El barranquillero Jaime Manrique Ardila publicó en 1999 un libro, primero en inglés y un par de meses después en castellano, pero no traducido por él. Un libro, digo, cuyo título no sé si es una provocación: se titula Maricones eminentes y acerca de él ya nos había llamado la atención pioneramente la revista El Malpensante.
El libro lleva un subtítulo a primera vista megalomaníaco: Arenas, Puig, Lorca y yo, donde pareciera como si el autor se equiparase, desde la portada, con Reinaldo Arenas, Manuel Puig y Federico García Lorca. Prefiero entender que ese «y yo» quiere denotar una relación, es decir, la que ha habido en el plano de lo personal y la que sigue habiendo en el plano intelectual entre Arenas, Puig, Lorca y el autor. Pasaría aquí algo así como en el título generalmente mal entendido de un clásico de Vicente Aleixandre, La destrucción o el amor, donde esa conjunción «o» no es disyuntiva sino equiparativa, de manera que el título debe ser leído como «La destrucción, es decir: el amor».
Pero volvamos a Jaime Manrique Ardila y a su libro. Confieso que la lectura del adelanto aparecido en El Malpensante me abrió el apetito por conocer la obra completa, y confieso que la obra completa no defraudó mis esperanzas: este libro encierra muchísimos méritos, de los cuales no es el menor el de haber sobrevivido a la traducción y a la edición.
Para que nadie crea que soy demasiado duro con la frase anterior me limitaré a dejar constancia de que en la edición en castellano aparecen ocho referencias al teatro popular que dirigió García Lorca durante las jornadas de extensión cultural de la República Española, un teatro popular que forma parte del acervo intelectual colectivo y todos ustedes saben que se llamó La Barraca: en el libro que comento aparece ocho veces mencionado como La Barranca. Que es algo así como si yo hablase de la farándula más famosa de Colombia, y en vez de decir La Candelaria dijese La Calendaria. Por favor, por favor.
Aparte de éso, que es error de bulto, la traducción –para decirlo empleando sus propias expresiones– casi no logra salir del clóset del idioma inglés. Y luego, los duendes de la imprenta se han portado muy mal con el texto. Baste decir que el uso anárquico de las cursivas convierte en una obra de Aldous Huxley la Rebelión en la granja de George Orwell. Y como el libro está editado en Colombia resulta no ya cómico sino hasta ridículo que se le explique a los lectores qué cosa es una almojábana y qué se entiende por cachaco: es algo así como llevar lechuzas a Atenas… o almojábanas y cachacos a Bogotá.
Amén de ello, en 1977 no hacía dos meses, sino dos años de la muerte del general Franco. Y por si todo esto fuera poco, en menos de cinco páginas hay una persona que cambia de sexo sin que se nos explique por qué: de ser «amiga» en la página 100 pasa a ser «amigo» en la página 105. Por favor, por favor, un poco de respeto al lector, que es pagano, como dicen los españoles, es decir: que paga, y no poco, que los libros no son precisamente baratos.
Pues bien: a pesar de todo, el libro de Jaime Manrique Ardila sobrevive, y sobrevive porque es un libro escrito con una sinceridad y una honestidad apabullantes, que se concentran como un extracto en las cuatro espléndidas páginas finales, donde la traducción le hace honor al original y es también de buena calidad. Manrique tiene razón al resumir –cito literalmente sus palabras– que «el asesinato de Lorca, el suicidio de Arenas y la muerte de Puig en el exilio, se oponen con claridad cristalina al régimen del General Franco en España durante cuarenta años, al gobierno férreo de Castro en Cuba durante casi cuatro décadas, y a los miles de <desaparecidos> a manos de los militares argentinos en los años 70. Estos escritores (además de ser artistas de primer orden, grandes innovadores) no sólo hablaron en sus obras de la opresión de los marginados, sino que tuvieron los cojones de los que carecen muchos escritores heterosexuales».
Hasta aquí la cita literal del capítulo final del libro de Jaime Manrique Ardila y séame permitido añadir que, de vez en cuando, y cada vez más, conviene seguir el consejo del inolvidable Felipe Boso: «Llamemos / a las cosas / por su nombre: / cosas».
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