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Tango fragmentado

Tango legs, Flickr, dark_mephi
Tango legs, Flickr, dark_mephi

Laura Juliana Muñoz (*)

Corrientes tres cuatro ocho, segundo piso, ascensor,
No hay porteros ni vecinos, adentro coctel de amor.

Podría ser que la vibración del contrabajo le recorriera la piel como no lo hacían las luces del bar y aflorara en una que otra sacudida bajo la blusa sin escote, la falda que caía hasta las rodillas, los interiores color magenta con los que se sentía a salvo de la impotencia, el sostén… sostén no tenía.

Ella, rodeada de parejas danzantes que reconocían por primera vez el un, dos, tres del otro, la manera de ese pibe de dominar el movimiento ajeno, el guiño de la mujer antes de proceder a un gancho por la entrepierna. Ella, también taconeando al pie de un desconocido, escondida en su pecho, esquivando el aliento, retardando las sonrisas. Ella, conectándose sólo con el tango, con la voz de tocadiscos de Gardel, el uruguayo o el francés. Así no se baila el tango, le dirían. Bah, respondería.

En la mesa del fondo, la más alejada de la milonga, un extranjero, tal vez esmerándose como el contrabajo, se aprendía con la mirada a la mujer de la blusa discreta, la falda a las rodillas, las bragas magenta apenas perceptibles a través de la tela, la ausencia del sostén.

Luego vinieron las tragedias sucesivas. Pezones en punta, como quedar en el borde de un abismo y sufrir de vértigo. Cintura para intentar rodear en dos abrazos y un solo tiempo. Espalda de sendero largo, pista de aterrizaje, tronco que ondula una serpiente antes de morder la nuca, sangre que desciende, brisa fría que te congela. Piernas morochas que se acercan al cuello para bailar tango hasta la asfixia placentera. El deber de acomodarse dos o tres veces el cinturón, y un poco más abajo.

El extranjero podría quedarse con la angustia del cuerpo de la mujer en la memoria, llevarse a su soledad todos esos trazos cóncavos y convexos, acariciarlos, estrujarlos. O, más tímidamente, convertirla en una mujer de papel y de tinta, volver a describir su blusa, falda y encaje magenta en cartas de amor que jamás entregaría.

No, eso no. Además, ni sabía hacer poemas. Decidió, mejor, hablarle.

Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida.
Dejándome el alma herida y espina en el corazón.

Qué le diría. Sería como un desconocido más, pero que no sabe bailar tango, sin mano derecha clavada en la espalda, sin sombrero medio inclinado.

Mejor la invitaría a un vino, uno blanco, sencillo, para no alargar la charla entre cepas y terroirs. Le hablaría sobre la orquesta típica que gobierna los boleos de todo el salón, de sus cuatro bandoneones arrabaleros, el par de violines que gimen en sincronía con excepción de alguna nota solitaria que eriza la piel, el piano lento y vago, el contrabajo que se parece a la espalda de Kiki vista por Man Ray.

Luego él pagaría la cuenta. Tomaría de la mano a la mujer sin preguntar. Afuera, lluvia. Se refugiarían bajo un pimiento de aroma picante, aunque al final se haga dulce. Tendrían que estar cerca, muy cerca, lo suficiente para mirar un poco desde el abismo, atrever el primer abrazo, ofrecer abrigo para la espalda que se congela. Pero las nubes darían tregua muy pronto y el único lugar donde seguiría lloviendo sería bajo el árbol. Brincarían nuevamente a otra parte, tomados de la mano sin consentimiento. Ignorarían el anochecer tardío del verano y se irían a la cama.

Y en un par de aleteos, como de mariposario en el vientre, ya habrían pasado más de doce meses de tomarse de la mano, de lanzarse desnudos al abismo. A él le gustaría inventarse un conjunto nuevo de besos a la nuca para despedirse de ella, en pleno duermevela. Ella seguiría llenando la lista de las primeras veces. Esa manía de ser la primera vez. Por qué, se quejaría tiernamente el hombre. Porque aunque no llegué tarde, tardé en llegar, explicaría la mujer.

Pero el hombre no hizo nada de eso. No había hielo para el vino blanco, se excusó. Intentaría captar la atención de la mujer con algo más.

De noche cuando me acuesto, no puedo cerrar la puerta,
Porque dejándola abierta me hago ilusión que volvés.
Siempre traigo bizcochitos pa’ tomar con matecitos
Como si estuvieras vos.

La orquesta típica hizo un receso. Aplausos. Algo de agua, un poco más de licor. La mujer no bailó más. Era la oportunidad.

Habló para él mismo. Sólo le diré que se vaya conmigo, una noche nada más, que deseo inmolarme ante las exquisitas tragedias de su cuerpo. Mejor no tan romántico, tan metafórico. Le diré que me la quiero coger con todas las ganas que se pueda imaginar, que no le preguntaré su nombre, que no hay hielo para el vino.

Entonces, de pronto, ella no sería una mujer de bebidas frías, de charlas para conocerse, de tomarse de la mano y dar brinquitos. Sería, más bien, una suerte de ninfa que también lo deseaba con todas las ganas que se pueda imaginar.

Así llegaría a la lámpara en la mesa de noche a la siniestra de la cama. Es la única luz encendida en aquel cuartito alquilado en el barrio San Telmo. El ventilador yace apagado. Para qué arruinar con su ruido monótono el crujir del colchón, los placeres dichos. Por eso no hay remedio para el sudor, uno que más bien parece pegante. Se prenden las manos, los labios, los pezones, los muslos. Se resbalan a gusto sin perder el contacto para no extrañarse un solo momento. Buscan girar 30 grados, 180, y luego volver al eje inicial.

Caprichosos, los amantes abandonan la cubierta de la cama. Eligen la pared, el suelo, apoyarse entre sí para lograr el equilibrio, casi tumbar la lámpara que proyecta un juego de sombras, un filme erótico que les gusta ver al tiempo que lo crean. Son protagonistas gigantes regados por dos de los cuatro muros, la cortina movida por el viento tibio, el rayo verde neón que se cuela desde el bar. Éxtasis en sincronía. Violines.

Tal vez no lo sepas nunca,
tal vez no lo puedas creer,
¡tal vez te provoque risa
verme tirao a tus pies!

La picardía tardó en llegarle a los labios. El extranjero se había sumergido en la habitación de la lámpara-proyector por una hora, tres minutos, ocho segundos. El último tango, la última copa, la cuenta. Todo estaba por terminar cuando de pronto una voz hizo vibrar sus entrañas, como si fuese él quien pronunciara las palabras de la mujer, la de la blusa, la falda, el encaje interior como ya sabemos.

Vamos a casa cariño. Suficiente tango con el maestro porteño. Si me preguntas prefiero tu ritmo, que la letra de la canción se quiebre en tu cadera. Un lujo de movimiento. Vamos a casa. Me gusta regresar a nuestra rutina y exprimir las naranjas, tres para cada uno preferiblemente. Curar el nuevo cebador, dormir la lluvia, encender la lámpara de tu única mesa de noche, sentir el vértigo in crescente. Vamos a casa.

Él se levantó. Ella se acercó, por fin. Los labios se dieron a los labios y no se extrañaron.

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(*) Colaboradora.

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