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Donde termina mi nombre (Décima cuarta entrega)

* El Magazín publica la décima cuarta entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.  

Aviso importante: Una vez finalizada la publicación de Donde termina mi nombre, tendremos disponible el archivo en pdf para descargarla. Por lo pronto, a la derecha de El Magazín, con la imagen de la novela, los lectores podrán encontrar todos los capítulos que se han publicado.  

Donde termina mi nombre

(Capítulos 32, 33 y 34)

Donde termina mi nombre imagen oficial

Patricia Stillger

32

Cualquiera hubiera vivido este momento como el final de su camino. Yo no. Nada  claro, no tenía nada claro. No pretendía un discurso de morfina. No quería ninguno. Otra vez el abatimiento. Otra vez la certeza de que todos acostumbraban una respuesta conmigo y esa respuesta era no. De quienquiera que viniera. –No sé. No puedo ayudarte.- Y el silencio. Aprendí tanto del silencio que ahora sé que era mi única pregunta. Ya todos sabíamos todo. Sarita ya de vuelta, buena amiga, me pidió que la llamara para contarle las novedades. Además de las advertencias, Binns me deseó suerte. Siempre contaba con la discreta curiosidad de Bordas y con la balsámica mirada de Margaret. Incluso Henry tenía conmigo la amabilidad de quien no se siente amenazado.
Cuando desembarqué miré alrededor y en realidad no me pareció que el lugar que reflejara su verdadera extensión, pero de una belleza fuera de serie. Como si lo viera por primera vez. Eso sucedió rápidamente, pues yo estaba por muy otro motivo que el paisaje. No quería perder concentración y subí los escalones de piedra y madera hasta su casa repitiéndolos como un mantra.

Demoró su entrada, como el de más alto rango. La mucama me hizo esperar sin ninguna excusa. No me había parecido tan distinguido cuando lo vi la primera vez. Vestía de blanco, como en tantos sueños míos, que eran tantos, que había vestido de todos los colores. Pero estaba de blanco, de cara curtida, de mis ojos azules, de mis mismos ojos azules que quisieron llenarse de lágrimas y que no los dejé. No pudo darse cuenta.

             Se acercó despacio. Me miró lo que me pareció mirar al niño, al joven y al adulto que yo llevaba encima. Sonrió de dientes amarillos y de labios aún carnosos y saludables. Sonrió poco, pero lo que a mí me pareció todas las sonrisas de mi infancia.

Se sentó primero y luego me invitó a imitarlo y entró una india con dos vasos, una botella de Bombay y otra de Ginger Ale y hielo y los preparó él mismo en una mesita junto a su sillón.

La bahía y el último sol parecían pagados por él, el productor, más que el director, el dueño de la película que sabía cada escena, sabía cómo la quería y cuándo. Y yo cumpliendo perfectamente mi rol de no poder sacarle los ojos de encima.

Sirvió los vasos como en una ceremonia de té. Me levanté para tomar el mío, que Livingstone ya me acercaba. Le toqué las puntas de sus dedos ancianos y el frío del vaso me devolvió a mi asiento y al espejismo del mar tragándose al sol. Cuando cayera, no antes, hablaríamos. Había el ritual del respeto. Serían nuestros genes elegantes.

Oscureció y todavía nos demoramos cuando entró la india y encendió unas velas iluminándonos los rostros y las manos.

Sacó de la biblioteca un álbum de fotos y me mostró con precisión de entomólogo cómo había sido ese lugar antes de que construyera el embarcadero y la casa. En cada una busqué alguna señal, algo del momento, algo de la historia, a mamá escondida en un  retrato, allá en el fondo en el único rincón de esa horrible choza que albergó a Livingstone, mientras construía su casa definitiva.

– Todo indica que soy tu  padre biológico- dijo después del tercer sorbo.

Asentí y tomé un trago. La noche se cerraba sobre el mar que conservaba la claridad del cielo nublado. Comenzó a llover sin ganas, sin fuerzas, pero no pararía hasta varias horas después.

– No sé por qué mi madre nunca quiso hablarme de ti. Después de todo, tienes cinco dedos en cada mano.- Livingstone asintió mi extemporánea broma. Tan bien había creado su personaje que yo me creía en la obligación de hacer el humor inglés.

