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Donde termina mi nombre (Séptima entrega)

* El Magazín publica la séptima entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.

Aviso importante: Una vez finalizada la publicación de Donde termina mi nombre, tendremos disponible el archivo en pdf para descargarla. Por lo pronto, a la derecha de El Magazín, con la imagen de la novela, los lectores podrán encontrar todos los capítulos que se han publicado.

Donde termina mi nombre

(Capítulos 13, 14 y 15)

Donde termina mi nombre imagen oficial

Patricia Stillger

13

Volvíamos. En otras circunstancias esa fina lluvia chorreándome por cada ángulo del cuerpo hubiera desatado en mí un pésimo humor. Pero la noche caliente agradecía esa mezcla de transpiración y agua de mar y agua dulce limpiándome en cada gota. Contrariamente a mi memoria de la lluvia en el desierto, tan brutal, generada en el apuro de un cielo que se pone negro y que tira el agua como quien tira un lastre; aquí se enjugaba suavemente en la pendiente de los troncos de las tecas, los bananos y las palmeras.

Llegando al llano decidí ofrecerle a mi compañero una ducha tibia y una toalla blanca. Dejamos las bicicletas donde el Chino y caminamos hasta el hotel.

Subimos las escaleras dejando huellas de barro aunque llevábamos las zapatillas en la mano.

Me duraba la placidez y decidí no abandonarla, a pesar de los efectos posteriores que seguramente tendría. Armando me lo había advertido, pero decidí que eso no iba a pasarme. Llámenlo suerte de principiante, pero esa era mi voluntad.

A esa altura, mejor dicho, en ese lugar, la gente no se asombra de muchas cosas y la dueña del hotel, una holandesa rubicunda sólo miró el barro con desaprobación ante nuestra entrada furtiva y sexualmente equívoca.

Abrí la puerta y casi me arrepiento. Me sentía un invasor, un voyeur, aunque se trataba de mi propio espacio. Vi y Armando también vio a las tres mujeres durmiendo en un ovillo de carne muy roja y muy blanca que respiraba en síncopa; una entrecortaba el ritmo de la otra y sin embargo acompasada. Había botellas vacías por todas partes, ceniceros repletos de colillas y ropa que colgaba de todos los objetos como si hubiera corrido un ventarrón.

Armando dejó caer su cuello un poco sobre su hombro derecho como cuando los perros se sienten desorientados ante un sonido nuevo, tratando de encontrar un orden en la figura y en la música.

Me vinieron ganas de mirar sin culpa. Me quedé haciéndolo, totalmente curado por un estado hipnótico.

Se veían hermosas entre el vaho a alcohol que el ventanal abierto no había podido desalojar totalmente. Se veían hermosas, satisfechas, autosuficientes. Había brillo en sus ojos cerrados. Ninguna, consciente de su belleza, la mejor manera de las mujeres de ser bellas. Sin pudores, desnudas, sin exhibicionismos las que son bellas despiertas. Hasta Pilar y Amparo deslumbraban en el esplendor ibérico de sus bozos y en el exceso de sus caderas; todas en el contraste de sol y sombra en sus cuerpos hechos por la luz y hechos en la penumbra de la habitación apenas iluminada por un velador tapado con un pareo anaranjado.

Había un orden en el enredo de piernas y brazos y pelo. Había un sueño que no terminaba de ser plácido, pero sí una dormidera inconclusa, como de no haber llegado al final del juego todavía.

En algún momento que no registré, Armando había pasado  al baño y en ese momento salió de la ducha con una toalla amarrada a su cintura y me hizo el gesto de lanzarse sobre ellas como quien se lanza al agua. Nos reímos en silencio. Me bañé yo y ahora le tocaba mirar a él.

Salimos como dos ladrones en puntillas. Amparo levantó un poco su cabeza y se quedó mirándome. Yo le devolví una sonrisa plena y nos fuimos.

Me dejé guiar por Armando sin hacer preguntas. Confiado a él como un niño que obedece el derrotero que otros eligen sabiamente para él.

A la mañana siguiente me desperté en una hamaca en la galería del primer piso de un alojamiento incierto. Me acordaba de haber tomado demasiado ron. Mi cabeza también.

 A mi lado, pasaban  gringos y gringas muy jóvenes con toalla, cepillos de dientes, cuadernos y tablas de surf. Todos me saludaban con un –Buenos días profe- de lo más deferente.

