Cuando Virginia Woolf desató la cinta azul (2010), de la novelista argentina Susana Sisman, es una pequeña obra maestra, como dije en este mismo blog el 13.7.2011. Este hipervínculo les puede permitir releer lo que dejé escrito entonces.
Y lo cierto es que hace unos meses, oyendo una larga conversación que María Esther Vázquez, antigua integrante del Grupo Sur y una de las mejores entrevistadoras argentinas, mantuvo con Susana, me vine a enterar de que en la redacción final de su novela había descartado todo un capítulo, nada menos que el dedicado a Lady Ottoline Morell, que es una de mis dilectas entre las personas del grupo de Bloomsbury. Así es que ni corto ni perezoso le escribí a Susana, en Buenos Aires, rogándole que me enviase el manuscrito de ese capítulo descartado para rescatarlo de la papelera. Y mis ruegos no fueron desoídos, por lo cual tengo el legítimo orgullo de ofrecerles a continuación esas páginas, dignas de estar en la vidriera de Tyffany’s y de que las contemple Audrey Hepburn de córpore insepulto.
Vale. Y sigue Susana Sisman.
Cuando Virginia Woolf desató la cinta azul
Capítulo desechado : OTTOLINE MORELL
– No iremos. Ya lo he discutido con Bertrand. Él coincide con nosotros y nos apoya.
–¿Y cómo lo evitaremos?
– Aún no lo sé. Russell tendrá sus influencias pero no creo que alcance para eximirnos a todos. Por ahora han reclutado a los muy jóvenes. Más adelante nos llamarán.
El grupo Bloomsbury en pleno se había reunido en el jardín de Charleston. Estaban casi todos, sólo faltaban Virginia y Leonard Woolf. No habían podido acudir, ella estaba muy enferma. Vanessa Bell, en silencio, repartía tazas de té que luego cada uno tomaba casi sin darse cuenta. Clive Bell fumaba en su mecedora sus eternos habanos y todos, por turno, esbozaban algún comentario que dejaba traslucir el grado de temor y preocupación que los embargaba. Jorge V acababa de declarar la guerra a su primo, el Káiser Guillermo II, y los Bloomberries estaban decididos a no participar en esa lucha armada.
Al declararse objetores de conciencia, todos sabían que se opondrían a un Goliat descomunal que glorificaba el militarismo, pero aún así no estaban dispuestos a ceder sus convicciones. Bertrand Russell había traído noticias bien claras: los objetores de conciencia serían juzgados a no ser que dedicaran su tiempo a labrar la tierra. Cultivar para producir alimentos. Esa era la consigna. Nada más lejos de los hábitos urbanos de esa tribu de diletantes entregados a las letras, a las artes y al placer de filosofar. Algunos seguían creyendo que serían escuchados en sus reclamos de paz. Otros, como David Garnett, ya estaban perdiendo las esperanzas:
– Terminaremos empuñando un fusil –dijo de repente con una voz casi inaudible.
Duncan Grant quiso responderle, pero no fue necesario, alguien lo hizo por él diciendo:
– No lo harán.
La voz de Ottoline Morell surgió, inesperada, flotando en el aire tormentoso de esa tarde. Se acercaba tomada del brazo de su marido por el sendero chico, tan serena como el azul cielo de sus muselinas. Todos la miraron sorprendidos. Nadie los había oído llegar. Los Morell habían dejado el automóvil estacionado en la grava de la entrada y ella, como siempre, avanzaba con un aire mesiánico. Sus amigos solían mofarse comparándola con la salida del sol: según ellos, Ottoline no aparecía, nacía ante quienes la presenciaban y todo se iluminaba con los colores de sus drapeados y el fulgor de las infinitas hileras de perlas que descendían desde el cuello hasta más allá de la línea de la cintura. Esta vez no fue diferente.
– No se alistarán –repitió mientras las pequeñas plumas del inmenso sombrero parecían acompañar su afirmación.
– Vendrán a Garsington con nosotros –agregó Philip refrendando las palabras de su mujer–, el parque se convertirá en huerto y ustedes podrán trabajar en él.
