo que caminaba por las calles de la ciudad que lo había acogido hacía muchos años y en la que había gozado y sufrido, levantado del suelo y caído al piso, forjado una familia de ocho hijos de los cuales a la postre le quedaron siete, todo, claro, gracias a la complicidad de una mujer fiel y leal que lo admiraba tanto como él a ella. Ciudad en la que muy bien sabía que cuando llegara el día del último viaje y estuviera presta a partir la nave que nunca ha de volver, se le encontraría a bordo ligero de equipaje, tal cual había venido al mundo, despojado de ropas, casi desnudo, como los hijos de la mar.
Tan ligero como iba ese día que se había levantado temprano, como siempre, para ir en busca de su destino, destino que sólo él conocía. Caminó y caminó sin tregua ni pausa hasta que ya cansado se detuvo… cogió el camino de regreso a casa pero al llegar nuevamente a la 13 con 45, antes de cruzar la calle, decidió subirse a una buseta de la ruta 127 y cuyo pasaje no se sabe cómo canceló pues ya se dijo que no llevaba dinero consigo. Atravesó en ella la ciudad, se bajó en el paradero de Boita, lugar al que por primera vez en la vida iba y, como es lógico, se perdió allí… Mientras tanto, al otro extremo de la ciudad y dado que no había vuelto a su casa, la familia en pleno se preguntaba dónde podría estar él. Luego de averiguar en todas partes por si alguien sabía dónde estaba, un hermano del hijo amado con voluntad honesta, salió a la calle, dispuesto a ir en su búsqueda. Cogió un taxi y lo primero que hizo al subirse al vehículo fue mostrarle la foto de él al conductor y preguntarle si lo conocía… lo que viene bien podría hacer parte del catálogo fantástico, aunque en la práctica sólo pertenezca al territorio de lo posible, no necesariamente de lo divino como tanta gente para su infortunio cree: el señor del taxi, luego de hacer una carrera en el sur, había visto en el parque de Boita al señor de la foto que el hermano del hijo dilecto le acababa de mostrar… “¿Qué hacer?”, se preguntó éste como tantos años antes lo había hecho Lenin con otros fines, no se sabe si más o menos altruistas. Pero, la cosa era más simple que política, así que rápidamente el chofer del taxi y el otro hijo de él se dirigieron al único objetivo no sólo posible sino probable de hallarlo. El trayecto, como podrá imaginarse cualquiera, fue tan tedioso como desgraciado a causa de los problemas de desplazamiento. Lo difícil no fue llegar a la carrera décima, vía obligada de acceso al lugar de destino, sino avanzar por ella… sobre todo a partir del momento en que el chofer del vehículo de servicio público perdió sus gafas a manos de un raponero. En medio de la barahúnda el señor persistía en continuar al volante, pero cuando se convenció del peligro, entonces decidió cederle su puesto al otro hijo del señor que buscaban. Sin embargo, aunque éste último era lo que se podría considerar un as del volante, las circunstancias no permitían demostrarlo. El taxi avanzaba a un promedio de diez minutos por cuadra, si es que existe una medida tal para vislumbrar lo que pasaba… De manera que para no darle largas al asunto el trayecto se cubrió en poco más de dos horas. Dos horas que dadas las circunstancias equivalían a una eternidad para los tres: para el taxista, para el hermano del hijo preferido y para…
Al llegar al sitio, el hermano del hijo predilecto agradeció a la vida que no fuera él quien hubiera perdido las gafas a manos de los ladrones, aunque al verlo ya no estaba seguro de si él era su padre. Y no estaba seguro pues éste se encontraba calcinado por el sol, sin el saco de paño con el que había salido y que no se sabe cómo había perdido, en definitiva, casi desnudo, como los hijos de la mar. Perplejo por la conciencia de saberse perdido, al encontrarse con uno de sus otros hijos, él, que era tan locuaz, no pronunció palabra alguna, aunque pudiera decirse que en ese momento, más que nunca, adquirían inusitada vigencia las palabras del poeta según las cuales qué bueno es estar triste y no decir nada… Aunque bien podría decirse que para entonces decir algo tampoco serviría de mucho. En ese instante, las palabras sobraban, como sobraron para explicar los pormenores del “milagroso” evento cuando él regresó a casa. Pormenores que, no obstante, debido a la elocuencia implícita del relato hecho por el taxista a los familiares del protagonista, terminaron por convencer a todos de que, en efecto, se había tratado de un milagro, un milagro, eso sí, causado por las leyes de probabilidad de Hume, según las cuales todo es posible por el cruce de múltiples variables que al cabo determinan el cumplimiento de un hecho, o por la ley del azar de Buñuel, según la cual primero está eso, el azar, luego viene la necesidad. Y la posibilidad de recuperarlo a él, dependía del azar más que de aquella. Tras su muerte el 20 de junio de 1999 en la ciudad que lo había acogido, en la que había sufrido, gozado y se había reproducido, a la vez empezaba a dormir un sueño profundo, tranquilo y verdadero. Larga paz a sus huesos. No obstante, el día que el hermano de su hijo dilecto lo había encontrado, había comenzado la desaparición del padre del autor de este relato…
Bogotá, 13 de mayo de 2009
A mi padre, como siempre, no a su memoria…
A mi madre, su Chatita, por su lealtad hacia él.