Armando me llevó a un gran comedor, un tinglado, con paredes que no sobrepasaban el metro cincuenta de alto. El resto eran ventanales inmensos sin vidrio y con cortinas amarradas que imaginé para tapar el sol cuando fuera necesario. Nos sirvieron café, pan casero, manteca y miel, además de trozos de piña que yo no podía parar de comer. Cada uno levantaba y lavaba su propia vajilla, pero a mí no me lo permitieron. Armando sonreía y yo también. Pocas veces me había pasado en mi vida relajarme ante lo incierto, pero esa mañana lo disfrutaba.

En un momento, algunos se fueron y otros entraron con sus cuadernos, sus bermudas y sus hawaianas y se sentaron. Otro, trajo una pizarra, marcadores y se sentaron con el murmullo que indica que algo está por comenzar. Armando desde la puerta, me dedicó todos sus dientes y un saludo militar. El profesor era yo. El de esa clase. Por eso el alojamiento, el desayuno. Armando era un tipo de recursos que yo ni siquiera imaginaba.

No carraspeé. Les dije que sacaran el mesón y que se sentaran en semicírculo. No iba a exponerme a escribir en la pizarra. La gramática no es mi fuerte y no arriesgaría un paradigma verbal ni en la fragilidad de mi memoria.

En un momento pasó algo así como un supervisor. Se quedó mirándome. Hizo como que me recordaba y se retiró haciéndome un gesto de cederme el alumnado.

Brevemente recordé a Milton, brevemente a Borges y obtuve el tema de la clase de conversación.

Les pregunté si conocían El jardín de las Delicias de El Bosco. Silencio. Les pregunté si conocían La Expulsión del Paraíso de Masaccio. Silencio. Yo tampoco me acordaba de otros ejemplos de la pintura. Silencio. Con veinticinco años más en mi cara que en las de ellos asumí que no debería ser tanta la diferencia libresca y al mismo tiempo me volví indulgente; qué irían a saber de paraísos perdidos, si estaban habitando, descubriendo ése.

Mi envidia fue tal, que urdí un poco más dolorosa, una venganza.

Quiero que cada uno de ustedes me cuente alguna situación ideal, idílica, placentera que sientan que ya no la tienen más, que la han perdido. Algo que crean que han perdido para siempre.

Me sorprendió el esfuerzo que cada uno hizo por expresarse en una lengua extranjera y el éxito con que lo hicieron.

Estaban allí por un programa de aprendizaje del español por un mes. Con tantas tentaciones, tanta selva y tanta playa, esos chicos y chicas se sentaban a perder una mañana; una mañana en ese Paraíso a tartamudear en un acento imposible de conseguir.

Me sorprendieron también sus pérdidas; personas, lugares, amistades. Una muchachita pelirroja y muy pecosa, me contó de un pequeño lago cerca de  su pueblo donde ella iba a bañarse con sus amigos en el verano. Con el tiempo, lograron contaminar el lago de tal manera, que los árboles se secaron y el agua se volvió oscura y densa.

– Pensé que ustedes sólo se dedicaban a destruir el Tercer Mundo- y me arrepentí inmediatamente por lo gratuito de la agresión. Sin embargo, nadie se sintió tocado ni ofendido. Por el contrario, un muchachote de casi dos metros me contó cómo habían destruido su pueblito en Colorado, construyendo un émulo de Aspen en chiquito y corrompiendo la ley natural de los oficios. Hoy todos trabajaban en función del complejo y se había roto un equilibrio preexistente, además de varias hectáreas de bosque y la migración de especies silvestres y de hombres y mujeres que no encajaban en el nuevo modelo de pueblo turístico. En un esfuerzo final agregó:

– No te sorprendas, profe, somos depredators.

-Depredadores- aclaré.

– Sí, de todo y de turístico también- No lo corregí porque todos asintieron con una sonrisa. Mi meta de esa clase era comunicarnos y todos habíamos entendido.

El depredador y la coloradita no perdían la oportunidad de hacerse arrumacos todo el tiempo. A lo yanqui, discretos, pero sin pausa. Repartidos los pocos calzados por todos los rincones, sus pies se tocaban y sus dedos danzaban desiguales pero acompasados por una música que sólo ellos dos sabían o escuchaban.

