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El Enigma de los Libros Plúmbeos

pergamino_de_chinon1Andrea Cadelo

Trabajando en la demolición de la Torre Vieja o Torre Turpiana, tal y como se conocía el minarete de la antigua mezquita de Granada, para poder edificar la tercera nave de la nueva catedral cristiana, dos obreros se encontraron una caja de plomo que contenía un hueso, un paño triangular y un pergamino. Era el 18 de marzo de 1588, día de San Gabriel.  Los hallazgos, especialmente el pergamino, generaron un súbito interés y gran expectación entre cristianos y los así llamados ‘moriscos’, musulmanes forzados a convertirse al cristianismo, que por entonces, poblaban Granada.

El pergamino era un extraño documento, de estructura compleja, que contenía dos cuadrados ajedrezados de diverso tamaño. Caracteres latinos, escritos de manera alternada con tinta negra y roja, ocupaban casi todas las casillas del primero, salvo alguna excepción en las que aparecían caracteres griegos. Palabras aparentemente árabes, ocupaban las casillas del segundo cuadrado, que era más pequeño y estaba ubicado debajo del primero. Dispuestos alrededor de los cuadrados había textos en tres lenguas: árabe, latín y castellano.

Las traducciones del pergamino estuvieron a cargo de los eruditos, médicos y traductores de origen morisco, ampliamente conocedores del árabe y otras lenguas, Miguel de Luna y Alonso del Castillo. Ambos, oriundos de Granada, hijos de moriscos y muy cercanos al establecimiento político y religioso del momento. Intermediadores entre moriscos rebeldes y cristianos en la Guerra de las Alpujarras (1568-1570), traductores de la Inquisición y de la corte y, no obstante su ascendencia morisca, reconocidos como cristianos devotos.

De acuerdo con Luna y Castillo, el contenido del pergamino era el siguiente: el texto latino versaba luz sobre la factura del documento mismo y sobre el significado de las otras reliquias halladas. En este texto, su autor, un sacerdote llamado Patricio, afirmaba que San Cecilio, antes de recibir el martirio, le había entregado un pergamino que contenía una profecía de San Juan sobre el fin del mundo, el lienzo con el que María se había enjuagado las lágrimas, tras la Crucifixión, y un hueso perteneciente a San Esteban mártir. Patricio, cuya misión era proteger las reliquias de la profanación de los moros, habría añadido posteriormente el texto latino al pergamino recibido.

Los textos árabes y castellanos correspondían a las traducciones que supuestamente Cecilio habría realizado de la profecía de San Juan Evangelista, escrita originalmente en hebreo y traducida al griego por Dionisio Areopagita. La firma, de puño y letra de Cecilio, quien además se auto-describía como el primer obispo de Granada, era muy clara en el documento. Igualmente clara era la referencia a unos ‘cristianos arábigos’ que habitaban España en el siglo 1 D.C.

Siete años después, una mañana de 1595, en la colina de Valparaíso, más conocida como el Sacromonte, a las afueras de Granada, Sebastián López creyó hallar una inscripción correspondiente a la de una antigua mina de oro que se remontaba a la época del último rey visigodo, Don Rodrigo. De acuerdo con las leyendas que en siglo XVI circulaban, el susodicho rey habría escondido un tesoro en una colina próxima a Granada, previo a ser derrotado, en el 711 d.C., por las tropas del general bereber Tariq Ibn Ziyad, cuya victoria marcaría el fin del dominio visigodo y el establecimiento de la civilización de Al-Andalus en la península ibérica. A su vez, esta última, llegaría a su fin, el 2 de enero de 1492, cuando el último dirigente musulmán de Granada, Boabdil, hiciera entrega de las llaves de la ciudad, a los reyes católicos, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Con la rendición del último enclave musulmán de la península, se sellaría la así llamada ‘reconquista’ española; una reconquista algo curiosa, pues tal y como José Ortega y Gasset alguna vez señalara, ‘una reconquista de ocho siglos no es una reconquista’.

En todo caso, no fue oro lo que López encontró en la mina que excavaba,  junto a otros cazadores de tesoros, desde finales de 1594. Más bien lo que halló fue una lámina de plomo con extraños caracteres, que contenía un pequeño texto alusivo a Mesitón, mártir en tiempos de Nerón.

