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Crónica de una traba cartagenera

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Por: Sergio Quintero

Parque de la Marina. Jueves, cuatro de la tarde. Como es de costumbre, estoy trabadísimo. Me acompañan tres amigos y un par de desconocidos, el sol esta opacado por nubes grises que no dejan de amagar una fuerte lluvia. A lo lejos se pueden apreciar otros parches y una que otra pareja compartiendo. Dos de mis amigos están preparando los materiales para pegar otro porro: mientras uno desgreña la hierba, el otro prepara la rila y el filtro. Uno de los desconocidos hace lo propio, y a su vez, con orgullo expresa haber comprado su marihuana en “el hueco del Pozón” (Un sector marginado y reconocido por su peligrosidad). Mi otro amigo es el encargado de ambientar el parche colocando música, por lo general, electrónica, ya saben, un poco de Jack U, Diplo, Afterhouse… Y por otro lado estoy yo, con la droga recorriendo mi torrente sanguíneo, expandiéndose por mi sistema nervioso; mi temperatura corporal ya es muy alta, mis ojos, seguramente rojísimos, están tapados por una pobre imitación de gafas Ray-ban que me habían costado unos cinco mil pesos y mi boca no puede dejar de dibujar una estúpida sonrisa, que muy seguramente, es lo que delata mi estado de ebriedad. Toda la atención está centrada en uno de los desconocidos quien muy eufóricamente y sin detenerse, contaba una y otra historia donde él era el protagonista. Realmente no lo estoy escuchando, lo observo, pero no lo escucho. Es como ver un programa de televisión con el mute activado y sin explicación alguna, eso me hace mucha gracia.

Pasan los minutos y por mi mente no pasa absolutamente nada, es como estar dormido, pero con los ojos abiertos, mi mirada está pérdida entre los árboles y la profundidad del mar. Solo vuelvo a la tierra cuando el porro llega a mí. Parecía imposible estar más drogado de lo que ya estaba, y como un reto que me ponía la misma vida, fumaba y fumaba para poder llegar a ese límite. Y lo logré. Me encuentro más sediento que nunca, mi voz se volvió aguda por lo seca que está mi garganta y me es imposible mantener la vista en algo fijamente. Temo lo peor, temo desmayarme en pleno parque y volverme una carga para mis amigos quienes notablemente, a diferencia mía, estaban logrando pilotearla. Pero algo logró llamar mi atención. A lo lejos puedo diferenciar una pareja haciendo cosas que bien podrían definirse con palabras como “guisas” o “pailas”, pues, para todos resulta vergonzoso e incómodo ver a una pareja besarse apasionadamente en un lugar público, hasta que es uno quien lo hace con su pareja, en ese caso es lindo y romántico. El amor y sus ambigüedades.

No sé si es por lo ridículo que se ven para mí, o si es por la nostalgia que me provoca, pues tantos meses de soltería, aunque me cueste admitirlo, han creado un vacío en mí. La distancia y mi maldita miopía me impiden descifrar sus rostros, pero aun así logro distinguir sus vestimentas; él tiene un suéter verde y un jean azulejo, y su piel es de tonalidad blanca. Ella, que está sobre él, tiene puesto una especie de vestido largo y su piel es morena tirando a negra. Por alguna u otra razón, no los puedo dejar de ver. Me imaginaba así con Laura, la chica de mis sueños, aunque claro, seguramente ella no se prestaría para algo así. Sé que no estoy disimulando ni un poco y realmente no me importa, estoy tan pasado que pueden llegar a atracarme o matarme y no me interesaría. Ya el sol empezaba a esconderse entre el mar. Solo los que hemos parchado en la Marina hasta el atardecer sabemos lo que significa ver la puesta del sol desde ese lugar, es algo mágico y bello a la vez.

Llega la oscuridad de la noche cartagenera y con ella la hora de partir. Me cuesta un poco ponerme de pie y mantener el equilibro y sigo riéndome sin motivo alguno. Estando ya todos de pie, decidimos caminar hacía la entrada principal del parque, la que da hacía las murallas, para buscar algo de tomar. Por fin veré de cerca a los protagonistas de mi tarde. Lograré ver los rostros de las personas que, extrañamente, observé durante toda mi estadía en el parque. A medida que nos acercamos a ellos mi emoción y excitación crecía. Es difícil de explicar. Bueno, realmente no sé cómo explicarlo. Sin embargo, como ya es costumbre en mi vida, todo tiene un final extrañamente inesperado. ¿Recuerdan el vestido largo de la chica? Pues no era tal cosa, sino un jomper escolar, y la mujer, que más bien es una niña, tenía máximo unos 10 años. Y ahí no termina todo. El tipo del que por un momento sentí envidia, era ya un señor, su aspecto tosco y expresión arrugada me hicieron calcularle unos 40 y tantos años. Durante toda la tarde estuve observando -de la manera más pendeja- un caso de pedofilia. Una experiencia digna de un parque que es cuna de drogadictos y viciosos, pero que no cambio por nada.

 

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