Los pies eran algo que yo jamás había conocido –en sentido bíblico- en una mujer. Existen tantas cosas que uno sabe desde siempre, de antemano que no van a hacerse y tantas otras para las que ya es demasiado tarde. Hay destinos blindados. Aunque la cifra sea mínima. ¿Qué diferencia hay acaso en unos pies? Todos los que los tenemos. Nos aferramos firmes al suelo para que el golpe no nos eche al ruedo. ¿Y si rodamos? ¿Y si rodamos y no podemos volver? ¿Y si nos gustara no volver? ¿Cuál lugar? ¿Hay que responder esa pregunta? ¿Cada pregunta?

Era el turno de un ruludo de pestañas absolutamente blancas.

Yo no perdí mi abuela ni un lugar en la geografía. Yo me lanzaba de una plataforma- adiviné un trampolín- cuando era chico. Había una sensación en la caída y cuando mi cabeza era lo primero que tocaba el agua.- Hizo un silencio- Ahora no lo puedo hacer más. He perdido al tigre adentro mío. He perdido el coraje.

 Sonreí complacido. Cada uno de ellos había nombrado algo que yo también había perdido, pero me quedaron dando vueltas el Tigre y el Coraje como dos  nuevos compañeros instalados sin permiso, sin avistarlos primero, sin que veinticinco años de más sirvieran para algo. Sin saber que un mocoso podía enseñarme lo obvio. Sin más soledad que la mía para afrontar esos y otros dones perdidos.

14

Terminada la clase, aún tenía tiempo de llegar a mi cita en el Ayuntamiento. Supongo ahora, que todavía estaba bajo algún efecto del ácido, pero no habíamos vuelto a mencionar ese tema, ni el del hallazgo de las tres mujeres en la cama. En cambio, le contaba de muy buen humor mi clase de español a Armando. Aunque en la charla omití algunas conclusiones personales. O las omití porque no tenía ninguna.

Un edificio de principio del siglo XX, muy mal mantenido, enfrente de la plaza principal albergaba la Alcaldía de Bocas del Toro en Isla Colón. En la isla, las calles tienen números. Eso en algunas, en otras, nombres a los que nadie hace caso. Toman como referencia los hoteles, el muelle de atraco del ferry y lo que muchas veces es muy poco orientativo: el tiempo. Quince minutos caminando desde el hotel doblando en la primera esquina y todo derecho. ¿Caminando quién? ¿A buen paso? Son siempre quince minutos. En bicicleta, hasta Bocas del Drago, desde el hotel a la Alcaldía, caminando. Ya no preguntaba el tiempo, aunque me siguiera en secreto, cada vez que miraba el reloj.

Llegamos a la Alcaldía, donde nos daría  la bienvenida y  una oficina don Gilberto Atencio Berube, el alcalde. En el rellano del edificio ya había un hombre, que por su vestimenta y rasgos físicos adiviné un cargo de segunda línea de la Embajada alemana. Nadie usa pantalones de vestir y camisa blanca en isla Colón. Nadie con poco pelo y algo grasiento, nariz de poros grandes y rojos y anteojos, ostenta un alto cargo en las embajadas. Nos miramos un tanto incómodos. Todavía no era la hora.

En unos minutos llegó el oficial investigador Eligio Bordas al que no conocía, pero que confundí con aquél que ya había conocido la primera vez en el cementerio. Aprovechamos para aclarar la situación y recordar en voz alta nuestros nombres y dárselos a conocer al alemán que, aunque atento a nosotros y a lo que hacíamos, apenas si nos saludó con la cabeza.

Armando se había sentado en el alféizar de una ventana y fumaba distraído.

Finalmente apareció el experto en arqueología forense, el doctor Juan Miguel Binns, un hombre afable, conocido de Bordas, al que me presentó inmediatamente.

– No creo que debamos esperar al alcalde- apuró Binns y se dirigió al alemán, quien le devolvió una mueca y se presentó como Reinhold Schultze.

Así fue que entramos. Miré a Armando que entendió que tenía que quedarse afuera. Tomamos una sala vacía. Nadie se acercó para preguntarnos nada y cerramos la puerta.

Schultze tomó la palabra y fue muy claro. Explicó cuáles eran los objetivos y la injerencia de la Embajada alemana en el asunto. Adoptó posición de firmes y sólo se lo veía modular de la boca y el latir de los rojos agujeros de los poros.

Con voz cavernosa y un acento que no había sido corregido en años, leyó como pudo un extenso protocolo a cuyo principio y final no presté mucha atención, pero del que los puntos que me importaban guardé en mi memoria. Habló como en un juicio, exponía monocorde pero prusiano, casi sin levantar la vista de sus papeles:

1-      Establecer la identidad del cuerpo hallado en el cementerio de Isla Colón.