En los días subsiguientes, Garsington Mansion, la residencia rural de Ottoline y Philip Morell, sufriría modificaciones radicales. Los enormes chandelliers de los salones ya no se encenderían para resaltar los encantos de opereta de la dueña de casa como cuando solía recibir a la bohemia de Bloomsbury, o a las damas del más alto linaje de toda Inglaterra. Ahora se habían dispuesto, acá y allá, pequeñas mesas con sencillas lámparas de escritorio para que los Apóstoles, que alguna vez se habían aglutinado en las magnas aulas de Cambridge, pudieran encenderlas por turno y trabajar duro estudiando, discutiendo y presentando proyectos con propuestas pacíficas.
Esas colosales cabezas, que con el tiempo despuntarían en personajes claves dentro de la vida política y cultural de Inglaterra, se refugiarían allí mancomunados en sus intenciones anti bélicas; y no sólo se inclinarían noche a noche sobre las mesas de trabajo con la esperanza incierta de lograr ser escuchados en el Parlamento; también se inclinarían, durante el día, sobre los coles y las patatas en la improvisada huerta de Lady Ottoline y Philip Morell para cumplir, de este modo, con las exigencias del Gobierno. Ante el Tribunal de Reclutamiento serían labradores; ante sus propias conciencias, precursores de paz.
Los cuartos de huéspedes fueron acondicionados para que todos se sintieran como en casa. Cada uno trajo los objetos que consideró imprescindibles y consiguió armar, como en las épocas de estudiantes, un discreto hogar individual. No obstante, nadie, y mucho menos la anfitriona, comentó nada cuando Aldous Huxley apareció en un coche de alquiler en el que, además de los tomos completos de la Enciclopedia Británica, había conseguido introducir sus palos de golf, raquetas de tenis, y la bicicleta que siempre lo había acompañado en sus excursiones por el campo.
Tampoco hubo comentarios cuando Lytton Strachey se apareció con una canastita que contenía varios pares de agujas y diversos ovillos de lana con los que comenzó a tejer, en los ratos libres, bufandas para los soldados, tarea que alternaba con el estudio del idioma alemán, anticipándose por si invadían “los otros”.
La vida en Garsington comenzó entonces a desarrollarse adaptándose a la doble función de sus huéspedes. Cuando éstos regresaban de sus tareas rurales, Ottoline los esperaba con una buena cena, y antes de que se retiraran a seguir trabajando en el escritorio, siempre había algún detalle o alguna actividad que servía para levantarles el ánimo o hacerlos reir. Tanto podía tratarse de un postre inesperado, que consistía en las mismas naranjas de siempre, pero encendidas en un escénico flambée, como de alguna performance a cargo de ella misma. En ocasiones, era capaz de pararse junto a la pianola y entonar canciones del music hall, o de recitarles poemas que ella anunciaba como anónimos pero que en realidad eran versos de su propia cosecha. Sin embargo, durante esas veladas, cada uno seguía ensimismado, pendiente tanto del cansancio físico por el trabajo en el campo, como de alguna idea que anduvo dándole vueltas en sus cabezas para desarrollar luego en la soledad de la mesa de trabajo. Por eso nadie estaba en condiciones de tomar nota de que el semblante de su anfitriona había perdido algo de su brillo habitual.
Si bien Ottoline nunca descuidó su aspecto de prima donna envuelta en joyas y eternos velos, la expresión de su cara reflejaba una velada tristeza que ella intentaba, con bastante éxito, disimular. Siempre había vivido rodeada de objetos exquisitos que ahora debieron sacrificar su lugar para que Garsington se adaptase a los tiempos de guerra. Cualquiera hubiera podido afirmar que era eso lo que la había afectado. Sin embargo, a ella no le importaban en absoluto. Su marido y su asistente personal podían afirmarlo. Lo que sí la entristeció profundamente fue el hecho de que sus amados rosales habían sido arrancados de raíz para que el extenso parque se convirtiera en una huerta que sus amigos debían cuidar por turnos. De tanto en tanto, la sorprendían frente al ventanal de la sala echando nostálgicas miradas, recordando el estallido de colores que le regalaban su espléndido pavo real paseando entre los canteros y sus rebosantes flores. No era fácil para ella pensar en el pobre bicho que se veía forzado, ahora, a refugiarse entre las ramas de uno de los pocos pinos que quedaron en pie, desconcertado por el cambio que había sufrido su hábitat natural.