– Era bella y era discreta. Nunca más supe de ella. Acepte mis disculpas en su nombre. Perdone la pregunta, ¿ella vive?

– Era bella- dije por toda respuesta y me levanté de hombros como una criatura. Después de todo, el viejo se merecía una escena de mi enojo infantil en retroactivo.

– Has venido para algo. Tómate tu tiempo y dímelo.

Sí, claro que tenía tiempo y lo usé. No sé si para saborearlo, para poder grabarme a mi padre en la cabeza, eligiendo una imagen: con vaso, sin vaso, con ojos azules, con venas azules en sus manos viejas o para  que mi victoria no fuera tan vacía.

– Quiero tu ADN- dije como quien quiere su cabeza.

– Vas a tener que ponerte en la fila- dijo riéndose. Tan previsible era yo. Cuál sería su decepción, un hijo que pide plata. ¿Los habrá de otra clase? – Pero,  podemos hacer lo siguiente- dijo como si nada-

No voy a mentir. Pensé por las décimas de segundo sumadas hasta la próxima palabra suya; soñé que todo lo que quería era recuperarme y  él mirarse en mis ojos y adivinar que a pleno sol, a plena luna y a plena lluvia eran los mismos, que nuestras pupilas se dilataban al unísono según los caprichos de la luz. ¿Habría algún ADN capaz de refutar eso?

– Te voy a contar algo. Me tienen acorralado. Se han tomado demasiado trabajo para hacerlo. Conoces a todos los personajes. Binns quiere que le dé unas fotos que no tengo. Bordas quiere mi ADN para que reconozca, o mejor, no reconozca -también  o tampoco-  a Chapy. No me queda muy claro, cuál es la jugada de cada uno, pero, así es como me han pintado la situación. Así es la fama que tengo, que nadie me ha preguntado si he dejado un testamento, a quiénes considero herederos y todas esas cosas. Ya estoy viejo, ¿para qué querría conservar yo todo esto? ¿No sería más fácil preguntármelo?

– En ese caso, ¿el superpadre va a dejarnos una herencia?- Mi decepción llegaba como ya lo había sospechado toda mi vida a uno de sus puntos más altos.

– Cada uno quiere cosas distintas. Tú no existes más que como el reverbero de un amor entre fantasmas. Yo jamás quise ser padre. De nadie. Podría decirse que ni siquiera he deseado un hijo blanco y alfabetizado – y me miró a los ojos cuando me lo dijo- . Que un hombre se convierta en padre es un vómito de la casualidad. No hay reglas que rijan este hecho tan aleatorio como inevitable. -¿Eres padre?

– No- dije.- -Pues no lo sé.- repliqué arrepentido– Quién te dice, probablemente haya fecundado a esa linda espía que te mandé, Sara Cuevas. Ella se irá a vivir con esas dos lesbianas que conoció y entre las tres se encarguen de criar dulcemente al pequeño que ya lleva en su vientre y que yo nunca conoceré. Hasta que la criatura, crecida me tocará la puerta cansada, haciéndome toda clase de reclamos. ¿Qué te parece, papá?

– Estoy seguro de que…-No lo dejé terminar la frase- 

– Estamos de acuerdo en algo. El dominio es de las mujeres. Así como tu madre decidió que tú eres su hijo y lo hizo de muchas maneras, la mía decidió que yo no supiera nada al respecto. En fin, ella me engendró. A todas luces, a veces tiendo a creer que aún son hermafroditas y que sólo buscan un hombre para un intercambio de placer. Eso es lo que hizo contigo.

El hombre, mi padre, parecía no inmutarse. Habrá sido porque yo no estaba allí del todo, porque no lo presionaban mis palabras que parecerían fuertes, pero eran lejanas o era su cansancio. Si yo me hubiera decidido por el silencio, hubiera sido igual. Era como contar una vez más el recorrido de mis desgracias, como contar un sueño desganado sabiendo que al otro no le importa. El recorrido inútil de mis cuestionarios. La letanía de estar acostumbrado a no saber. Ahora el viejo era yo, policía viejo que pregunta por oficio. Estaba tan cansado que pude haberme dormido.

Y de repente,  como de la nada, me sorprendió con un nombre fuera de la lista de mis sospechosos.