2-      Realizar las muestras necesarias para establecer el parentesco del cuerpo hallado flotando fuera de su tumba con el nombre de Oswald Bölke con el demandante Matías Bölke.

3-      Colaborar en lo que fuera necesario con el oficial Bordas y  el doctor Binns en el esclarecimiento del caso.

Seguían después, más o menos las siguientes directivas: Mantener a las Autoridades del lugar y al demandante informados y otra serie de asuntos todos con números de pasaporte, detalles del lugar físico, informe del estado de momificación adjuntado previamente por el doctor Juan Miguel Binns, cuidados y supervisión en la toma de las muestras y otros asuntos en los que me perdí mirando a Armando, que todavía fumaba en la ventana, ahora de espaldas a mí.

Y después dilapidó una serie de confusos mandatos y establecimiento de jerarquías en la investigación.

Se mencionaba reiteradamente a la base científica del Museo Smithsoniano en la isla, al personal idóneo y autorizado, a los informes diarios y permisos, horarios de trabajo y noté de qué manera los otros dos se miraban de reojo.

Entonces, el doctor Juan Miguel Binns sacó de su maletín una serie de tubitos, divididos en dos bandejas plásticas bajo la atenta mirada de Eligio Bordas, de la policía criminalística de Panamá. Unas muestras las analizaría el gobierno de Panamá y de las otras se encargaría Schultze, que las llevaría a un laboratorio elegido por su gobierno.

            Todo era muy confuso y solamente podía concentrarme en las muestras, en la precariedad, en cierta clandestinidad, o por lo menos, el carácter poco solemne y oficial, a pesar de la presencia del alemán,  en que se produjo lo que para mí era un hecho trascendente.

Una vez que me sacaron sangre, Bordas me pidió permiso para que Binns continuara su trabajo arrancándome algunos pelos de raíz y para cortarme las uñas. La extrañeza de hacerlo en público hizo que Armando se diera vuelta y observara el acto privado con ojos de ceremonia pública. Todo fue a parar a dos grupos de frasquitos sellados, etiquetados. El asunto no duró más de un cuarto de hora. Se me informó que debería permanecer en Panamá al menos una semana para esperar los resultados, algo que obviamente yo ya había previsto.

Cuando creí que todo había terminado,  el delegado de la Embajada leyó otra letanía de lo que me pareció otro eterno reglamento acerca de la paternidad o su determinación. Todo me había puesto muy nervioso. Necesitaba salir de allí, pero yo era el destinatario de todo lo que se dijera en ese lugar.

Me acordé de películas antiguas, donde la paternidad quedaba establecida por la común portación de una mancha de nacimiento en la misma pierna, debajo del pelo, o en algún lugar  tan secreto como un tatuaje. Fue entonces que sentí la necesidad acuciante de pedir ver al muerto, a mi abuelo, padre, pariente, momia.

– Usted no tiene derecho de verlo hasta que no se establezca algún tipo de parentesco- escueto y contundente, Schultze marcó el territorio.

Miré al piso pensando algún derecho arrebatado, y cuando la levanté, me encontré con los ojos cómplices del doctor Binns. Hubo un entendimiento entre nosotros dos, que la nariz colorada de Schultze jamás percibiría, aunque viviera el resto de su vida en América Latina.

Nos despedimos como un cortejo en la entrada del edificio. Eran más de las doce. El alcalde, don Gilberto Atencio Berube, bajó de una camioneta negra con vidrios polarizados. En tres saltitos se unió al grupo. El solícito alcalde nos dio una calurosa bienvenida y nos invitó a pasar – a la humilde morada de un servidor- y ofreció disculpas por el retraso.

Tal como lo esperaba, Juan Miguel Binns me contactó en el hotel. Pasó por mí a eso de las siete de la tarde, lo suficientemente oscuro, aunque no tarde requerido para tratar nuestros asuntos. Comprendí el lapso necesario para irnos y lo invité a un trago en la terraza del hotel. Aceptó tomar jugo de frutas. El doctor Juan Miguel Binns se había presentado como un experto en arqueología, lo que era cierto, aunque no del  todo.