Posteriores excavaciones, bajo la supervisión del arzobispo de Granada, Don Pedro de Castro, conducirían al hallazgo de otras láminas semejantes, a las cenizas de San Hisicio, discípulo del apóstol Santiago, y al descubrimiento de unos artefactos muy singulares: los Libros Plúmbeos. En sucesivas excavaciones, a lo largo de cinco años, llegarían a desenterrarse alrededor de 18 o 19 libros, cuyos volúmenes estaban conformados por una serie de placas circulares, amarradas con un cordel de plomo y protegidas con portadas también de plomo. Estaban escritos con caracteres árabes muy extraños y, así mismo, contenían algún texto latino.

No todos los Plomos del Sacromonte, como también se conocen, recibirían la misma atención; dos o tres no se conservarían y alguno que nunca logró descifrarse, se conoce como Libro Mudo. Sin duda, los más importantes y de mayor divulgación fueron los dos primeros, titulados Fundamentum Ecclesiae y Liber de Essentia Dei.

Nuevamente, los moriscos, Castillo y Luna, fueron llamados a realizar traducciones independientes sobre estos curiosos libros, cuyo desciframiento requería de una erudición fuera de lo común. Sus versiones coincidieron en líneas generales. Los libros habían sido escritos en un árabe muy antiguo, con una grafía prácticamente desconocida, anterior al Corán y llamada salomónica. Sus autores eran dos santos árabes convertidos al cristianismo, Cecilio y Tesifón, llegados a la península en un momento muy temprano de evangelización cristiana, tal y como podía comprobarse por los restos humanos encontrados con los libros.

Los Plúmbeos tocaban temas como la presencia de Santiago apóstol en España y el inmaculismo de María, ambos, centrales para el cristianismo de la época y objeto de fuerte debate teológico en la España del siglo XVI. Adicionalmente, en uno de los libros podía leerse lo siguiente: ‘los árabes son una de las más excelentes gentes, y su lengua es una de las más excelentes lenguas. Eligiólos Dios para ayudar su ley en el último tiempo después de haberle sido grandísimos enemigos.’

Desde el comienzo, una fuerte ambivalencia caracterizó la recepción de los hallazgos, tanto del Pergamino de la Turpiana como de los Libros Plúmbeos. Por una lado, su descubrimiento se celebró con fuegos artificiales y campanazos que resonaron desde la Alhambra hasta el Albaicín. Por el otro, desde muy temprano, empezaron a circular rumores acerca del carácter espúreo de estos artefactos. El hecho de que la autoría de ambos residiera en manos de ‘cristianos arábigos’, distintos de los moros, residentes en la península ibérica en tiempos de Nerón, cuando los árabes no arribarían sino hasta el siglo VIII con Tariq, suscitaban serias dudas acerca de su veracidad. Igualmente extraño resultaba el hecho de que un santo escribiera tanto en árabe como en castellano, cuando este último ni siquiera se había formado. Sin embargo, tan provechoso para cristianos como musulmanes, era el campo semántico que el Pergamino, las reliquias y los Plomos abrían, que su descalificación, al menos de manera tajante,  resultaba inviable.

De acuerdo con los arabistas españoles, García-Arenal y Rodríguez-Mediano,  para los cristianos, los hallazgos permitían defender una presencia antiquísima del cristianismo en Granada, una ciudad, que hasta hace apenas un siglo había sido islámica. Así mismo, aportaban una prueba documental de lo que hasta entonces era sólo leyenda, a saber, que San Cecilio, discípulo de Santiago, había sido el primer obispo de Granada.

De ahí, que el arzobispo, estuviera tan interesado en corroborar la autenticidad de los hallazgos. Para los moriscos, la propuesta de una genealogía de la presencia árabe en la península, no sólo anterior al Islam, (teniendo en cuenta que como fe, ésta surgiría sólo hasta el siglo VI, con el nacimiento de Mahoma), sino desvinculada a él e íntimamente relacionada con el cristianismo, podría contribuir a que los cristianos los percibieran de manera más benévola y a legitimar su derecho de permanencia. En definitiva, el Vaticano presionó para trasladar los objetos a Roma e investigar la situación más a fondo. Finalmente, en 1682, declaró auténticas las reliquias de los santos y condenó el Pergamino y los Libros como herejías islámicas.

