Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Un cuento de Karl J. Müller

Esta es ya la nosécuánta vez que le cedo el espacio a una de mis amistades para que publique un texto de su autoría. Ya saben que lo hago por puro egoismo, para que mi blog mejore su nivel.

Hoy quiero ofrecerles un cuento entre borgiano y kafkiano de mi amigo Karl (Carlitos) Julius Müller, un canario de Colonia. Seguro que se van a divertir con él.

Gracias, Carlitos. Y a ustedes, mis fieles lectores, les dejo ya con su cuento.

 

La Torre de Babel. 

La verdadera historia.

Un cuento lingüístico, por Karl J. Müller

 

El fracaso de la magna obra del gran centro comercial y parque de diversiones llamado «Torre de Babel» comenzó en un momento banal, como todos los grandes fracasos, que comienzan en un momento aparentemente sin importancia alguna. Y finalizar finalizó por pura vanidad.

Las obras, en que muchos inversionistas grandes y pequeños de todo Medio Oriente habían puesto sus capitales y ahorros, progresaban a buen ritmo. Miles de obreros, desde simples peones hasta especialistas en preparar argamasas y ladrillos particularmente duros, llegaron a la labor desde todas partes, atraídos por los extraordinarios sueldos que se pagaban. La noticia de que en la obra de la gran Torre de Babilonia se podía ganar en un año lo que en la tierra de uno le costaba media vida llegó a todos los confines del Oriente, hasta a la cuarta catarata del Nilo en Egipto y al reino de los hititas. Incluso desde los límites de la India vinieron. Arquitectos e ingenieros de países vecinos fueron contratados al elevarse la obra por encima de los fundamentos ya que a partir de este momento la cantidad de diseños, cálculos de estabilidad y otros trabajos detallando los planos originales se multiplicaron enormemente.

En la multinacional de los obreros el entendimiento mutuo nunca ofreció grandes problemas. Andando los meses y años entre obreros y capataces se desarrolló una especie de lenguaje común, una mezcolanza del babilonio aderezado con asirio, persa, arameo y una cuantas lenguas más, mezcolanza graciosa que no obstante resultó muy eficaz. Si aparecía algún hecho nuevo, sin que jamás se supiera por orden de quién o por qué motivo, se adoptaba un término o un giro de alguna de las muchas lenguas que circulaban en la obra y al cabo de un tiempo, como por encanto, todos empleaban este término o giro.

A veces durante un cierto tiempo coexistian dos o hasta tres términos que designaban lo mismo, hasta que unos se iban olvidando, o, lo que también solía ocurrir, los términos comenzaban a designar sutiles aspectos distintos de algo que antes había sido una sola cosa o asunto o tarea. Así diferentes palabras de diferentes lenguas podian designar lo mismo, pero cada una tenía un significado distinto, dependía de quién las empleara y de la situación comunicativa. Pero trabajando la gente se entendía y nadie se escandalizaba si por ejemplo oía una palabra aramea en medio de una frase en babilonio. Si no la conocía preguntaba lo que significaba, incluso algún que otro curioso investigaba de que lengua procedía, el resultado de su investigación lo solía comentar con un divertido o admirativo ”¡Qué lo parió!“ y a otra cosa.

Así los trabajos avanzaron a buen ritmo y salvo las trifulcas habituales por asuntos de mujeres, hurtos, borracheras o lo que pudiera ocurrir en medio de una gran masa de obreros. La obra toda estaba en buenas manos.

En los estamentos superiores sin embargo, en los despachos de la gerencia, las cosas fueron de otro modo y ahí surgió el conflicto que finalmente acabó con todo. Como ya dicho, habían llegado muchos arquitectos, ingenieros y técnicos desde todos los confines de la Mesopotamia, y más allá de ella. Los arquitectos-jefes seguían siendo babilonios, al fin y al cabo era su gran obra, pero día tras día se las tenían que ver con otros profesionales que a veces sabían mucho más que ellos. Pero los profesionales extranjeros sólo chapurreaban el babilonio por lo que el entendimiento con ellos a veces se hacía un tanto dificil, sobre todo si había que ponerse de acuerdo acerca de elementos constructivos por diseñar conforme avanzaban los trabajos.