A mis hijos, Santiago & Valentina, dignos herederos de las virtudes de aquéllos…
Y a Lisandro Duque, por su lealtad hacia Fernando, su hermano.
II – El juego del olvido
Todavía recuerdo el día, y no solo porque fuera mi cumpleaños, en que la Viejita se desgonzó en mis manos, mientras desayunábamos con placidez junto a la bella, lúcida e inteligente Marthica. La cosa venía de tiempo atrás, de cuando empezó el juego del olvido, el que por fortuna se prolonga hasta hoy. Al principio, para tratar de recordar, ella armaba todos los días sopas de letras que su hija le compraba. Cuando empezó a olvidar las letras, recursiva, se inventó su propio alfabeto, porque había olvidado el otro, el de siempre: volvió a coger una por una de las 28 letras y las guardó de nuevo en su cabeza. Pero, como nadie recuerda a voluntad y todo el mundo es esclavo de su memoria, cada una de esas letras se le iba disolviendo cual solución, en este caso problema, en su mente. Aun así, la Viejita no se daba por derrotada y, decía, tengo que volver a empezar, sin acordarse, desde luego, del melodramático y oscarizado filme español. En efecto, cada mañana, cual Sísifa, por aquello del género, del que tampoco es que se acordara mucho, arrancaba desde cero y esto era terriblemente cierto porque tenía que reconocer que, pese al esfuerzo, no daba con ninguna de las 28… ¿qué? Bueno, no importaba, porque al tener uno de los libros de sopa de letras entre sus manos, al instante volvía a recordar las letras aunque no pudiera, de momento, precisar el número. Y, entonces, descubría que el lugar donde venden drogas es “droguería” y no “drogueríayperfumería”, como cuando le preguntaban a Turbay por un sinónimo del prefijo hiper. Y perdonarán Ustedes, pero la Viejita, al recordar el chiste, naufragaba de nuevo entre aquellas pequeñas cosas de las que hablaba Serrat y se perdía de cabeza entre Turbay y Serrat y decía chistosa “no más turbay, voy a cerrat este libro, jodet”. Y lo cerraba y agregaba “me voy pa’ la calle”, pero olvidaba que su hija le había tenido que secuestrar la llave (sí, porque hoy se secuestra cualquier cosa, ya ni siquiera cualquier persona…) porque, recordaba, que un día que se había salido sola a Carulla, casi no regresa a casa. Y mientras olvidaba el secuestro de la llave seguía vistiéndose como quien se alista para casarse, porque quién quita que en la calle me encuentre un galán y me vaya con él y así no tengo que volver a esta casa donde aunque no me canse empiezo a sentirme un poco restringida y con principios de estreñimiento, jaja, no, más bien, de diarrea… así que salió directo pa’l baño sin haber terminado de vestirse, pero por el camino ya no sabía si estaba vistiéndose, si iba a salir o si iba para el baño. Entonces, de repente, por el esfuerzo, se dio cuenta de que se había