-Ya que intercambiamos información –dijo volviendo a tomar el mando– tengo que decirte que nací alemán. Tengo entendido que el de la nacionalidad fue el motivo inicial de tu búsqueda; y yo he pasado toda mi vida tratando de olvidarlo y de que me olvidaran.

– Sin mucho éxito- dije tratando de acomodarme en esa nueva coordenada. ¿O la había escuchado antes?

– ¿Cuántos años tienes?

– Nací en 1956.

-Te mantienes joven. A tu madre le dije Frank, le dije que me llamaba Frank. Eso le alcanzaba.

– Sí, a ella le alcanzó. Nunca me habló de ti. Jamás escuché el reproche familiar que las madres hacen a los padres. Si ella me hubiera contado algo yo no estaría aquí.

– Hubieras venido de todos modos, tú mismo has dicho cómo funciona.

–  Te voy a contar una historia. Crecí en un buen lugar. Si algo bueno hizo mi madre, está relacionado con eso. Es tentadora la idea de una herencia.

– Sabía que podía tentarte.

Omití su instigación.– Esa finca donde nací y viví tiene algo de posible Tiene que ver con que todavía sueño con ella. Tendría que contarte cosas secretas que no quiero compartir.

– Amas tu  país.- dijo de repente sin sorna, como si hablara desde el fondo de su cueva.

Me decepcionas, Franz. ¿No te  importa que te  llame así?  Me importa un carajo mi país. Me importo yo.

– No hay nada de malo en reconocerlo…

– He heredado de ti esa indiferencia por la patria. Mírame a los ojos y miénteme y dime que  habrías vuelto a tu podrida Alemania, a defenderla durante la Segunda Guerra, la Primera, o cuando fuera que te escapaste. Si yo vuelvo, es porque ese agujero es el único pedazo de tierra que me tolera. Como este a ti.

– No es eso. Es que tú y yo somos dos solitarios. ¿Juegas tenis?

– Un poco. Mamá jugaba muy bien.

– Lástima no haber podido jugar un partido con ella. A mí me gustaba tanto como me hacía sufrir.

Dejé por un momento que el silencio dijera lo suyo y finalmente arremetí.

– Lástima, sí…. Voy a hacerte una contrapropuesta. Tómate un par de días, me das el dinero para recuperar mi buen lugar y no volvemos a saber el uno del otro. Yo no tendré que esperar a que te mueras y tú no vuelves a verme. No creas, para mí también será un alivio.

No me levanté rápido. Nos saludamos. Nos dimos la mano. Tan ingleses nos habíamos vuelto de repente, usando máscara sobre máscara. Nuestra verdadera imagen.

 

33

Casi todo se resolvía sin mí. ¿Por qué se pierde una guerra? ¿Por qué se pierde la dignidad?; ¿el honor? Me perdí por un acto o por un destino. ¿Cuál de todos mis secretos merecen piedad? ¿Los piadosos? ¿Los malvados? ¿Cuándo se pierde el amor? ¿En la esquiva mirada del otro? Pensaba que yo era el único hijo capaz de castigar al padre. ¿Lo salvaba ese acto último del último lastre?

Estas y otras estupideces que guardaré para mí eran el preludio no deseado de mi otra derrota por anticipado. Mi derrota por walkover. Me retiraba porque su pie indeciso fue lo primero que pisó el embarcadero. A lo lejos la vi, temblando como a la pálida pecadora.

Resultó que yo era quien debía dejarla, pero al revés. Sin quererlo, pero debía jugar el papel del que cede el mejor destino para alguien, el dador, el generoso que otorga las salidas, el que despide a las almas. La mía iría la primera con un barquero apático a quien el orden lo tiene sin cuidado. Entendí que tenía que volverla y empujarla a su isla y a su Henry. ¿O no soy el hijo de un gentleman? No. Yo no era eso. Habría un acto final, inútil para todos, inútil para mí, pero lo necesitaba como un crío encaprichado.

El viejo había hecho su última jugada. Les había cedido lo que le quedaba de la isla a Henry y a Margaret. A ellos dos, como a una sociedad. ¿No lo son los matrimonios? En realidad, los cedió al Gobierno de Panamá con la condición de que fuera un Parque Nacional, del cual, la feliz pareja fuera la veedora, la curadora y la responsable de que allí no se construyera un embarcadero más. Una figura legal que sentaba un precedente oportuno, aunque incómodo. ¿Cómo no iba a tomar posesión Panamá de semejante proyecto de conservación, frente a una comunidad que ya estaba manifestándose por “Sí” o por “No” ante el desastre ecológico que significaba el ensanchamiento del Canal?

