Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Nuestras primeras películas

Hace poco, un buen amigo leyó en mi Diario lo que conté acerca de Mrs. Miniver y me escribió emocionado contándome que esa fue la primera peli que vio en su vida, y podía recordar cómo, cuándo y dónde la vio, e incluso recordar escenas de la misma. Eso me ha llevado a pensar en una crónica–encuesta donde recoger esa primera experiencia cinéfila de mis amigos, y por eso las preguntas:

¿Cuál fue la primera peli que viste, o que recuerdas?

¿Dónde, cómo y con quién la viste?

¿Qué recuerdas todavía de aquello que, por primera vez, viste en una pantalla?

De las 38 amistades a que les escribí (39 contándome yo mismo) obtuve diez respuestas, que no son un mal porcentaje: un pelín más del 25%. Helas aquí:

Ana Cristina Vélez Caicedo, bloguera de El Espectador con una maestría en Historia del Arte y pendulando entre Los Ángeles y Medellín:

Mi primera peli fue Mary Poppins. Yo no recuerdo mucho, pero mi tío Santiago dice que lloré a los gritos. Que gritaba durísimo que ella no se podía ir. Pero la historia mas linda es la siguiente. Llevé a Toña, mi hija, a ver Bambi. Toña es muy emotiva, pero es muy fuerte. Para Toña no hay nada más horrible que pensar en que una mamá se muere.Ya sabes que ella y yo somos muy unidas. Cuando la mamá de Bambi se murió, en la peli, mi hija lloraba sin emitir un gemido. La vi limpiarse la carita varias veces, su carita de muñeca. Entonces le dije: «Amor, ¿estás llorando?»,  y me contestó: «No, mami, no estoy llorando, son mis ojos que lloran solos».

Reinaldo Spitaletta, bloguero y memorialista aposentado en Medellín:

Fue en 1962, cuando vivía en el barrio Manchester, de Bello, Antioquia, muy cerca de una estación del ferrocarril. La película no la recuerdo, solo sé que era de vaqueros e indios, en el Teatro Bello, un teatro a la italiana que diseñó el arquitecto Albano Germanetti, y que ya demolieron. Cuando se apagaron las luces creí que estaba en otro planeta, o algo así. Recuerdo que me llevó un vecino, Alfonso Correa, con su hijo, Carlos, porque papá, que trabajaba entonces en una represa (la de Miraflores) con una compañía estadounidense (la Taylor Wooldrow) le pidió que me llevara, ya que él solo venía a casa cada mes o algo así y seguro yo ya le había dicho cuándo me iba a llevar al cine. Era una función matinal (a las 10.30 de la mañana). La pantalla era enorme (así me lo parecía) y tenía un encanto: uno se preguntaba quién podría estar atrás de ella. Las imágenes de la película eran sobrecogedoras, inmensas, uno no podía creer que tal situación estuviera sucediendo. No sé cuál era la historia que contó el filme. Estaba extasiado. Es irrepetible esa emoción. Un hallazgo fuera de serie. Los colores, la música, el movimiento, los caballos, los disparos, los sombreros, los gritos de los indiosDespués, el cine de domingo ocupó mi infancia en ese teatro y en otros dos que había en Bello, mi pueblo natal: el Iris y el Rosalía. Y ya esa es otra historia o muchas historias.

Violeta Rojo, ensayista y especializada en microficción, en Caracas:

Creo que la primera película que vi en cine  fue Blanca Nieves y los 7 enanitos. No sé qué sentí, porque ya mi generación es de TV y no hubo maravilla. Además, es una película que he visto tantas veces que ya no sé si es un primer recuerdo o son recuerdos inventados. Sí creo que la canción de los enanitos me impactaba mucho. Ahora, sin embargo, le sufro Acondroplasia, Nanosofobia o Lollypopguildofobia, quizás por eso. También recuerdo Bambi y lo que lloré cuando murió su mamá. Cuando la vi de nuevo con mi hija volví a llorar.Y la locura de la mamá de Dumbo es de las cosas más tristes que he visto en cine. En fin, no sé cual fue la primera película, pero estoy totalmente segura que fue de Walt Disney.