cagado en los pantalones, como solía hacerlo a menudo, pero a ella no le importaba porque estaba convencida de que el mundo no valía la pena, pero tampoco era una mierda, como su hija y su querido yerno decían no sin razones desde su punto de vista. A causa de las circunstancias, se quitó los calzones, los pantalones, todo, pero tuvo la suficiente lucidez de no seguir al notar que si seguía quedaba empelota y de pronto la vería alguien, máxime si tenía que bajar a depositar la ropa en la canasta, así que con todo pudor se tapó con la toalla y, de paso, olvidó que tenía que vestirse de nuevo si quería salir a la calle. Pero, eso no ocurrió porque de pronto la asaltó un ataque de memoria y recordó que no podía salir a la calle porque su llave seguía… ¿qué? Y se le olvidó el participio del verbo que más usan los medios cuando se refieren a la guerrilla y el que jamás utilizan al referirse al Gobierno, pese a que este le tiene al pueblo secuestrada toda su capacidad de disentir, de organizarse, de luchar, a punta de física represión por vía del Esmad y sus robocops. Palabra que en ese momento se le aparecía en la sopa de letras y con la cual daba por terminada, de momento, su tarea de engañar a la cabeza y continuar en el juego del olvido. El que no termina aún y eso que han pasado 15 años, con lo cual ya a la Viejita sólo le faltan tres para llegar a los 103 años, edad que desde hace rato, aunque no recuerde el tiempo exacto, fijó para su muerte. Pero, esto último la tiene sin cuidado porque hace rato que olvidó del todo el juego del olvido y ahora sólo se acuerda de que no puede bañarse sola, vestirse o salir a la calle. “¡Puf, qué nos importa!”, dice, como cada vez que un destello de memoria alumbra su sendero de la rutina por el que cada día aún se desplaza esperanzada en seguir el juego del olvido. El que, eso sí, no se olvida de contraponer a la implacable seriedad del recuerdo que se les impone cada día a su querida hija Marthica y a su siempre agradecido yerno, el autor de este relato que jamás sufrirá de alpiste, entre Alzheimer y despiste, felizmente condenado como está a recordar a las dos personas que siempre estuvieron ahí cuando más lo necesitó para poder seguir haciendo parte del doble juego del olvido y de la memoria, de Sísifo y Sísifa, de Caín y Abel. Pareja que recuerda otra sopa de letras, muy difícil, en la que preguntaban por Caín como “homo faber, herrero que castiga a su hermano con el arma que él mismo elabora”, y la Viejita casi desfallece pronunciando el enunciado, y por Abel como “homo ludens, pastor que vive tranquilo en el campo y muere al recibir el golpe de su hermano”, lo que ya no pudo seguir leyendo la Viejita, al entrar en ese terrible fin del juego del olvido que es la siempre indeseada parca.
Bogotá, 5 abril 2016 (2:59 p. m.)