El muy cabrón atacó simultáneamente varios frentes de los cuales a mí, sólo dos de ellos me quedaban absolutamente claros. Se limpió a todos los descendientes, menos al más incómodo y arregló con Panamá todas las posibles demandas judiciales por la escritura no concretada del territorio que pertenecía a Bölke.

El resto seguirá bajo la calidad de enigma para mí. No me interesa ni Binns, ni las fotos, ni los mártires, ni todas las cosas que intuyo. No existen. No hablo. No existen.

A la Mariposa la encerraron. Me quedará la duda si el viejo lo hizo a propósito. Allí quedará mi bella Morpheo dedicada a sus pupas. A embalarlas bien y a cobrarlas a 50 libras esterlinas cada una. En Inglaterra adoran tener mariposarios y gozar de ellas durante sus breves días. Los entiendo. No hay suficiente dinero en el mundo para mí, Mariposa encadenada.

Llegó impulsada por el vuelo de su ligero vestidito, ya que sus pies se resistían. Hubiera muerto porque me amara. Ya sé que no se usa. No hace falta que me crean. Sólo quería ver si ella tenía la fe suficiente para interpretar mi muerte. -¡Oh amada!, no voy a decir una palabra- No te haré más fácil la partida- Antiguo, viejo antiguo.

– Supe que te ibas. Te traje tu equipaje –me dijo arrastrando mi estúpida mochila.

-¿Sin saludos, te escapas?

– Vení –le dije-

Se dejó llevar por un ala, la senté en un silloncito de mimbre lleno de almohadones o de algodones de la terraza de mi habitación. – ¿Qué se dice?- me vino a la memoria mis aprendizajes de infancia y gentileza. –Se dice “gracias”– No nos salían las palabras y entonces las dejamos. Si de todas maneras, siempre vuelven solas e inoportunas.

Bella, bella hasta el final, la por unas finas sandalias hasta llegar a sus aún más finos pies. Me asombró que sólo tuviera cinco dedos. Como en el esfuerzo al que obliga la brevedad, buscaba un indicio, una marca para llevármela puesta. Para que siempre fuera mía en el momento que eligiera para recuperarla, para comerla y saborearla. Entre sus dedos busqué y examiné con precisión de entomólogo, pero mis manos eran una red llena de agujeros por donde se escapa lo esencial.

– ¿Te vas?

– No sé si me voy. Pero nosotros no vamos a vernos. Así es que esto sí es una despedida.

Evité mirarla para no leer ningún signo en su cara. Si sus labios inmóviles, si sus ojos cerrados emitían alguna señal que a mí me diera un indicio. Cualquiera de sus formas sería un mal albur. Yo tenía que dejarla. Pero antes seguiría el recorrido secreto de sus fluidos: la sangre en el calor o el frío de su cuerpo, la saliva guardada en secreto dentro de su lengua prohibida de sonidos. La seguiría en los ruidos que emite el estómago, o era mi oído en su vientre que la obligaba a hablar….-… la seguiría por tierra y por mar, si por mar en un buque de guerra, si por tierra en un tren militar….-

Si no aguantaba mi Mariposa la tensión del silencio, yo le cantaría para alegrarla. Si ella no soportaba mi ausencia, le haría una apuesta al tiempo. Le apostaría al tiempo por su cansancio. Al tedio que crece en las mujeres hermosas atrapadas en un fino tul. Apostaré como un buitre mientras huelo el recuerdo de su circuito arterial, impuro, de vuelta a mí.

Ahora no. Ahora, ahora era la siembra de mis semillas más mezquinas. De aquellas que hacen doler por el solo recuerdo. Todas mis energías irían a inscribirle lo imborrable del absurdo de caer en el amor de un viejo, extranjero, empeñosamente laxo, repetido como una pesadilla de la infancia, uno que muestra sus mejores cartas, como el que viaja lleva su mejor ropa. De uno que se conforma con la inmoralidad de las sobras. Conseguidas a cualquier precio, al precio de una oferta del padre que es capaz de pagar el silencio del amor de su hijo. Ese hombre insólito que a mí mismo me resultaba yo. Casi un anfibio que puede vivir en una tierra o en otra.