Marcos Villasmil, periodista, asimismo en Karakogrado, capital de Venezuelistán:

¡Caramba, Ricardo! Toda una jurungada de recuerdos. Opto por el verbo «recordar», más que ver. La memoria siempre es selectiva, y ser niño no es una excepción, al contrario. La primera película que recuerdo haber visto es El Mago de Oz (¡yeeessssss!!!) Mi hermano Rafael –mucho  mayor que yo, y fallecido hace muchos años– me llevó a verla. Los Villasmil –papá, mamá, siete hermanos (cinco hembras, dos varones)– estábamos recién llegados a Caracas de nuestra nativa Maracaibo, y vivíamos en una zona mágica para un niño amante del cine, ya que había tantos cines en las cercanías como para hacer imposible recordarlos todos; cuántos ¿diez? ¿doce? no importa. Había los domingos en ese entonces –finales de los cincuenta–, además de las tres funciones diarias de 5, 7 y 9 pm, funciones a las 11 am y 3 pm. El cine se llamaba Urdaneta (como el héroe zuliano de la independencia) y era más bien de los más modestos de la zona en tamaño y decoración, y no íbamos mucho, a pesar de que quedaba a cuadra y media del apartamento donde vivíamos; ¡y es que antes quedaba el Teatro Metropolitano , una auténtica belleza, con piso de mármol en la entrada, espectáculos teatrales, y un telón de boca que dizque rivalizaba con el de La Scala de Milán! Suprema ironía: años después el Urdaneta se convirtió en un muy lúgubre cine pornográfico. Mi recuerdo es que la emoción me brotaba por todos los poros; ¿Puede haber acaso un niño que no se sienta magnetizado por la exuberante fantasía de El mago de Oz, la perfección de las imágenes, de la música, de la historia,  amalgamadas en  un gran cuento de hadas?

Jorge Rodríguez Padrón, uno de los más finos críticos literarios del idioma español, en Tres Cantos, por las cercanías de Madrid:

La señora Miniver, ¡ah! La primera película de mi vida: yo, con mis padres, en el cine Avellaneda de Las Palmas de Gran Canaria; abría los ojos incrédulo, pestañeaba con el brillo del blanco-y-negro Y el paracaidista en la puerta… Hebras de memoria que cómo tejer ya… No seas cruel, sacándonos las vergüenzas al mundo… Uno, en aquellos tiempos que vete a saber (yo, desde luego, no lo sé) lo que nos pasaba por la cabeza, no se enteraba de nada… O quizá sí, supongo; pero tampoco de demasiado  La señora Miniver, como te digo: reducida a destellos de blanco y negro en una pantalla; a una puerta que se abre y el paracaidista (o el soldado que busca refugio, o…) en el marco, allí quieto Que ni sé si habló Nada podría afirmar con certeza; es tanto tiempo que ha ido socavando el recuerdo Más fácil es la compañía de los padres; la sala de cine que seguí viendo al pasar, a lo largo de los años; o frecuentando, más tarde, solo o con amigos Tienes, querido, ideas entrañables. La primera película: de no andar tú por medio, jamás hubiese vuelto al cajón a rebuscar. Total, para tan poca cosa: hebras apenas.

Juan Antonio González Fuentes, poeta, a la orilla del Cantábrico, en Santander / España:

La pregunta, creo, requiere algunos matices. No puedo recordar con plena exactitud cuál fue la primera película que vi en mi vida. Cuando me retrotaigo en mi memoria, vislumbro fotogramas de películas de Disney en el cine Capitol de Santander, cine donde las mañanas del 6 de enero, día de Reyes, el Banco de Santander organizaba para los hijos de los empleados una sesión de películas infantiles a cuyo término los mismísimos Reyes Magos, subidos al escenario y ayudados por sus pajes, repartían regalos a los niños.

