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Carta a los amigos con los que disiento en temas políticos

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Por: Camilo Casallas

Me la paso callado.

No siempre frente al computador, pero sí la mayoría del tiempo. También, cuando mi boca se abre es solo para cantar o comer, siempre solo, aquí en este apartamento. Canto solo canciones de la sierra o de la costa. Cada vez menos canto canciones en inglés porque me queda difícil aprendérmelas. En cambio las de por acá sí las canto.

Un ojo dejé en los lagos por un descuido casual,

El otro quedó en parral en un boliche de tragos.

Recuerdo que mucho estrago

de niña vio el alma mía.

Miserias y alevosías

abundan mis pensamientos.

Entre las aguas y el viento

Me pierdo en la lejanía.

Cuando como también lo hago solo. Me sirvo una bandeja y como solo o frente al computador. Y, por estar tanto tiempo acostado en la cama, ya siento que la espalda y las piernas se me van destronando, arrumando en un dolor. Todo el día escribo, incluso cuando no escribo. Corrijo, traduzco, transcribo, leo, pienso en reglas ortográficas y en la gramática. Investigo el origen de la palabra “ají”. Ya no me soporto a veces con tanta palabra y tanta coma. Y luego, las otras veces, escribo de nuevo. Leo Hollywood de Bukowski. Más bien, Hollywood del viejo Bukowski. Le digo “viejo” porque ya está viejo y en ese libro ya no es un borracho peleador, sino un borracho que se queda en la casa y recuerda. Y los fanáticos del man le dicen que ya está viejo, que ya no tiene nada que ofrecer.

Escribo lo que estoy escribiendo; escribo sobre comida que se pudre o que vuelve gorda a la gente. Y me siento bien. Pienso en la montaña, en el campo, en el mar. Pienso en la montaña de mi abuelo, en la tiemblaculos, a la que mi bisabuelo le puso el nombre. También pienso en el mar de mi mamá y mis tíos. Ya no distingo entre mar y montaña. El cuerpo o el pensamiento se pierden igual entre las ramas de los árboles de yarumo o entre las olas.

Ya no leo el periódico si no es para ver el tarot de Máve o para ver si al fin a Falcao lo vendieron otra vez.

Ya no me gusta la gente. Desde que dejé de trabajar en oficina ya no me gusta la gente. O, más bien, me di cuenta de que ya no me gusta la gente. Siento, cada vez que pienso en esto, como si me hubieran metido una bomba en el estómago. Una bomba azul. Luego veo a mis hermanos y digo que sí, que sí me gusta la gente. Depende con quien salga, me pongo bravo. Cada vez más seguido me pongo bravo cuando salgo (nadie me pone bravo, yo mismo me pongo bravo). Nadie se da cuenta de que me pongo bravo. (No recuerdo que hubiera habido ningún conflicto. ¿De verdad usted se puso bravo?)

Ya no me gusta hablar de política. No es que no me guste. Más bien, siento que cada vez que voy a hablar de política voy a tener la tentación, el deseo de rendirme. ¿Quién puede luchar contra ese deseo? ¿Quién se va a dejar ganar por ese deseo? Y cuando pienso en rendirme no pienso en rendirme ante la persona con la que estoy discutiendo, sino ante la pereza, ante el abandono que es mío. Estoy seguro que las personas con las que he hablado en los últimos meses de temas de política también sienten el mismo deseo. El deseo de echarse en una cama. El deseo de irse. El deseo.

Y ya no quiero hablar de si el metro o no, de si la reserva que nunca he visitado, de si los jardines, de si los vendedores. No quiero pelear contra dos (no sean cobardes que no se pelea de a dos contra uno, así sea en una discusión política). Y cada vez que alguien toca el tema, me da el culillo heredado. No hablar porque va a perder y antes (este no es mi miedo, aunque por eso digo que lo herede), no vaya a hablar porque lo matan o lo golpean.

Escribo más, pienso, duermo, veo por la ventana, cocino, me lavo el cuerpo. Ya no quiero pensar más y sigo pensando. Me voy a unir a un partido y luego lo pienso de nuevo. Ya no quiero pelear más con nadie. Quiero tener al frente el mar o la montaña. A la alborada escucho y no pienso por unos segundos mientras traigo el cuerpo y la mente del mundo del sueño. Pienso en la muerte. Agradezco de no estar muerto. Pienso en la muerte otra vez. Me acuerdo de los muertos que tengo.

Considero las opciones.

Hay muchas maneras de matar.

Muchas maneras de matar.

 

Pueden meterte un cuchillo en el vientre,

Quitarte el pan, no curarte una enfermedad,

Meterte en una mala vivienda,

Empujarte hasta el suicidio,

Torturarte hasta la muerte por medio del trabajo,

Llevarte a la guerra.

Considero las opciones y no me satisface ninguna, a pesar de que sí que estoy de acuerdo con la izquierda y sí que me gustaría ver un mundo hecho a la medida de los perdedores, que somos todos. Todos hemos perdido. Yo perdí y todos conmigo. Yo perdí junto con todos ustedes. Quisiera seguir moviendo la boca. ¿Qué es más valedero?, ¿mover la boca para hablar o para comer y cantar? Y uno siempre piensa en cómo salirse por un momento a un plano distinto. Y creo que lo que no me satisface es quedarnos haciendo muecas en fotos, comentarios, cartas, artículos como este. Comer debería ser un acto político. Ya hablar sin sentido, sobre el vómito, el pastel, la cerveza, los pies, debería poder cambiar algo de la ciudad o el país. Dividirse entre el nihilismo y el comunismo. Encontrar el punto medio. No, el punto medio es para los fanáticos new age. Encontrar la dosis perfecta. Saber que entre la nada y el estado de bienestar debe haber un punto no medio.

Escucho el cielo, camino hasta el baño, me lavo el tatuaje que me hice por todos mis amigos de adolescencia; leo, escribo, callo, me callo. Transcribo. Me conozco desde hace un año. Ya no sé si conozco a la gente, pero quiero conocerla. Peleo conmigo. Veo como la luz crece y se apaga. Me acuesto y trato de tomar la siesta para escaparme, pero siento la urgencia. Escribo de nuevo. Agradezco a los que vienen a verme o a los que llegan. Lloro. Pienso en la muerte. Pienso que cuando era niño, para escapar de la muerte, dejé de comer, pues si uno come, crece y envejece, y si envejece se muere. Pienso en los muertos.

Pienso en mi muerto.

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