Contrariamente a lo que ocurrió entre el pueblo llano, los arquitectos babilonios de alguna forma oscura se sintieron amenazados en su posición por los profesionales extranjeros. Como para acentuar mejor la diferencia de rango entre ”ellos” y ”los otros“ empezaron a camuflar su falta de competencia, que a veces se evidenciaba, tras la excusa de las terribles consecuencias que pudiera tener un mal entendimiento para la estabilidad y seguridad de la torre y sus obras. Quiere decir que no estaban dispuestos a hacer lo del pueblo llano: entenderse de alguna forma. Tanto alegaron que un día la dirección general de la empresa emitió la radical orden de que en la obra toda todo el mundo tenía que emplear desde una fecha señalada en adelante una sola lengua: el babilonio castizo y puro. Por razones de seguridad. El conocido pretexto habitual.

Los ingenieros extranjeros se quedaron con la boca abierta pero intentaron todo lo posible, hincaron los codos para aprenderlo mejor, pero evidentemente nunca llegaban a dominarlo a la perfección requerida. Además, el babilonio carecía de mucha terminología para la técnica de grandes edificios. Los arquitectos egipcios, con un par de miles de años de exeriencia en la construcción de pirámides y otras edificaciones enormes, propusieron incorporar la suya para casos en que el babilonio de modo alguno ofreciera un término adecuado. Nada que hacer. O babilonio puro o nada.

Después de varios meses de discusiones estériles las cosas acabaron en lo que todos sabemos: en nada. Los arquitectos egipcios se fueron en bloque cuando el director general rechazó por enésima vez el empleo de un solo término del egipcio. Unos cuantos dias más tarde comenzaron a marcharse los técnicos asirios porque este mismo director general les había espetado de mala manera que aprendiesen correctamente el babilonio primero antes de interrogarle por qué se habían marchado los egipcios. Y eso a sabiendas que el asirio y el babilonio eran dos dialectos surgidos de una lengua originaria común. Los que más aguantaron fueron los técnicos judíos porque muchos de ellos desde generaciones ya residían con sus familias en la Mesopotamia y dominaban mejor el babilonio, pero ni ellos. O empleaban un babilonio puro y castizo, derivado del Código de Hammurabi, o nada. Así que de nuevo: nada. Empezaron a volverse a su antigua patria, Judea, llevándose hasta a sus familias asentadas desde hacía siglos entre el Tigris y el Eufrates. Además la coyuntura en el mercado laboral de Judea les fue muy favorable, muchos encontraron trabajo en las obras de un gran centro comercial–templo para su único dios que estaban levantando por estos años en la capital de su antigua patria, en Jerusalén.

Y así se fue desmoronando el brillante equipo técnico a golpe de ”aprenda babilonio primero“, o ”eso no es babilonio correcto“, o ”hay que mantener la pureza del babilonio“, o ”extranjerismos no se admiten“. Por razones de seguridad. El conocido pretexto habitual. Hasta hoy.

Después les tocó el turno a los peritos y capataces a pie de obra. Estos que debían entenderse directamente con los obreros se negaron en redondo a hablarles en babilonio, primero, porque casi nadie los iba a entender, y luego tenían malditas ganas de hacer el ridículo ante su gente. Pero ya era tarde. La noticia de la marcha de los ingenieros egipcios, asirios y judíos y otros tantos había llegado a los trabajadores. Comenzó a circular la duda sobre la seguridad en la obra, y ahora con buenas razones, al faltar prácticamente más de la mitad de los especialistas. Lo que acabó por hundir la obra definitivamente fue la difusión de la causa del porqué se estaban marchando los profesionales extranjeros.

Cuentan las leyendas que la obra en construcción por un momento realmente se tambaleó por una gigantesca carcajada que surgió de una asamblea general de todos los trabajadores en la cual se les quiso explicar las razones del empleo correcto del babilonio, y únicamente del babilonio, y ninguna lengua más en la obra. Al director de prensa de la empresa constructora que tuvo que dar la cara le explicaron algunos sindicalistas en su babilionio–asirio adornado de egipcio–hitita que el director general estaba más sonaoqueunahmaracah y que por favor, que por favor se dejaran de boberías, que la obra iba bien y que se olvidara de purismos babilonísticos, que de alguna forma se estaban entendiendo todos. Sobre todo por razones de seguridad.