De cualquier modo, aunque los demás hubiesen notado la gravedad en las facciones de Lady Morell, tampoco se hubieran atrevido a preguntar. Ottoline vivía en un mundo propio y hablar con ella era como ir por una línea que corría paralela. Ambas corrientes nunca lograrían encontrarse. Sea quien fuere que estuviese en su presencia tenía la certeza de que ella estaba en alguna otra esfera mental. La guerra, el colonialismo inglés, la industrialización, eran temas que dejaba para los hombres, y por esos días tampoco se involucraba en las habituales discusiones sobre la gran contienda. Mientras ellos proyectaban sus pensamientos hacia logros más grandilocuentes, ella sólo se preocupaba por los temas del día a día. Por eso nadie podía imaginar que esta mujer, aparentemente aérea y romántica, podía tener algún pesar, que con el correr de los meses, se sumó a otro motivo de preocupación, esta vez, compartido entre marido y mujer. La causa: no les quedaba una libra para hacer frente a los gastos que demandaba proveer comodidades a sus queridos huéspedes.
Comenzaron por vender un collar que ella había heredado de su familia con el aura de que había pertenecido a María Antonieta, pero a pesar de su incalculable valor no alcanzó. Tuvieron que desprenderse de algunos cuadros y otras obras de arte, hecho que justificaban frente a sus amigos diciendo que los enviaban para ser puestos a buen recaudo hasta que la contienda bélica hubiera terminado. Con el dinero que obtuvieron pudieron ir haciendo frente a los gastos que demandaba alimentar a tantos amigos que, no sólo no llegaron a enterarse nunca, ni a sospechar siquiera, el estado financiero de sus anfitriones, sino que sentían que aportaban su parte. Semana a semana le entregaban a Edith, la cocinera, sus libretas de racionamiento para que la cocina de Garsington estuviera provista de harina, azúcar y polvo de huevo. Ottoline las agradecía efusivamente como si se trataran del mejor bouquet de flores, y siempre apartaba algunos de los vales para entregárselos a Vanessa, porque “los niños debían gozar cada tanto de la horneada de un buen pastel” sin ignorar que Clive, por su parte, sin revelar qué métodos non sanctos aplicaba en el mercado negro, conseguía de vez en cuando alguna barra de chocolate para sorprender a sus pequeños hijos.
Los esfuerzos de esta dama por ignorar la gravedad de las circunstancias en que su país estaba envuelto, estuvieron siempre a la altura de su férrea convicción de que el amor siempre es más fuerte que el odio, y de que la belleza en la esencia de las personas y de las cosas es mucho más poderosa que el deseo de muerte en esos tiempos de guerra. No en vano su amiga Virginia, en momentos de lucidez, siempre afirmaba que cuando en el futuro se escribiera sobre el grupo que los convocaba, Ottoline merecería un capítulo. Y no se equivocaba. Cada uno de sus actos, ya sea por generosidad, profundidad o extravagancia, correspondían a los de la heroína de una novela.
Cuando llegó la primera Navidad, Ottoline se puso en marcha para que Garsington recobrara el mismo esplendor de antaño. Para eso, pidió especial colaboración a sus criadas. Las pobres tenían demasiada gente que atender y no contaban con suficiente ayuda. La mayor parte había partido para sustituir a los hombres en las fábricas y también en algunos trabajos urbanos –Nancy, la robusta ayudante de cocina estaba conduciendo un ómnibus de transporte público–. Eran pocas las que se quedaron en la casa.
Durante esa semana, Garsington tuvo un aspecto caótico. Infinidad de cajas y paquetes fueron diseminados por el salón principal y varios niños, hijos de los pobladores, fueron convocados para ayudar a Ottoline a colgar los adornos navideños en el enorme pino que había hecho traer al interior de la sala. Por suerte, algunos arbustos de muérdago sobrevivieron a la hoz durante la transformación del jardín y pudo adornar con ellos aberturas y barandas.