Lo que me contó, además, fue que había trabajado como arqueólogo forense en las Naciones Unidas en la sede de Ginebra. El hombre rondaría los setenta. Alguna vez tuvo familia allá. Se casó con una suiza y todo marchaba bien. Entonces vinieron las misiones en Birmania, en distintos lugares de África, en los Balcanes. Nunca nombró una ciudad específica, pero no ahorró en horrores. Cadáveres a medio matar, que según sus cálculos habrían sobrevivido hasta tres días las interminables heridas mortales producto de la minas antipersonales, las heridas de bala o las torturas. Se había vuelto un especialista en el proceso de momificación por una combinación de humedad del suelo, y grasa humana, según me contó y –me seguiría contando oportunamente

Entonces la UNESCO se apoderó de su vida, de sus nervios, de su profesión insostenible en el horror y en un proceso paralelo se volvió alcohólico. Cada noche, solo, en campamentos u hoteles se aferraba a una botella como a sus hijos ausentes. Fue un proceso largo y sostenido. Respetaba cierto orden, cierta etnia en el alcohol, pero la base siempre había fluctuado entre el gin y el whisky.

Eso no era todo, pero no iba a ser yo su confesor. Se abstuvo de hacerlo más personal, si no es que ya había hablado demasiado. No obstante, siguió con la parte del recitado. Ya lo había hecho muchas veces con sus compañeros de recuperación en Alcohólicos Anónimos.

-El matrimonio se fue a la mierda, amigo mío.

No había exceso de confesión en sus palabras. Había mucho de repetición por dentro. Dos de sus hijos se habían quedado en Europa un tiempo, con la madre.

Pero él había decidido quedarse en Centroamérica para acompañar y proteger al menor, que había estudiado la peor de las carreras posibles: Arqueología.

Una vez recuperado de su adicción, decidió acompañarlo en sus misiones y había tomado parte de grandes descubrimientos de los mayas en Guatemala. Así, su misión era proteger –de ciertas tendencias autodestructivas y posiblemente hereditarias– a su hijo y a su vez, había renacido a su profesión y retomado el sentido de su vida.

– ¿Y lo de mi momia es una excepción?

– Es inevitable. Le mentí a mi hijo al venir aquí. Él se preocupa demasiado por mí todavía.

– ¿Con  esto?- señalé haciendo sonar los hielos en mi vaso.

Se sonrió levemente.

– Es la momia o el alcohol. Elegí el mejor de mis vicios. En realidad, me tentó algo que todavía no sabría especificar de este caso; una momia…. – Hizo un silencio arrepentido y me di cuenta que cambió sobre la marcha lo que iba a decir……-Un posible pariente en busca de su identidad. Finalmente lo voy a  acompañar. Lo que yo ya sé, usted lo  hubiera descubierto tarde o temprano.

Me quedé como atontado y en silencio por unos instantes.

– ¿Tiene alguna tesis?

– Tengo intuición, joven amigo. Pero quiero saber los resultados del ADN. No nos adelantemos.

15

Me levanté en un gesto ansioso. Binns no había tomado una sola gota de alcohol la noche anterior y yo había bebido por los dos. Me di cuenta de que era muy temprano, pero ya no quería acercarme nuevamente a la cama porque el cuerpo muchas veces logra imponerme el boicot en forma de sueño. Todavía no servían el desayuno, por lo que bebí jugo de frutas que había en la heladera de mi habitación y me di una larga ducha. Ni rastros de Sara.

  Cuando bajé, siempre demasiado temprano, hacía rato que el doctor que hojeaba una revista en el lobby. Me saludó casi como si no nos conociéramos, con un dejo de arrepentimiento quizá por las confesiones de la velada previa.  Tomó aire con profundidad y nos dirigimos a la sede del Museo Smithsoniano de la Isla Colón, donde por el acuerdo con la Embajada alemana estaba guardada la momia.

Los guardias -estadounidenses todos- me dejaron pasar luego de muchas preguntas intimidatorias anotadas prolijamente en un formulario de distinto color del de mi compañero. Me registraron en busca de algún tipo de arma entre la escasa vestimenta que llevaba y por supuesto se quedaron con mi pasaporte. Y  algo que ni siquiera el doctor Binns me supo explicar después, buscaron con un aparato mezcla de lupa y linterna infrarroja en el pelo y debajo de las uñas de mis manos y de las de los pies. Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que alguien se interesaba por mis partes íntimas no sexuales.

Nos acompañaron hasta las cámaras de frío. En la mayoría había especies vegetales y animales congelados o fríos para su estudio y conservación. Finalmente, entramos en una que albergaba orquídeas.

