Luis Carlos Muñoz Sarmiento
Cuando me trajo mi mujer a este lugar, jamás me imaginé que no volvería a salir. Pero ya sabes, hijo mío, cuál es el destino final de los viejos. Y no te lo digo como crítica sino como hecho objetivo. Ya sabes que este es un país que tradicionalmente los ha desdeñado, maltratado si no vilipendiado. Ahora bien, lo que aquí te cuento nunca podrá aclararse del todo, pero es de buena fe y con la verdad por sobre todo. Sé que no es fácil hablar sobre la muerte desde ella y sin embargo esto es lo que siento ahora aunque aún no me haya ido. No te desanimes por lo que te pueda contar, ni vayas a dejar llevarte por los nervios ni por la depresión. Cuando le damos forma a un dolor, ella automáticamente nos lleva hacia el alivio, no hacia la derrota. Esta es la ventaja mayor del arte: separarnos de la muerte, pasar por encima de ella. Hacernos sentir que todo, pese a la injusticia, al dolor, a la enfermedad, a la desmesura de los seres humanos, no pasa de ser una anécdota frente a la trascendencia del arte, de la escritura, por ejemplo. Aclaro que nada de lo dicho hasta ahora tiene que ver con quienes manejan este ancianato ubicado aquí en esa augusta villa creada en 1572 con el nombre de Villa de Santa María de Leyva en los solares del colono español Juan Barrera.
Como te decía, mi mujer, que por ironía de la vida se llama también María, aparte de Cecilia, como quizás sabes toda vez que también es tu mamá, decidió un día traerme desde Bogotá contra la oposición de tus hermanos y en especial de uno y recluirme aquí en la Villa, como me gusta decirle. Como habrás notado, no doy nombres para no herir susceptibilidades pero tampoco lo hago porque esta es una historia que se repite en muchas familias a lo largo del tiempo. ¿La razón? No la sé, honestamente. Sólo escuché alguna vez que todo se debió a una bofetada que le di a una de tus hermanas y ella se lo contó a tu madre, quien creyó que la mejor forma de cortar por lo sano era trayéndome acá. Y yo estuve de acuerdo. El problema es que todo fue convirtiéndose en un infierno desde que trajeron a un psiquiatra que comenzó a experimentar con droga propia de su profesión. En particular con una que llaman Epamín.Cada vez que me la iba a dar y no te rías que es en serio, yo le respondía: ¡Epa, y, por qué a mín! Entonces, aunque se llame de otra forma yo le digo Epamín. En realidad, era Sibutramina y yo le decía al médico, de origen argentino: “Che, y en vez de a un hombre, ¿por qué no se la da a otra mina?”, pero el chiste no le causaba gracia al galeno, que en realidad era peruano.
Como a la cuarta o a la sexta ocasión que me la fue a dar, surgieron los problemas. Todo ello por mi orgullo. Y es que la Sibutramina es un fármaco anorexígeno para tratar la obesidad y yo me preguntaba qué obesidad podría sufrir si la única forma de no elevarme cuando hacía un viento como de cometas, era echarme un ladrillo en cada bolsillo o cuando iban a pesarme, para no parecer tan liviano, me echaba unos cuantos cubiertos también a los bolsillos pero, eso sí, no para robármelos, eso jamás: era sólo para dar una buena impresión a propios y a extraños. Pues resulta, hijo, que ante estas cosas no todo el mundo piensa igual, entonces no los monjes franciscanos que cuidan del lugar sino todos aquéllos que hacían caridad con nosotros comenzaron, por efecto del rumor, a creer que, en efecto, yo era un ladrón. Tan pronto el administrador del ancianato supo sobre mis “pilatunas” (a los viejos siempre se les trata como si fueran niños, pero no como si fueran niños), me mandó a llamar a su despacho. Entré, saludé, no me contestó. Lo único que hizo fue, sin dilación, tratar de chuzarme con un anestésico o con un sedante, ya no recuerdo, para luego embutirme la dichosa Sibutramina. Así que cuando fui a reaccionar, con todas mis fuerzas, el Admi llamó a otras dos personas: no, no eran monjes franciscanos, hijo; además, es probable que, en ese caso, nada hubiera pasado. En su lugar, vinieron dos guaimarones, así de grandes, como diría Rulfo, y trataron de someterme. Pero, como ya estaba acostumbrado a estas lides, los recibí a cada uno con un trompadón. La cosa tuvo sus secuelas. Unos cuantos dientes cayeron al piso, otros cuantos morados se dibujaron en sus caras y en sus piernas y unas tantas sandeces volaron por los aires, por lo que pronto llegó la policía, con la que jamás he logrado entenderme y los uniformados mucho menos conmigo.