Sin duda, los artefactos que aparentaban ser del siglo I D.C., fueron fabricados en el siglo XVI. La pregunta es entonces ¿quienes los fabricaron y para qué? Investigaciones recientes en la materia, entre ellas, la de los arabistas ya mencionados y la de Elizabeth Drayson, señalan a los traductores moriscos, especialmente a Luna, como autores del fraude. Así mismo, apuntan a la necesidad de entender el fraude como una respuesta morisca al esfuerzo, por parte de las nuevas autoridades políticas cristianas, de erradicar cualquier traza de alteridad religiosa. Es ésta, la misma tesis que plantea el único documental que hasta la fecha se ha realizado sobre el tema, ‘El Enigma de los Libros Plúmbeos’ (2012), del cineasta español, afincado en Granada, Óscar Berdullas Pomares.

Vale la pena explicitar, entonces, cuál era la situación de los moriscos en la España del siglo XVI para comprender mejor los móviles del fraude.  Si bien hasta 1500 se había respetado el espíritu de tolerancia consignado en las capitulaciones que el último dirigente musulmán y los reyes católicos habían firmado, a partir del Real Decreto de febrero de 1502, todo cambió.

De acuerdo con dicho decreto, estaba prohibido ser musulmán y todos los habitantes de territorios castellanos tenían que convertirse al cristianismo. A partir de ahí, los musulmanes peninsulares, dejaron de ser mudéjares y se convirtieron en moriscos. Mientras los primeros podían conservar su fe y prácticas culturales, pese a estar sujetos a una autoridad cristiana, los segundos, se vieron obligados a ser cripto-musulmanes, moldeando una identidad sin precedentes, diferente a la de cualquier comunidad musulmana ortodoxa. Formalmente eran cristianos, pero en privado y en secreto, musulmanes.

Un año antes, en 1501, los musulmanes habían presenciado un acto terrorífico: la quema, en la Plaza de Bibarrambla, de todos los libros y manuscritos en árabe que el cardenal Francisco Ximénez de Cisneros y sus colaboradores habían logrado encontrar. Hacia 1560, Granada, se había convertido en un lugar de pánico para los moriscos. Expropiaciones de tierra y vigilancia constante por parte de la Inquisición de cualquier práctica sospechosa, que denotara falsedad en la aculturación musulmana, estaban a la orden del día. Y otras medidas, encaminadas a borrar cualquier traza del Islam en la península, no se hicieron esperar. Se prohibió el uso del árabe tanto escrito como hablado, del traje y la moda musulmana, de los  baños, de la henna para pintarse el pelo y las manos. Hasta comer couscous quedó prohibido.

Pero, como bien explicara Foucault, ‘donde hay poder, hay resistencia’. Y los moriscos resistieron. Resistieron en la doble vida que llevaron. Resistieron, inventando, justo tras la prohibición del árabe, un lenguaje, llamado aljamía, que era español escrito en caracteres árabes. Resistieron en la Guerra de las Alpujarras, en la que fueron derrotados por las tropas de Don Juan de Austria. Resistieron, ideando el Pergamino de la Turpiana y los Libros Plúmbeos.

Y sí, los moriscos fueron expulsados de España, en septiembre de 1609, por decreto del Rey Felipe III. Sin embargo, en Granada, uno de los mayores centros turísticos de España, la impronta árabe está por doquier. Desde la Alhambra, cuyo esplendor empequeñece las palabras que intentan capturar su belleza, hasta el barrio del Albaicín, repleto de teterías, comida árabe y letreros augurando un feliz Ramadán.

Los moriscos fueron expulsados, sí, pero ‘Los plomos’, regresaron a Granada, 400 años después de su partida, el 28 de junio del 2000, y desde entonces, reposan en la abadía del Sacromonte, custodiados en el Archivo Secreto de las Cuatro Llaves. A propósito del regreso de ‘Los Plomos’, el Papa Benedicto XVI afirmó: ‘hemos restituido un tesoro histórico de la humanidad, y sobre todo de la diócesis de Granada.

San Cecilio fue el primer obispo de Granada y uno de los siete acompañantes de Santiago, evangelizador y patrón de España’. Los moriscos fueron expulsados, sí, pero cada vez que en español expresamos un deseo, pagamos un tributo tácito a Alá. Ojalá.

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