No tuve la última imagen de ella. Tengo todas.

 

34

“Esto no puede quedar así, muchachos”.

“¿Y a quién le importa, patrón?”.

“Debería importarte a ti más que a nadie. Te tengo por los huevos”, Bordas se dirigía a Armando como si estuviesen solos.

            En la punta de la barra estaba Chapy. Desde que le habían sustraído los dientes de su santuario no era el mismo. Nadie había vuelto a verlo sonreír con todas sus encías.

            Ya no importaba que se los hubieran devuelto. El sacrilegio estaba hecho y con ello, la maldición se cernía sobre sus ojos que ahora tomaban la tonalidad marrón de la botella que tenía enfrente. Había destruido con sus propias manos el altar. Andaba con una mochila ruidosa a cuestas y cada vez que se movía, hacía sonar una especie de campanario itinerante de tapitas de cerveza. Buscaba un lugar donde anidar de nuevo y ser perdonado vaya a saber por quién.

            “Y a ti”-dijo Bordas dirigiéndose a Chapy- “no te costaba menos que te dejases arrancar un par de pelos y unas uñas, pedazo de idiota?”

            Pero para lo único que abría su boca Chapy era para darle otro trago a su sexta cerveza. Nada, por el momento podía cambiar su estado de desazón. Goose los seguía por esos días a sol y a sombra. Intuía que este era el dueño que más lo necesitaba.

            “Todavía quiero darle una lección a ese viejo zorro. Quiero –se dirigió a Armando- que mezcles lo que le vendes con algún veneno. Chapy te ayudará a encontrar algo… No sé, tú dime algo. ¡Chapy! ¿Puedes atender por un momento?”

            El desdentado se irguió como después de un sueño. Miró las veintidós botellas de Panamá, prolijamente colocadas en una pirámide en el piso. Así, la dueña podía contar al final cuántas habían tomado. Los tres bebían sin parar. Sí, Chapy parecía el más borracho, pero sin que los otros dos se dieran cuenta o solamente porque no lo miraban. Pero también, era el que tenía las ideas más claras y el odio más fresco. No lo depositaría en cualquiera. Esos dos no lo ameritaban, pero el viejo…. Jamás había tenido intenciones de heredar algo. Vivía y dormía donde lo encontraban el día y la noche. Y en el viejo Livingstone depositó todas las culpas. Había que elegir a alguien después de todo.

“Pupas. Pupas de mariposa. Te matan.”

Los otros dos se quedaron de piedra. No se esperaban una respuesta tan lúcida de Chapy. En realidad no esperaban ninguna respuesta.

“Bueno, ¡Matar… matar! ¿Quién quiere matar? Yo quiero que el viejo se revuelva de un cólico, una fiebre. En algo así estaba pensando”, dijo Bordas, un poco asustado por la inesperada violencia de la respuesta de Chapy.

“¡Ah! No piensa en grandes ideas…. Pero yo quiero que se muera el muy cabrón”, dijo Chapy con un odio que nadie le conocía.

Armando retomó algo de las riendas y haciéndole una seña a Bordas, se dirigió a Chapy.

“Mi amigo, yo tuve que quitarte esos dientes. Tú sabes, no tenía opción. Tienes razón amigo, él es el culpable de que toda esta situación sucediera, él tendría que haberte dado algo. Eres su hijo tú también. Te ha perjudicado toda la vida. Te ha dejado sin hogar”. La gala de Armando en su discurso era pobrísima, pero estaba convencido de que su arenga era tan efectiva y mordaz como la de los políticos. Y lo era.

“Ya cállate, imbécil”, le espetó Bordas “No voy a permitirlo. Este es un asunto muy delicado para que ustedes, dos sabandijas conocidas por todos, arruinen mi plan maestro. Si al viejo podemos matarlo de a poco, todavía podemos hacerle cambiar todos esos papeles que firmó. Si muere de repente, todos nos mirarán a nosotros, los más perjudicados. Ya se me ocurrirá algo más inteligente sin ustedes dos”.