Yo sólo pensé que estaba haciendo justicia. No sólo por mí, sino por todos los viejos de este país. Pero me dio la impresión de que ellos no creían en causas nobles y de que, además, todo aquél que luche por la justicia, por el bien general, termina siendo ajusticiado. En efecto, cuando la policía huyó, como el criminal, sin que nadie lo persiga, poco después fui sometido por el triunvirato romano trasladado a la Villa. Me pusieron su camisa de fuerza, porque mía no era, me arrastraron como si de un arado sobre la tierra se tratara y me dieron una sobredosis de Sibutramina, obvio, sin mi consentimiento. Que fue lo que más me dolió. Porque a mí siempre se me consultó todo, en especial lo que me hacía daño. Y si no, hijo, pregúntale a tu mamá… la que decidió para que me trajeran acá a este ancianato en el que se cocina la historia de mi muerte. Porque aunque no lo pudiera creer, la veo venir de frente y sin vacilaciones. Lamento, mucho, eso sí, no haberme enterado a tiempo que tú muchas veces quisiste venir a visitarme y que no te dejaron entrar. Cuando me contaron, esto tampoco lo podía creer pues estoy convencido de que los únicos monjes que no están en la lista negra de comportamientos non sanctos son los franciscanos. Los demás son una plaga de pederastas y misántropos, aparte de misóginos, que no se los imagina nadie en las hordas romanas, ni en las nazistas ni, siquiera, en las uribe-zuluaguistas.
Sólo me resta decirte que el verdadero problema surgió porque la Sibutramina es una droga cuya comercialización fue suspendida hace tiempo en los Estados Unidos, pero aquí en Colombia no. Esto sería lo de menos si no fuera porque, además, la susodicha droga se suspendió allí por sus nocivos efectos cardiovasculares. Y, la verdad, hijo mío, empiezo a sentirme, en los momentos en que ahora escribo, muy mal del corazón, así que no esperes buenas noticias. Pero tampoco te dejes llevar por los nervios, la tristeza o la depresión. Recuerda siempre que aun de las nubes más negras, siempre cae agua limpia y fecundante. Este es mi último deseo, a la vez mi último suspiro. Dale, de mi parte, muchos recuerdos a tus hermanos y a tus hermanas, lo mismo que a Benitín.
Y a tu mamá dile que la perdono por haberme traído a este lugar. Los monjes son una maravilla y siempre lo serán, máxime cuando les toca aguantar tanta hambre, y no se quejan en lo más mínimo, por las pocas contribuciones que hacen los lugareños para la conservación del ancianato, al que ahora han dado en llamar con un mote que doblega. Y ya noto que es en serio, porque los monjes no ven bien las cosas, todo se les cae de las manos, tiemblan sin que haya temblado, se caen al piso aunque nadie los toque… Pero, la verdad, yo soy el que no está viendo muy bien las cosas y ya desde hace una semana no pruebo bocado alguno, he caído en la red sin huecos de la tristeza, he renunciado a la ayuda de Onán. A todas estas, ¿con qué fuerzas y además dopado? Por tales razones, entre otras, he pensado organizar, no te rías que es en serio, una huelga de estómagos caídos, pero el mío, por sólo poner un mal ejemplo, está más liso y estirado que la cara de ese corrupto italiano al que un feligrés le estrelló una virgen en el pómulo ultra-derecho. Fuera de eso, ya nadie cree en la huelga como modo de coerción, así que de paso estoy al borde de un ataque de nervios, sólo que aquí no se trata de una película. Pero, eso sí, de la depresión no me dejo coger ni por el carajo como dicen las monjitas de la Villa cuando ven pasar a los franciscanos y piensan que no cederán un ápice al furor uterino. Perdona mi insistencia, pero aquí no se ha cocinado otra cosa que la historia de mi muerte. Pero, lo importante, hijo, no es esto sino que sepas extraer lo mejor de esta experiencia para que, en un futuro, y ojalá esté lejano o nunca llegue, no te dejes llevar por tu mujer a ningún ancianato, menos si lo llaman La última ración.
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Como relata mi padre, el fin de su vida nunca podrá aclararse del todo. Mamá, por ejemplo, dice que cuando la llamaron para avisarle de su deceso, el médico del ancianato sostuvo que había muerto a causa de una diabetes, tal vez aprovechándose de una conversación que tuvieron los dos acerca de antecedentes de morbilidad en su familia y por lo que algún tío había muerto de la enfermedad dulce… sin mencionar por ninguna parte la Sibutramina, menos el Epamín ni tampoco los excesos de fuerza con él. Yo, por mi parte, he logrado atar ciertos cabos: los problemas que en apariencia mi papá tenía con el corazón, los tenía en realidad con la cabeza. Mejor dicho, no eran problemas, era exceso de lucidez que todo el mundo confundía con simple orgullo. Y sí, él era presa del orgullo, pero no de la vanidad que es la parte nociva del orgullo. Lo que para mí ocurrió fue que mi papá jamás pudo soportar que otros decidieran por él, máxime tratándose de salud y de un viejo, en un país en el que la salud hoy es una cuestión de paracos antes que de médicos. Poco después por la misma vía mi madre dejó este mundo sólo que no por causa de los médicos sino por su versión mono, los enfermeros, en el ya muy conocido paseo de la muerte; así, qué ironía, había caído en manos de los que ella había buscado, con nobles intenciones, para mi padre. Eso sí, aunque cueste reconocerlo, a los médicos les están pagando muy mal; como ellos, todo hay que decirlo, le pagaron a papá, a mamá… y espero que no a mí. Desde ya están al margen en mi mapa de salud. Así como la salud está al margen en el mapa de Colombia.