III – Del campo a la mayor fosa urbana
Salí de la ciudad al campo y no como es habitual del campo a la ciudad con lo que de hecho me convertí en un desplazado al revés pero no por haber salido de nalgas sino porque adquirí al instante la figura de desplazado y de contra-desplazado después cuando en realidad mi único propósito era recuperar la libertad esa que me habían confiscado en la ciudad la misma en que resultaba ya imposible vivir perdón qué digo sobrevivir y por eso había vuelto a mi casita de campo a la que denominé con el nombre de mi hijita de mi bella hija Valentina con el fin de encerrarme primero a terminar de escribir mis libros también dedicados a mi otro hijo el gran Santiago y luego intentar publicarlos con el anhelo de empezar a recuperarme económicamente para poder llevar una vida digna como todos deseamos en cuanto seres humanos pero no tardé en darme cuenta que estaba no sólo fijándome en el horizonte ese punto que se nos corre a medida que avanzamos hacia él sino que al tiempo me planteaba una de las más inalcanzables utopías si consideramos la calidad de país que tenemos en el que no se respeta la vida humana mejor dicho en el que no se respeta porque como dijo Mayolo seis meses antes de morir Colombia es un país de muertos y en el que la vida es un hecho excepcional aunque más excepcional quizás sea seguir con vida mientras se escribe una historia en la que la mayoría no reparará en lo más mínimo quizás porque lo más mínimo es el sueldo entonces no hay lugar para maricadas para quejas para lamentos sólo para seguir peleando así nada se resuelva pronto ni a mediano plazo ni tal vez nunca pero no importa porque mientras haya vida hay esperanza decía Esperanza delante de todos sus muertos y su marido mientras tanto apenas pensaba en cómo se deshacía de la Esperanza para ir a echarse un polvito por ahí con cualquier otra campesina a la que ya le había puesto el ojo mientras las autoridades empezaban a realizar las exhaustivas investigaciones de siempre para saber por qué en ese día de elecciones habían aparecido tantos cadáveres en la cabecera del municipio vallecaucano que quedaba como por fuera del país de lo lejos que estaba aunque no era que estuviera lejos sino que dada la desidia del gobierno todo parecía no quedar en ninguna parte todo parecía un simple no man’s land un territorio de nadie en el que nadie era el rey porque nadie no es nadie así alguna vez hubiera tenido el atrevimiento de firmar un grafiti en el que afirmaba que nadie es perfecto y lo firmaba él mismo es decir nadie pero a nadie le importaba esto porque al fin y al cabo nadie es nadie y al mismo tiempo es todos de manera que no hay por qué preocuparse con estos detalles semánticos sino más bien poner de nuevo la atención en lo fundamental es decir lo que no hacen los medios jamás ocupados como están no en divulgar noticias sino en encubrirlas para que todo el mundo pueda seguir tranquilo pensando en que estamos en el segundo país más feliz de la tierra y ahora para colmos en el primero así digan que este es el tercer mundo y que ahora vamos para el primero por los caprichos del presidente de turno de presentarnos a la OTAN/OCDE para darle contentillo al pueblo y hacerle creer que estamos en un país poderoso económicamente mientras lo que sucede es que cada día estamos más mal y como prueba de ello bastaría pensar en esos catorce mil niños que han muerto en La Guajira por falta de agua y de comida pero a través de los medios nos dicen que no hay que alarmarse porque lo que nos tiene jodidos no es la injusticia ni el despilfarro ni la corrupción sino el fenómeno del niño cuando la verdad es que el problema es el fenómeno de los niños grandes políticos pero también de los pequeños que mueren en Chocó lo mismo que los indios en Cauca o Putumayo y a nadie le importa que la verdadera razón estribe en el desvío del río Ranchería por cuenta del Gobierno y los políticos y sus socios los paracos así como tampoco importa a nadie que el IVA haya subido al diecinueve por ciento porque entretanto la desgracia mediática es que nuestra reina fue miss universo por tres minutos y luego el negro ese que fue puesto a propósito para que dijera que se había equivocado agregara que qué pena la reina es la de Filipinas ese país tropical asiático que no se sabe si ha tenido más desgracias naturales que desgraciados y naturales hijos de la chingada que lo han gobernado casi peor que los políticos a Colombia así que nada ha pasado ciudadanos a guardar compostura y nada de tirarle tomates ni huevos ni limones al negrito que fue puesto a propósito en vez de un blanquito para así confirmar que los de su color son brutos y estúpidos y casi seres humanos cuando para nadie es un secreto que la peor peste es la alta suciedad blanca la misma que ha armado todas las guerras desde un solo país ese en el que muchos aún tienen la pretensión infundada de poder realizar su sueño pero donde como se ve en ese bello filme titulado Nebraska el campo está tan muerto como si se tratara de cualquier Colombia país que ya no necesita descertificación porque mientras tanto sus políticos lo han convertido en un desierto y al mismo tiempo en un campo abonado para la locomotora energético-minera y para los muertos que brotan silvestres de la tierra en cada remoción de escombros como en La Escombrera, de Medellín, lugar donde está el siniestro record Guinness de la mayor fosa común urbana de la historia de Colombia.
Bogotá, 15 marzo 2016
*(Bogotá, Colombia, 1957) Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. E-mail: [email protected]