Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

El Premio Nobel a Günter Grass

El 30 de septiembre de 1999, en París, a las 13:15 hora europea, en una cabina telefónica de la esquina del boulevard St. Germain con la rue du Bac (donde, por cierto, tiene uno de sus domicilios Fernando Botero), me dieron una de las mayores alegrías de mi vida.

Yo estaba llamando al gran Daniel Mordzinski, el fotógrafo argentino de quien Norma publicó su espléndido libro de retratos de escritores latinoamericanos, La ciudad de las palabras, y que en ese momento se estaba dirigiendo al palacio del Elíseo para fijar con su cámara la vera efigie del presidente Chirac en vísperas de un viaje a España.

Apenas reconoció mi voz, Daniel soltó un grito de alegría: «¡Ricardo, te felicito!», a lo que yo, desconcertado, le pregunté «¿Y por qué?», y a lo que él, jubiloso, me replicó: «¡Acaban de concederle el Premio Nobel a Günter Grass!» La cabina telefónica, lo juro, pareció iluminarse con la luz de las epifanías.

Salí de ella con una sonrisa que bastaba para alumbrar hasta la otra orilla del Sena y me reuní con mi esposa Diny y con el director de El Malpensante, Andrés Hoyos Restrepo, a quien acabábamos de regalarle una visita guiada por el cementerio de Montparnasse: las tumbas de Julio Cortázar, de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, de Baudelaire, de Tristan Tzara, de César Vallejo, de Samuel Beckett, hasta de don Porfirio Díaz, con su guadalupana y su velita siempre encendida.

Y les conté, a Diny y a don Hoyos, que Grass era el Premio Nobel de este año, y no salíamos ni del contento ni del asombro, porque la noche anterior, en que estuvimos aventurando conjeturas sobre quien lo conseguiría esta vez, yo, con la terquedad que me caracteriza, había asegurado que sin lugar a dudas iba a ser un latinoamericano (todo lo más un árabe o un africano), puesto que ya iban cuatro europeos consecutivos: Seamus Heany, la Zsymborska, Darío Fó y José Saramago. Ay, cómo lo festejamos.

En esa hora cenital de la vida de Günter Grass recordé lo que escribí y publiqué en junio de ese mismo año, al anunciarse que era el primer escritor de otro idioma que el castellano a quien se le concedía el Premio Príncipe de Asturias. En esa ocasión, al transcribir una entrevista telefónica que le hice con motivo de tal Premio, escribí y publiqué, también en Colombia, lo siguiente:

«Sólo deseo añadir unas palabras que ya dije en público alguna vez, y en presencia del propio Günter Grass, con motivo del homenaje que le rindió la Universidad Complutense durante los cursos de verano del año 1994, en San Lorenzo de El Escorial: “A los extranjeros que hemos hecho nuestra la Alemania que nos tocó vivir, Günter Grass nos resulta imprescindible para la supervivencia. El es, como nosotros, judío, gitano, turco, sudaca, negro e incluso, incluso, alemán oriental: casi polaco”. Y ahora, además, un gran Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Ojalá que la próxima vez que lo llame sea porque Grass tenga que ir en diciembre a recoger un Premio que le deben en Estocolmo.Ya va siendo hora».

No me las quiero dar de profeta, porque no lo soy. Pero créanme que ese 30 de septiembre de 1999, en París, me sentí de lo más feliz pensando en lo pronto que me habían hecho caso los señores de la Academia Sueca.

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