Entre los muchos y por fortuna casi todos buenos libros colombianos que he leído en mi vida, uno de ellos me hizo reflexionar acerca de ciertos malentendidos históricos de los que somos culpables nosotros mismos, pero que por inercia se los atribuimos a otros.
El libro que me puso a cavilar sobre el tema es uno publicado en agosto del 2002, por la editorial Planeta, se titula El tesoro de los quimbayas y su autor es Pablo Gamboa Hinestrosa. Por la solapa biográfica me entero de que Pablo Gamboa Hinestrosa, un bogotano de mi misma edad, también nacido en 1939, fue maestro en artes plásticas de la Universidad Nacional de su ciudad natal, con estudios de antropología en el Instituto Colombiano de esa ciencia, y de historia del arte en la Universidad de Roma. En ese año 2002 –sigue reseñando la solapa– era profesor titular de aquella Universidad Nacional, habiéndose desempeñado antes como docente en la de Antioquia.
Su especialización en arte precolombino lo había llevado a dar conferencias en Alemania, concretamente en Heidelberg, Maguncia, Bonn, Hamburgo y Berlín, así como también en la patria chica de Cervantes, en Alcalá de Henares. Y tenía publicados al menos cinco libros sobre temas de arte precolombino, colonial y republicano. Si todos son como éste del que les estoy platicando, no tengo más remedio que felicitar al profesor Gamboa porque él escribe como a mí me gusta que lo hagan los especialistas en un tema: de tal manera que alguien como yo, ignaro en la materia, logre entender lo que quiso decir. Lo habitual suele ser lo contrario: que escriban de tal manera que los ignaros en la materia creamos que nos están hablando en un idioma donde curiosamente se usan la mismas palabras del nuestro pero que resulta tan ininteligible como el chino de las provincias del noroeste, limítrofes con Siberia. Sin ir más lejos, como añadiría con cara de palo el impasible locutor de Les Luthiers.
Pues bien, en el libro El tesoro de los quimbayas me vengo a enterar de que esa maravilla que está a buen recaudo en el Museo de América de la capital de España, no se encuentra en Madrid desde el siglo XVI, XVII o XVIII, o sea, que no es fruto de la rapiña ni la codicia de los conquistadores. El tesoro de los quimbayas –como nos dice el profesor Gamboa de una manera harto documentada– resulta ser un regalo hecho por el entonces presidente de Colombia, Carlos Holguín, a la reina regente de España, María Cristina de Habsburgo-Lorena, en 1892, con motivo del IV centenario de la aventura de Cristóbal Colón. Y eso porque “la República de Colombia intenta descolonizarse pero todavía la atan lazos de sumisión muy fuertes con la Corona Española”, y eso a pesar de que “luego de la guerra de Independencia, Colombia fue la última nación de América Latina en establecer relaciones diplomáticas con España, en 1886”. Son palabras textuales del profesor Gamboa.
¿Qué quieren que les diga? Al leer esas líneas se me escapó un hondo suspiro de alivio desde lo más profundo del corazón. Aunque no soy español de profesión ni de vocación, sino nada más de nacimiento y pasaporte –que son el primero un dato ginecológico y el segundo un dato administrativo–, me consuela pensar que dispongo de un argumento frente a los tantos amigos latinoamericanos que tantas veces me han enrostrado el expolio cometido por el país España allende los mares.Al menos una parte –y no la más desdeñable– de los tesoros precolombinos que se guardan en la expotencia colonial, al menos esa parte, es un obsequio generosísimo que llegó desde un país independiente y soberano. A lo que no me quedaría por añadir sino aquello que suelen decir los campesinos de mi tierra natal: ¡Viva el lujo y quien lo trujo!
Pero no, la mente humana es retorcida, y la mía está en la lista de espera del Libro Guinness de los Récords para inscribir sus circunvoluciones cerebrales como una plusmarca del retorcimiento. Y se me ocurre lo siguiente : Si Colombia, en 1892, a sólo seis años de haber establecido relaciones diplomáticas con su exmetrópoli, le hace ese obsequio inconmensurable que es el tesoro de los quimbayas, ¿no debería España tener la decencia de devolver un regalo que parece ser que no se merece?
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