Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Yo he sido Alfonso Sastre (* 20.2.1926)

El sábado de esta semana cumplirá 90 años Alfonso Sastre, quien fuera en España, junto con Antonio Buero Vallejo, la dupla de autores teatrales de izquierda en los años del franquismo duro y puro. Obras suyas como Escuadra hacia la muerte, La mordaza, Guillermo Tell tiene los ojos tristes, y muchas otras, fueron para nosotros, la gente joven y con inquietudes culturales por encima del plato cultural oficial, ventanas abiertas por las que respirar otros aires que aquellos aherrojados por la censura. En su homenaje, quiero rescatar aquí este texto mío publicado en la revista Las Puertas del Drama, Madrid, n° 13/invierno 2003.

En Huelva, en la segunda mitad de los años cincuentas, hicimos todo el teatro que se podía hacer en una provincia que era quizás el rincón más olvidado de España. Nos habíamos juntado un grupito que por así decirlo constituía el meollo intelectual de la ciudad, y que estaba ansioso de producir arte fuera como fuese, a pesar de las adversas circunstancias. De manera que los unos escribían, los otros pintaban, los de más allá componían, y todos, éso sí, ensayábamos una que otra obra de teatro que permitiese la censura y que la SGAE nos dejase representar gratis por tratarse de funciones benéficas y/o, desde luego, no de pago. Funciones de aficionados.

Déjeseme decir que ese grupito de Huelva, con el tiempo, encontró sus caminos individuales en la historia grande de los medios de comunicación y en las artes españolas. El mayor de nosotros era Jesús Hermida, y el menor fue –por mor de la simetría, supongo– otro Jesús, Jesús Quintero, el loco de la colina. Entre esos dos corchetes cronológicos crecieron José Luis Gómez (a quien no necesito presentar en una revista teatral); Víctor Márquez Reviriego (¿habrá alguien que alguna vez repita la proeza de sus Apuntes parlamentarios, que le abrieron ventanas y puertas al periodismo del país?), José Antonio Gómez Marín (la Revista de Occidente) y José María Vaz de Soto (¡Arriba Hazaña!); Manolo Garrido Palacios (¡su serie Raíces, en RTVE, cuán alto dejó el listón para los que sigan!) y José Luis Ruiz, creador y director del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva desde 1975 a 1992; el malogrado Manuel Pizán –uno de los pocos españoles que leyó a fondo a Hegel y dejó escrito un libro sobre él– y el también malogrado pintor Alberto Vázquez, y otro pintor, Juan Manuel Seisdedos, a quien se debe la muñeca que aparece en Tamaño natural, la película de Berlanga en fin, un largo reparto en el que dejo de nombrar nombres porque con los dichos creo que sobra y basta. Manuel Vázquez Montalbán, quien algún día se enteró de que todos ellos eran de donde eran y que habían constituido un grupo, se animó a llamarlos “el Bloomsbury de Huelva”. Ole. Y gracias. Aunque la verdad es que no tuvimos entre nosotros ninguna Virginia Woolf, ninguna Vanessa Bell.

Teatro–teatro, de carne y güeso, con decorados, bambalinas y toda la pesca, sólo alcanzamos a poner en escena, que yo recuerde, cuatro obras, y por este orden: Proceso a Jesús de Diego Fabbri; Todos eran mis hijos de Arthur Miller; La muñeca muerta, el monodrama de Horacio Ruiz de la Fuente; y La cornada de Alfonso Sastre, para cuyo estreno onubense nos prestó uno de sus trajes de luces mi entrañable amigo Antonio Borrero (Chamaco), el torero de la época.

Pero hicimos más teatro: sólo que leído. Lo que nos venía muy bien porque todos éramos unos locutores entusiastas, primero de la revista juvenil de Radio Nacional de España en Huelva, y luego –como fundadores y juanpalomos– de la Cope 14, Radio Popular de esa vieja Onuba a la que un desaprensivo del grupo –nadie se ofenda: fui yo– llamaba en sus cuentos Troglodia.

Y aquí también una aclaración: menda, uno de los más juanpalomos de todo el grupo, no era locutor. En aquella época estaba en todo su apogeo la teoría de la fonoplastia, y delante del micrófono sólo llegaban las voces bonitas y que ocultasen delante suya el asento andalú. Osú.

De manera que yo en la emisora pinchaba discos, escribía textos, programaba, grababa (era el único que al principio sabía grabar), y en las producciones teatrales asistía al director, era el oyente ideal de los ensayos –hasta saberme las obras de memoria, con todos sus papeles– y por supuesto me encargaba del montaje musical y sonoro en fondo a las obras que hacíamos leídas. Pero subir a escena, o leer un papel vade retro!  ¿Con esa voz?

No sé exactamente cuándo, pero una de las veces montamos, para leer, Ana Kleiber de Alfonso Sastre. Y la primera de las lecturas era en Valverde del Camino. Allá que nos fuimos todos, pero el compañero que debía leer el papel de Alfonso Sastre –quien actuaba como narrador

de su propia obra– no compareció: se esfumó, sencillamente. Luego supimos que le había dado un ataque de fiebre de candilejas del orden de los 40° centígrados. Lo cierto es que esperamos hasta el último momento, y ya con la sala llena de público, y sin saber qué hacer, el director me agarró del brazo, me condujo hasta la silla del panel delante de la cual –en la mesa– un letrero rezaba ALFONSO SASTRE, y me dijo algo así como que lo sentía (por la lectura, claro) pero que me tocaba darle voz al autor de la obra. Y es así como resulta que yo he sido, al menos una vez, nada menos que Alfonso Sastre. ¡Viva el teatro leído!

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