Cuando la decoración quedó finalizada su cara se iluminó. Fue en busca de dos enormes paquetes con la inconfundible etiqueta de la juguetería Hamley´s, que había traído de Londres por esos días, y los colocó al pie del árbol para los hijos de Vanessa, además del que preparó para su propia hija. También dejó allí una canasta con unos dulces de gelatina, envueltos en papel dorado que la cocinera había elaborado con la cola de pescado que guardó cuando asó los arenques del desayuno. Serían distribuidos, después del almuerzo, entre los pequeños ayudantes que intervinieron en la decoración del árbol. Eso sí, estaban algo escasos de azúcar, pero a los niños les gustaría igual, en la alacena aún quedaban algunos frascos de colorantes y con algunas gotas de diferentes colores Edith consiguió disfrazar un poco la falta de dulzor. Ottoline pidió que almidonaran el mantel con moños bordados en filtiré y cuando llegó el turno de organizar la comida, su cara volvió a ensombrecerse. Después de meditarlo un poco, corrió al escritorio de su marido.
– ¡Phil, querido! –exclamó al entrar.
– ¿Qué sucede Ottie? Cuéntame –respondió él alarmado.
– Phil… este año no tendremos un pavo para la mesa…
– Oh… es eso… No importará. Cálmate. Aunque no tengamos un pavo, Edith sabrá arreglárselas para prepararnos un buen almuerzo. No debes afligirte por eso.
– No, Philip. Debemos hacer algo. Le preguntaré a Clive si puede conseguir uno para mañana.
– No lo creo. A estas alturas ha perdido todos sus contactos gastronómicos clandestinos. Las granjas y las alacenas se van agotando, ya sabes eso. Ni por todo el oro del mundo podrás conseguirlo… Olvídate del bendito pavo.
– No. De un modo u otro necesitamos uno para nuestra mesa de Navidad.
La mañana del 25 de diciembre de 1914 Garsington Mansion había recuperado, por un rato, su brillo de siempre. Las criadas corrían de un lado a otro colocando sobre la mesa larga la vajilla de Sèvres y la platería, las copas altas y los candelabros. Y cuando se acercaba la hora del almuerzo, comenzaron a traer, también, las fuentes con la comida.
Ni bien los invitados arribaron a Garsington, los huéspedes establecidos allí se fueron sumando en el salón principal. Todos estaban inusualmente elegantes. A Vanessa se la veía espléndida con su vestido de seda y su chaleco de chiffón de aires gitanos. Los niños también se habían vestido con esmero, aunque el día anterior se habían negado a cortarse el pelo y lucían las largas melenas de siempre. Al llegar, mientras sacudían la nieve de sus botas, todos, por turno, lamentaron la ausencia de Virginia y Leonard. Ella no estaba en condiciones de salir.
El gong sonó y todos se acercaron a la mesa. El viejo mayordomo comenzó entonces a retirar las enormes tapas abovedadas que cubrían las fuentes, la mayoría repletas de papas y vegetales de la propia huerta cocinados de las formas más creativas. Todos supusieron que la pobre Edith había apelado al paroxismo de su imaginación para poder ofrecer un almuerzo de Navidad contando exclusivamente con los vegetales cosechados en casa. Hasta que le llegó el turno a la fuente más grande. Cuando fue descubierta, un inmenso pavo asado apareció ante la vista de todos, soberbio, majestuoso, rodeado de las manzanas que Vanessa había enviado de su huerta, y coronado por una lluvia de hierbas.
– ¡Ottoline! ¡Bravo! –exclamó su marido– ¿Cómo lo conseguiste?
– Ah… ese será mi secreto.
– Oh… no… Ottoline… –exclamó Vanessa a cuya proverbial intuición nada se le escapaba–, has hecho sacrificar tu bellísimo pavo real para preparar nuestro almuerzo de Navidad…
– Eh… No, no, no. No fue así. Al pobre bicho ya no se lo veía muy feliz. Justamente pereció ayer de muerte natural. Creo que fue depresión…
Nadie notó que debajo de las manzanas que rodeaban al ave faltaba una buena porción. Esa mañana, bien temprano, Ottoline misma se había llegado a Asheham para que Virginia y Leonard también tuvieran un trozo de pavo en su mesa de Navidad.
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