Sin embargo, la primera película que recuerdo me conmocionó y me hizo entender que el cine podía ser algo diferente a la idea de cine de entretenimiento que yo tenía entonces, fue la primera vez que vi Amarcord, de Fellini, en el salón de actos de la Obra Cultural de Caja Cantabria. Ya estaba yo terminando el bachillerato, y el profesor de historia, Vicente Fernández Benítez (aún lo recuerdo perfectamente), llevó a la clase a ver esa película. En mi memoria está grabado a fuego el comienzo de la película, el aula del colegio lleno de alumnos con rostros imposibles…, ese comienzo ya me atrapó del todo y me hizo ver que estaba ante algo distinto, diferente. Luego vino la música de Nino Rota, la imagen de la estanquera con sus enormes pechos, el motorista fantasma recorriendo a toda velocidad las calles de la ciudad, los fascistas obligando a beber aceite de ricino al padre del chico protagonista, el trasatlántico surgiendo de la niebla y los ocupantes de los botes (casi todo el pueblo), fascinados ante la visión; el lujoso hotel con la hermosa protagonista que se entrega al príncipe o aristócrata fascinada por la puesta en escena; la secuencia final, con la boda de la protagonista y el banquete en mitad del campo, con un ciego tocando el acordeón

Esa es la vez que descubrí el poder gigantesco que tiene el cine para hacer historia, para contar historias, para explicar la historia, para fascinar mediante el poder narrativo de una imágenes que explican el mundo.

Marianela Castillo Jaramillo, lectora contumaz e impenitente, en los madriles:

Los últimos de Filipinas en un cine de verano de mi pueblo, Armilla, en la provincia de Granada. Mi tita Lourdes, la hermana soltera de mi madre, nos llevó a verla a mi hermana, a mi prima Carmelina y a mí. Recuerdo que estaba sentada, en una silla de madera de tijera, entre mi tita y hermana. Recuerdo perfectamente, y sólo tenía cinco años, que antes de comenzar la película unos cuantos muchachos iban ofreciendo tabaco, caramelos, pipas de calabaza y polos de limón y de naranja. La tita nos compró un polo a cada una; el mío era de limón. De la película recuerdo el guerrear de los españoles y, sobre todo la música que aún recuerdo vivamente, y de que salí llorando del cine sin consuelo. La tita me dijo que si no dejaba de llorar nunca más me llevaría al cine. Lo que no recuerdo es si dejé de hacerlo. Ya ves, mi querido amigo: no me acuerdo de la mayoría de las películas que he visto hace poco, y Los últimos de Filipinas la tengo grabada a fuego. ¡Qué cosas!

Samuel Whelpley, ingeniero civil, tuitero y lector voraz, en Barranquilla (a) Caimanópolis:

​Mis primeras películas que recuerdo bien fueron llanto. Debía tener como 9 años cuando me llevaron en una matiné a ver Bambi. Lloré cuando la madre de Bambi muere y el padre se lo comunica: «Tu madre no volverá». Hubo otra berreada monumental, fue en una cinta de Franco Zefirelli que se llamaba El Campeón, con Jon Voight como un boxeador, padre soltero de un niño, que necesita dinero, y muere en el ring. Hubo otras más, pero si una película me hizo entender el cine como arte fue La piel dura, de Truffaut. Debía tener como 13 años cuando mi tío sacerdote me llevó a verlo. Ese día supe que el cine era algo más que diversión de un rato, sino un medio para contar historias, como la mía en ese momento. Recuerdo la escena. Un niño pequeño cae de un quinto piso y no le pasa nada. La mamá se desmaya de la impresión. «Los niños tienen la piel dura», le dice alguien.

Y yo, periodista, memorialista, en Weiß / Colonia, Alemania:

Tengo la duda de si la primera peli que he visto fue La señora Miniver o una  de Merle Oberon, un melodrama titulado Como te quise, te quiero. Sí sé que fue en un cine de verano, el Colón, a tres cuadras de mi casa y en terreno colindante con el viejo campo de fútbol del Recreativo, el  querido Velódromo. Y hasta puede que haya visto las dos en una sola noche, porque daban muchos programas dobles, eran los tiempos en que el metraje duraba hora y media, algo que empezó  a decaer cuando llegaron las grandes superproducciones de los años 60.

Me queda como broche de oro, Lillian, mi amiga de Jalisco, con una frase definitiva:

Pasé un par de horas tratando de responder a tu convocatoria y lo que puedo decir sin faltar a la verdad es que mi mamá nos crió en los cines de Guadalajara.

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