Pues ni con el por favor postrero a la gran carcajada, para no dejarlo tan en ridículo al pobre director de prensa, se llegó a ablandar la posición intransigente de la directiva que ya no estaba dispuesta a bajarse del burro. Se le comunicó al sindicato de los obreros en perfecto y correctisimo babilonio que a partir del día señalado se daban planos, órdenes e instrucciones únicamente en esta lengua y se recibían quejas, consultas y ruegos solamente si venían formuladas en correcto babilonio, hablado o escrito.

Al día siguiente comenzó la desbandada general. No valieron promesas a última hora de subidas de sueldo ni otras ofertas suculentas. La pretensión de prohibir el empleo de esta lengua ”creole“ que a lo largo de los años había surgido en la obra, a la mayoría de los obreros les pareció un hecho tan insólito y sospechoso que preferían mandarse a mudar cuanto antes. Una directiva que inventara semejante disparate podía salir con cualquier otra tontería. La obra de la Gran Torre estaba en un punto muy delicado en el cual la absoluta confianza en órdenes y planos era fundamental para la seguridad laboral, y si estos planos procedían de unas oficinas de las cuales los mejores ingenieros y arquitectos ya se habían marchado y que además escupían semejantes órdenes estúpidas;  mejor renunciar a la última paga y desaparecer lo más pronto posible antes de que se le cayera a uno media torre mal calculada encima.

En la obra al fin no quedaron sino los arquitectos, ingenieros y trabajadores oriundos de Babilonia, pero eran muy pocos. Durante algunos meses la directiva intentó seguir con ellos y con nuevos trabajadores contratados. Fue un desastre. El eficaz y profesional equipo multilingüe que se formó desde los comienzos de las planificaciones y sondeos del terreno durante años, se había evaporado por una vanidad lingüística, no se lo pudo reconstituir. Al año se abandonaron las obras definitivamente. La Gran Torre de Babilonia quedó en una tanda de pisos ruinosos, por las escalinatas subían y bajaban divertidas las cabras que frustradas de tanto paisaje plano entre Eufrates y Tigris por fin tenían unas laderas por donde saltar.

Quedó el problema de cómo explicar a los muchos inversionistas la causa del fracaso de la gran obra. Por todo el mundo había corrido la noticia de la exigencia realmente estrafalaria, para no decir otra cosa, de que en la obra se emplease desde el último machacante de barro hasta el arquitecto–jefe una sóla lengua, y ésta únicamente en su versión más pura y castiza. Cabía el peligro de que los inversionistas que habían perdido mucho dinero reclamasen por las responsabilidades, y luego por daños y perjuicios. Pleitos interminables se estaban anunciando.

No se sabe de quién fue la idea genial, probablemente recogida por algún babilonio que había estado en contacto con estos extraños judíos que creían en un solo dios al cual llamaban Yavé, gente siempre algo rara, entre los cuales había unos cuantos que tenían la costumbre de hacer chistes irreverentes sobre lo que fuera, hasta sobre su único dios. En la declaración de “interrupción de las obras” y en la posterior bancarrota de la empresa inmobiliaria «Torre de Babel» se le echaba la culpa a este tal “Yavé”, un dios envidioso que ”había saboteado la obra confundiendo las lenguas de los obreros“ cuando se enteró de que la torre por la altura planificada iba a invadir al mismisimo lugar de su residencia en el cielo. Con esta patraña la directiva logró escabullirse de las responsabilidades y después de autoconcederse los restos de los fondos financieros como última bonificación extraordinaria, se les aconsejó a los inversionistas arruinados que pleiteasen contra un dios al que nadie conocía.

Hoy se está casi seguro de que la idea para esta patraña fuese de origen judío, pero ocurrió que con los siglos se fue olvidando que esta supuesta intervención lingüística del tal Yavé no había sido sino un chiste de aquel momento, inventado por algún ingenioso bromista israelí. Siglos más tarde, incluso ellos, los judíos, se lo creyeron y lo convirtieron en leyenda para enaltecer el poder de su Yavé, su único dios. Lo publicaron así por todas partes y lo más asombroso es que todo el mundo se lo está creyendo a pies juntillas, lo de la confusión de las lenguas en la Torre de Babel, hasta hoy.

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