Por Felipe González Serna (@fgonzalezse) Acerca de una adaptación excepcional.
Ir al cine se parece a ciertas ilusiones. Las imágenes y sonidos son sombras y fantasmas, son como rastros que iluminan en la oscuridad algo que quizás ya sentíamos, pero que hasta entonces no habíamos podido enunciar. De hecho, hay películas que se especializan, más que en afirmar una historia, en sugerirnos una sensación por medio de una atmósfera. Al concluir la proyección podemos decir, con palabras, que una película nos ha provocado un sentimiento en particular. Nostalgia, añoranza, saudade, o alguna otra palabra que quizás no ha sido creada para nombrar ese tipo de melancolía que yace tras Inherent Vice, traducida como Vicio Propio. Una sensación que uno descubre cuando nota que lo que perseguía no era sino una ilusión, que no era sino un fantasma que con el tiempo se ha ido desvaneciendo.
1970. California. Las revoluciones que se promulgaban en los 60 agonizan. Quedan únicamente sus caóticos rastros en un mundo todavía más caótico: mundo ideal para el desesperado romanticismo de un detective. Gracias a la genialidad de Thomas Pynchon ese detective es un hippie que, mal que bien, procura seguir fiel a sus costumbres. Inherent Vice es la primera traducción de una obra de Pynchon al cine. Un sobresaliente ejercicio que no es simplemente fiel al espíritu de la novela, sino que también procura un adictivo placer, a la vez hipnótico y delirante.
En la penumbra de su bungalow, Larry «Doc» Sportello (Joaquin Phoenix), hippie e investigador privado, recibe la visita de su ex-novia Shasta Fey Hepworth (Katherine Waterson). Shasta acude desesperada por sus servicios ante la inminente posibilidad de que su actual novio, el millonario empresario de bienes raíces Mickey Wolfmann (Eric Roberts), desaparezca por una conspiración de su esposa Sloane (Serena Scott Thomas) y su amante Riggs (Andrew Simpson). «Doc», todavía enamorado, se apresta a tomar el caso. Apenas comienza las averiguaciones se le encarga que investigue otra desaparición. Hope Harlingen (Jena Malone) sospecha que la supuesta muerte de su esposo, Coy (Owen Wilson), famoso saxofoxinista de una banda de rock, es un engaño. Las soluciones a ambos casos llegan por caminos inesperados. En particular para «Doc» quien coincidencialmente tropieza con cada una de ellas. Cada nueva escena plantea información que complica lo que sabíamos, que la contradice, o que le da un giro inesperado. Es fácil confundirse si uno lo que espera de Inherent Vice es la lógica fría y clara de la que carecen los teorías conspiratorias y los crímenes reales. La lógica que, por lo demás, desearía imponer el policía Christian «Bigfoot» Bjornsen (Josh Brolin), una suerte de contricante y compañero de «Doc» quien odia los hippies, es dominado por su esposa y conjuga su trabajo de oficial con roles como extra en la televisión. Como «Bigfoot», todo interlocutor con el que se topa «Doc» es una caricatura y un personaje con todo un drama a cuestas. La cinta está cargada de toda una galería de esperpentos inolvidables, desde la masajista Jade (Hong Chau), al abogado de «Doc», Sauncho Smilax (Benicio del Toro), pasando por el malévolo Adrian Prussia (Peter McRobbie) o el disoluto dentista Rudy Blatnoyd (Martin Short), por mencionar solo algunos. Inherent Vice es todo un cóctel que debe ser bebido sin imponerle obligaciones. No es que no narre nada (de hecho cuenta muchísimo), ni es que no tenga un hilo conductor. La cinta tiene la violencia con que uno se enfrenta al tratar de organizar una realidad excesiva. Las complejas conspiraciones y los nuevos datos sirven para ampliar la narración. Anderson adapta el mundo de crecimiento exponencial de Pynchon, quien a su vez homenajeaba, entre otros, al de esas tramas barrocas que parecían abarcar toda la corrupción imaginable de una ciudad. Es natural esa sensación de incomprensibilidad que, por momentos, el film produce. Sin embargo, Inherent Vice dista de ser sencillamente incoherente; muy al contrario, es un largometraje con tanta información y tantos propósitos que uno debe correr el riesgo, redituable, de perderse.