No íbamos a quedarnos sin vigilancia -eso ya lo sabíamos-  y nos asignaron a un hombre de guardapolvo blanco que nos acompañó en silencio todo el tiempo. Teníamos estrictamente quince minutos  y el argumento era que nuestra respiración alteraba la química y la temperatura del recinto.

El lugar olía a humedad fría. Dentro de la gran cámara había una especie de freezer como un gran féretro de dos plazas, si bien, por el momento sólo albergaba a mi momia.

Binns lo abrió por un costado y apareció el cadáver como aparece un festín desnudo en una bandeja. Le quité los ojos de inmediato. Y la nariz. No sé qué químicos usarían, o si las combinaciones químicas tenían lugar en mi cerebro. Miré las orquídeas con más detenimiento. No muchas estaban florecidas, pero me llamó la atención la modestia de una blanca, muy pequeña, cuyo nombre en latín no he podido retener, pero que era parecida a una simple flor del pensamiento. Con todo, el verde imperante en nuestro alrededor daba la idea de un funeral prolijamente preparado. No miré mientras le sacaban lo que me parecieron interminables mortajas entre interminables paños y plásticos.

Blanca flor, Flickr, Toni Castillo
Blanca flor, Flickr, Toni Castillo

Binns me tomó del brazo y me volvió a la realidad. Vi al extraño y vi luego al monstruo. Era de muchos colores. Marrón por partes, blanco granuloso, huesos, ropa raída. Sin matices al principio. Después advertí un uniforme de la aviación alemana de la Primera Guerra según se especificó después en el informe final. Sin embargo, nadie tuvo que avisarme acerca de lo que yo mismo observé. En el pecho, entre los restos de tejido de toda clase, prendido a la izquierda, en su pecho, la medalla Pour le Mérite, además de otra, que adiviné la Cruz de Hierro.

Me quedé observando el alto grado de conservación, aunque desigual en las distintas partes del cuerpo. Sabía que probablemente sería la única vez que tendría acceso a ese cuerpo y a pesar de eso no podía concentrarme totalmente ni en su cuerpo ni en la fijación de los detalles en mi memoria. Sé que en algún momento miré los restos de la mitad de su cara buscando la mía. Traté de encontrar algo que no fuera una burla en ese espejo deformante. Traté de imaginar similitudes en mi propio cuerpo muerto, en mi piel disecada y apoyada directamente sobre los huesos de mi mano marrón y más que muerta. Imaginé mi parecido en la resistencia a la muerte total, como si ser momia fuera parte de una de las manifestaciones de la vida. Resistirse del todo a morir. Un mensaje como un fantasma que busca que alguien le devuelva o su vida o su muerte, o su perdón o su venganza.

Binns no me dio tregua. Teníamos que irnos. Él me mostraría fotografías de la perforación de la bala en la nuca y otras precisiones.  Que en ese momento no tenía ni el instrumental, ni el permiso oficial de operar sobre el cadáver. Aún le pedí un momento más y noté muchas intervenciones previas sobre su cuerpo; un recorte de tijera reciente en la chaqueta y algo ya habitual para mí en esos días: las uñas del pulgar y del índice de la mano derecha, intervenidas, cercenadas, casi desde su base. Una ausencia indolora e imperceptible que terminó siendo el único rasgo en común que yo compartía con ese hombre.

A la salida, el ceremonial fue el mismo, aunque la revisación de mis prendas fue mucho más exhaustiva esta vez. Me indicaron una habitación minúscula y me ordenaron que me desvistiera. Desnudo como estaba, entró un uniformado sin anunciarse y que en inglés me hizo señas, después de que yo no pudiera entender o no quisiera entender que lo que debía hacer era agacharme. Con guantes de látex, me abrió las nalgas y me examinó el ano. Se los quitó y antes de que yo pudiera sobreponerme a la humillación y a la sorpresa, ya se había retirado.

            Afuera me esperaba Binns, con cara de saber perfectamente lo que me había pasado y se disculpó –aunque no me corresponde- aclaró, con esos gringos de mierda.

Tenía tanto odio y tanta vergüenza que casi no podía salir del lugar. Quería pegarle a uno de esos idiotas antes de irme. Binns adivinó lo que sentía. Me tomó del brazo, me sacó casi en andas del lugar y me dijo: -Lo que usted necesita, mi amigo, es un trago- y continuó tratando de bromear, – por suerte no me abrieron a mí el culo, o  le juro,  que en las mismas condiciones que está usted,  hoy  volvía yo a tomar-

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