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Los colores de un quinteto

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Manuel Dueñas Peluffo (*)

Hay algo enigmático en “Ajayu”, la pieza que bordea la mitad de Pentajuma, el último disco del contrabajista bogotano Juan Manuel Toro. Algo enigmático y a la vez trascendente, como si detrás de esa composición —y de su lenguaje expansivo, devastador— hubiera un devenir, un más allá. Esa postal es tal vez el mejor reflejo de las inquietudes de Toro, un músico joven cuya naturaleza parece estar en asumir riesgos.

Pentajuma es, desde luego, un disco de riesgos. A diferencia de su trabajo al lado de Parsec (el otro proyecto que lidera), Toro propone para su quinteto una música más escrita, más cercana a la idea de partitura, para construir a partir de ahí un campo fértil para la improvisación. Esa tensión —la de improvisar sobre estructuras más o menos formales, más o menos cerradas, más o menos fijas— explica la interacción y el flujo de ideas en el quinteto que lo acompaña. Explica también el fraseo rabioso del saxofonista Plutargo Guío (sobre todo en la notable “Toro Danza”), los acentos del baterista Jorge Sepúlveda y la sobriedad depurada del guitarrista Jaime Andrés Castillo.

Pero explica, además, que esa música pueda cruzar estilos y registros, y trascender la postal literal. Las influencias aparecen de varios modos —y a veces de modos nada usuales— en un disco que fluye a través de límites inexactos: un mundo en el que la cosmogonía indígena de “Bajo Putumayo” es coherente con la alegría de un fandango como “Orito Puyao”. Un mundo o una historia de sentidos. Y la estampa de un formidable compositor que con los años, y al margen de cualquier otra lógica, ha conseguido escaparle muy bien a las etiquetas y los encasillamientos.

En un medio artístico propenso a repetir fórmulas probadas, ese último gesto brilla por su fuerza. Rechazar la zona de confort puede no ser demasiado fácil (y acaso tampoco demasiado aceptable), pero habla bien de la necesidad de ir por otros caminos. Algunos meses después de lanzado el disco, el quinteto mismo representa muy bien esa mutación natural y casi evidente. Hay cambios en la formación (Teto Ocampo reemplazó a Castillo; el saxofonista Pacho Dávila es un miembro permanente) y en el fondo. Aunque la música parece responder a unos mismos principios, es notablemente otra: una artesanía más honda, más granulada, más exquisita.

Más absoluta.  

Y una de las formaciones más interesantes del jazz que se ha hecho en Colombia en los últimos años.

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(*) Periodista de El Espectador.

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