Vale la pena discutir entonces de qué hablamos cuando hablamos de trama. Uno podría enunciar la de Inherent Vice con sencillez: «Doc» Sportello es encargado de resolver dos casos de desapariciones que al final descifra. Por qué entonces lo que casi únanimente reza la crítica es que la cinta tiene una trama incomprensible. Probablemente porque la idea subyacente de trama consiste en ser una guía que nos conduzca a través del relato. O, usemos una metáfora, es el número de dioptrias que necesitamos para que podamos leer un texto con el lente adecuado. Ni Pynchon, ni Anderson nos imponen esa guía. Al contrario, nos imbuyen en un mundo y nosotros mismos somos nuestra guía. Este enfoque tiene múltiples predecesores. Es suficiente resaltar unos que son fácilmente comparables con Inherent Vice: The Big Sleep de Howard Hawks y The Long Goodbye de Robert Altman. Ambas adaptaciones de novelas de Chandler, las dos tenían tramas que fueron calificadas como casi incomprensibles en su momento. Esto no debido a que no tengan una, sino a que era tal el número de inflexiones y de giros que el objeto de la trama podía perderse de vista fácilmente. Las cintas de Hawks y Altman, por momentos, se iban concentrando, además, en una atmósfera, de por sí significativa, y en imitar esa sensación de agobio que debe a embargar a alguien sumido en mundo de corrupción y crimen. Pynchon y Anderson recorren la misma senda, con la diferencia que no es sólo la corrupción lo que habita el mundo que construyen. En el mundo de Inherent Vice también hay dosis grandes de paranoia y de melancolía. La adaptación filmica consigue traducir con maestría estos elementos, si bien se enfoca en unos en particular. El eje de la cinta es la búsqueda de un amor perdido. En eso las dos desapariciones juegan como espejos y como soluciones opuestas al mismo problema: son dos líneas que conducen ya sea a la pérdida o al reencuentro. Anderson hace girar su cinta alrededor del drama de un par de parejas. Ahora, no es que en la cinta no se cuente un par de historias de amor y desamor, sino que se cuentan sumergidas en el infinito mundo de una realidad que se hace cada vez más difícil de leer. Antes que preferir la sintesis, que inevitablemente conduce a una simplificación, la cinta nos imbuye en la experiencia de un mundo que se expande sin control. El logro de Inherent Vice que mantieniendo ese tipo de representación consiga conformar una imagen del malestar, de la melancolía y de la desorientación de una época en que se reconoce el fin de aquello que soñábamos un día alcanzaríamos. Y todo ello dejando la trama a un costado, porque todos sabemos que el cine es mucho más que tramas.
Llegan entonces los días en que se reconoce el malestar del final de las ilusiones. Desde el tono de la primera conversación entre «Doc» y Shasta, entre arrepentido y rencoroso, se presiente que el objeto del film es mostrar, debajo del delirio, la sensación de frustración que conllevó el final de lo que se promocionó una vez como revolución. Tal como el libro de Pynchon, en la cinta vemos asociaciones que cuestionan las certezas fáciles y las catalogaciones al uso de la muy manoseada Historia: por ejemplo, la amistad entre un miembro de las Panteras Negras y otro de la Hermandad Ariana. El mitificado mundo de los 60 se derrumba y lo que queda de él son relatos personales en medio de complejas conspiraciones de una realidad que va más allá de lo que se creía estar revolucionando. La cinta es una narración acerca de aquello que quedó de un idealismo que chocó con una realidad compleja y a ratos incomprensible. El título, en este punto, nos da más luces. Como es explicado en la misma cinta, «Inherent Vice» es un término en derecho marítimo que se refiere a una propiedad inherente de los bienes transportados en las embarcaciones que provocan su daño, deterioro e incluso su destrucción. Este sombrío panorama es el que se abate sobre el film, uno que narra una trama de conspiraciones de lo que queda tras un naufragio. La narración se tiñe de un tono siniestro y de una complejidad todavía mayor. Antes que las generalizaciones, la ficción se concentra en la especificidad del relato, o de los relatos. Las peculiaridades de las relaciones de Shasta y «Doc», o de Coy y Hope, son en buena medida lo que determinara como se enfrentan a la realidad excesiva en que se les ha dado vivir. Estas peculiaridades se suman a mis generalizaciones, a esa reflexión inevitablemente amarga, y nostálgica también, sobre ese periodo de la historia. Podemos preguntarnos aquí si Inherent Vice es parte de una suerte de reflexión histórica sobre EEUU que Paul Thomas Anderson empezó con There Will Be Blood, y continuó luego con The Master. Puede que sí. Aunque esa idea es más un distractor. Más que eso, Inherent Vice es un gran film disfrazado en cubierta de obra menor. Entre lo que semeja una obra incomprensible, vive una vital revisitación del final de una época. Por todo el tono amargo, por toda la melancolía, tanto Pynchon como Anderson muestran un amor profundo por estos personajes. Uno no puede menos que querer al desubicado detective que es «Doc», del mismo modo que uno tiende a asentir frente a los ideales que se proclamaron en los 60 como una gran revolución. No ocurrió así. Inherent Vice es un testimonio de sus secuelas, una historia sobre alguien que descubre que la ilusión que perseguía no era sino eso, una ilusión, un fantasma. Con todo es mejor concluir aquí como hace la cinta, o como inicia la novela: Bajo los adoquines, la playa.