Fernando Araújo Vélez *
La suya, individual, única, pausada, constante y cruel, fue, de alguna manera, la venganza de todo Brasil contra un hombre negro al que culparon de una tragedia que provocó suicidios, intentos de asesinato, depresiones eternas y culpas.
Alguna vez, 40 años después de los sucesos del 16 de julio de 1950, Moacyr Barbosa dijo que a un criminal le daban como máxima pena 30 años y a él, por un supuesto error, lo habían condenado toda su vida a la ignominia. Barbosa fue el arquero de Brasil en la final de la Copa del Mundo del 50, una especie de dios negro al que adoraban y veneraban por donde pasaba. Lo culparon de la derrota más triste y larga de la historia del fútbol. Lo persiguieron, insultaron y crucificaron. Lo escupieron, y durante años y años lo evitaron porque, decían, era la personificación de la mala suerte, un hombre maldito.
Hubo cientos de miles que quisieron vengarse de él. Uno, Claudio Farrel, lo persiguió por casi medio siglo, barrio tras barrio, ciudad tras ciudad. Lo siguió, cargado con los recortes de los diarios del 17 de julio en los que Barbosa se veía derrotado, la pelota en la red, los espectadores del Maracaná a lo lejos, atónitos. “Llegué a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro del arco, un frío paralizante recorrió todo mi cuerpo y sentí de inmediato la mirada de todo el estadio sobre mí”, recordaría con el tiempo Barbosa. Hablaba del último gol, el de Alcides Gigghia, el del 2-1 de la victoria uruguaya: una puñalada al Maracaná, una cuchillada a Río de Janeiro y un hachazo a Brasil.
Su equipo, dijeron, dirían, comenzó a jugar la final del 50 cargado de tensiones. Obdulio Varela, el capitán uruguayo, se encargó de multiplicarlas. Los conversaba, les recordaba antiguas derrotas, les decía que no podrían con tantos nervios. El primer tiempo terminó cero por cero. En el segundo, Brasil encontró un gol temprano que debía relajarla, pero Varela, de nuevo, manejó el partido a su antojo. Tomó la pelota con las manos, se la guardó contra sí, le protestó el árbitro, demoró la reanudación y les dijo a sus compañeros que los brasileños estaban muertos. “Y los de afuera son de palo”, les repitió a sus compañeros, como antes de que comenzara el juego, cuando un directivo le susurró que con menos de cuatro en contra estaban cumplidos. Entonces el “Negro jefe”, hombre de los arrabales, de luchas sociales, reunió a su equipo y comentó que sólo cumplirían si salían campeones. “Los de afuera son de palo”, dijo.
Luego de la victoria Varela se fue a caminar por Río de Janeiro. Se metió en un bar. Vio llorar a tanta gente que sintió compasión, deseos de devolver la historia. Poco antes de morir confesaría que le hubiera gustado devolver la medalla ganada en el 50. “Los directivos nos utilizaron”, sentenciaría. Fue a él a quien le dieron la copa Jules Rimet, casi a escondidas, en un pasillo del Maracaná, porque el silencio y el dolor de los brasileños eran infinitos. Fue a él a quien abrazaron los derrotados y fue a él a quien la historia volvió inmortal, gloriosamente inmortal. Barbosa fue su contracara. Durante sus últimos años trabajó como cuidador del césped del Maracaná. Alguien reveló que se llevó a su casa los arcos que habían instalado antes del Mundial del 50. Habrá recordado, habrá maldecido, llorado, insultado. Tiempo después, 98, quiso ir a un entrenamiento de Brasil, pero Ronaldo y Kaká, Ronaldhino y Cafú se opusieron. Barbosa era un ave de mal agüero, murmuraron, dándole la espalda. Barbosa falleció dos años más tarde, en abril de 2000. Por fin descansaba en paz.
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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online. Tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos del periódico El Espectador.