Recién casados, mi esposa y yo emigramos a la Argentina, o más bien abandonamos Europa. De hecho, fue una decisión tomada como si fuese para siempre. Nos llevamos con nosotros todo, absolutamente todo lo que poseíamos, no dejamos atrás sino los afectos y los buenos consejos de nuestras dos familias, en Holanda y en España.
Nueve meses después estábamos otra vez en el Viejo Continente y a punto de convertirnos en padres, la primera de las tres veces que lo hemos sido. Ya entonces nos prometimos que si alguna vez volvíamos a Buenos Aires lo haríamos igual como al ir y regresar entonces: en barco.
Sólo que en aquél tiempo había transatlánticos de línea que servían trayectos regulares. Hoy en día esos buques de pasajeros no existen. Existe, sí, la posibilidad de viajar en un crucero, pero cualquiera que nos conozca sabe que en la maldita vida nos van a ver a bordo de uno de esos grandes almacenes flotantes, auténticas ferias de las vanidades. De tal modo que si queríamos volver a Buenos Aires por vía marítima deberíamos optar por reservar pasaje en un barco de carga. Y eso fue lo que hicimos. Del 1° al 22 de diciembre del 2001 navegamos desde el puerto alemán de Bremerhaven hasta Buenos Aires en el carguero de contenedores MSC Venezuela, y ese fue uno de los viajes más inolvidables y ricos en vivencias de cuantos hemos hecho.
Hasta hace poco no conocíamos a nadie que tuviera esa misma experiencia, pero el 8 de mayo de este año, estando en Madrid de vacaciones, durante la sobremesa de un almuerzo en casa de unos amigos comunes, nos enteramos de que una pareja amiga había tomado la misma decisión que nosotros. Al cabo de varios años de desempeñarse en Nueva York, y antes de hacerse cargo de sus nuevos puestos de trabajo en España, la fotógrafa Corina Arranz y el periodista Alfonso Armada empacaron sus pertenencias y decidieron regresar al Viejo Mundo también en un carguero de contenedores, viajando desde Montreal a Amberes.
Producto de ese viaje es un libro, Mar Atlántico. Diario de una travesía, cuya lectura me resultó fascinante por las muchas ocasiones de comparar sus experiencias con las nuestras, no tanto las semejantes como las diferentes. No es lo mismo navegar bajo la Cruz del Sur que teniendo ante los ojos, alguna vez, un iceberg. Pero de hecho casi puede decirse que he visto al CanMar Pride –así se llamaba su barco– entrar desde el Mar del Norte en la desembocadura del Escalda: justo ahí, en Breskens, estuve una vez de vacaciones con mi esposa y nuestros tres hijos pequeños, y desde la casa que alquilamos veíamos desfilar majestuosos los cargueros que aproaban al puerto belga por una vía navegable neerlandesa (ambas orillas lo son en ese lugar). Digámoslo así: en un cuento de Cortázar, no sería improbable que 35 años después, Corina y Alfonso hayan mirado a tierra firme y nos vieran verlos pasar, y hasta nos hayamos intercambiado saludos.
Es un libro que realmente he gozado. Y que me recompensó al final con una sorpresa, la Coda, que es una cita justamente de Cortázar: «Siempre he pensado que viajar en un buque de carga siendo un poco pasajero y un poco tripulante debe ser algo maravilloso». Lo es, Julio, lo es, de a deveras: Diny, Corina, Alfonso y yo, damos testimonio de ello, unánime y unísono.
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