Las cervezas seguían sumándose en silencio. Era de noche oscura y sin estrellas. Había una segunda pirámide, nada que llamara la atención a la dueña de “Fatalito el 13”. Acodada en el fondo, en una mesa, se limpiaba las uñas con una cuchilla enorme. De cuando en cuando, se sacudía el delantal y con el extremo se secaba el sudor de la cara y el cuello. En el borde de la barra, más en la intemperie, una brisa fresca secaba la transpiración en las axilas y en la espalda de la camisa de Bordas. Si el viejo quería armar revuelo lo haría y él era solamente un oscuro policía que había hecho trato con demasiados bandos. Se había transformado en una incomodidad creciente. Ya se sabe, en el momento en que los hombres de poder se inclinan por el silencio, cada boca semiabierta, viva, se transforma en un peligro potencial que hay que eliminar.

La luna se fue tapando de nubes intermitentemente. Caía una fina llovizna a la que nadie hizo caso. Si hubiera habido un fotógrafo, la imagen era una postal del Caribe: dos hombres de color y uno blanco, dos acodados y uno totalmente apoyado su torso en  una barra de latones y maderas. Una mujer de espaldas, abriendo una vieja heladera de los 50’. Indolentes, llovidos, fuera del tiempo, de espaldas al mundo como habrán estado tantos hombres antes. Todos ellos, en color o blanco y negro, en Colombia, en Panamá: Hans Ulrich, Frank, Oswald; Matías y Armando; Binns y Bordas; Chapy y Henry. Cuantos otros vengan después, en el silencio, en la noche, en las madrugadas siempre al borde de la luz. ¿Cuál ignorancia los declarará inocentes?

Lo son todos o ninguno.

Al fotógrafo no le importa. Espía sólo la mitad de la realidad. Espía símbolos a los que otros encontrarán cifra. La evidencia es cero mientras no se vea el arma. ¿Dónde reside la certeza de un crimen? ¿En la perpetración imaginaria? ¿En la discusión de los últimos detalles? ¿En la esperanza que otro lo haga por nosotros? Al filo de la inminencia nos toma el futuro y nos hunde, nos salpica o nos salva. Pendemos de un hilo. De las decisiones de un hilo tan resistente, frágil, invisible, resguardado o inoportuno de una araña distraída que pensó que por allí no pasaba nadie.

¿Alguien pensó en las dinastías? En la primera línea, la Olímpica, hijos de Zeus; después, según rezan los manuales: Catón el Censor, Catón el grande; Enrique VIII, Ana Bolena, María Estuardo, Isabel, Juana la Loca; Binns, su borrachera, su hijo arqueólogo, su mujer, su amante asesinada; Armando hijos de todas la leches; Matías del soldado desconocido; Margaret de papá y mamá tan londinenses; Henry, de sus pasos perdidos y recuperados; Sara de provincia, Julia, del viento; Bordas, hijo del viejo Bordas; Livingstone, hijo de puta.

Todos ellos partieron del hilo delgado y quebradizo del futuro incierto. ¿Qué hace perpetuar generaciones enteras que aún con una sentencia sobre la cabeza logran reproducirse, diseminarse antes y permanecer?

Ahora estos tres, fotografiados exponen la mayor delgadez del invisible hilo que los mantiene atados a  la vida.

Hoy alguien los espía en una cámara muda que hablará y será interpretada por algún oráculo, que oscuro, decidirá sobre sus vidas o sus muertes. Pulgares arriba, pulgares abajo. Eso nada más.

Pulgar abajo. Si Chapy pudiera saber qué significaba, de dónde venía ese milenario gesto, lo diría. No lo sabe, no lo dice. No existe.

“Pupas de mariposa. Voy a hacerlo solo”.

Bordas miró a Armando que se levantó de hombros, que se levantó de su asiento con mucha dificultad.

“Si no te importa la herencia, ¿Por qué lo haces?”

“Porque la señora Margaret va a tener un hijo en julio y no quiero que el viejo la perjudique y le haga daño. No voy a permitir que los perjudiquen. Don Henry y su señora son mi familia”.

Cuando definitivamente se iban, Bordas tuvo que pagar la cuenta de todos. Aún se demoraron como en una despedida. Cada uno tomó un camino distinto. El fotógrafo, desde el fondo de la oscuridad, no supo a quién seguir.


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