Reinhold Messner, el legendario escalador italiano, del Tirol, es uno de los pocos seres humanos, 28 en total hasta ahora, que han coronado las catorce cumbres independientes superiores a los 8.000 m (Everest, K2, Kanchenjunga, Lhotse, Makalu, Cho Oyu, Dhaulagiri, Manaslu, Nanga Parbat, Annapurna, Gasherbrum I, Broad Peak, Gasherbrum II y Shisha Pangma, todas ellas entre el Himalaya y el Karakorum).
Ha sido también el único en hacerlo sin oxígeno suplementario, y el primero en subir solo al Everest, amén de haber atravesado a pie la Antártida por el Polo Sur, Groenlandia por su eje longitudinal, y el desierto de Gobi.
Y hay un hermoso documental suyo que hace parte de una serie titulada “Las moradas de los dioses”, las de aquellos que fueron adorados en las montañas. Su objetivo era narrar la escalada de una cima andina, el Licancábur (“la montaña del pueblo”, en el ya extinto idioma kunza), de 5.921 m según la Enciclopedia Salvat: en Wikipedia tan sólo le acreditan un metro menos. Se encuentra en la frontera chileno–boliviana, en la zona del desierto de Atacama, y era una de las alturas sagradas de los incas, donde sus sacerdotes se reunían en fechas canónicas para celebrar al Sol.
Cierto es que se han encontrado ruinas en las cumbres no sólo de esta montaña, sino de varias otras, y todas ellas avalan el dato de que allí se celebraban regularmente ceremonias rituales. Pero hay algo que no me convence en la explicación que se da a la escalada de esas tan altas cimas, por parte de los sacerdotes, en determinadas fechas. Lo hacían, nos asegura Messner, para manifestar y recalcar la supremacía de los incas y/o su casta religiosa sobre el resto de los mortales: sólo ellos eran los que tanto podían aproximarse al Sol, sólo ellos eran los que estaban en condiciones de superar el áspero camino hacia la inhóspita cumbre y entenderse allí con los dioses.
Santo y bueno, pero séame permitido entonces hacer la siguiente reflexión: si Messner tuviera razón, eso nos obligaría a pensar que las poblaciones sometidas por los incas tienen que haber estado integradas –y además en su totalidad– por auténticos estúpidos que nunca supieron sumar 2+2=4. Y la verdad de la milanesa (como dirían en el Río de la Plata) es que ese cuento no me lo como. Porque si hay algo que sí puede certificarse con absoluta certeza, es que tales santuarios no fueron construidos por los sacerdotes, sino por los sometidos. Y los sometidos, tan sólo por el mero hecho de haber logrado levantar edificaciones ciclópeas en las cumbres de tales montañas, y en condiciones que exigen esfuerzos casi sobrehumanos, ya demostraron que estaban si no por encima, por lo menos al mismo nivel que la casta de los sacerdotes.
La única explicación posible que no invalidaría la teoría de Messner es que aquellos lugares ceremoniales fueran construidos por los propios dioses, pero en lo que a mí respecta me resulta difícil imaginarlo, ni qué decir creerlo. Y en cualquier caso, este género de construcciones siempre hace que recuerde uno de los primeros poemas de Brecht que leí ya directamente en alemán, y que luego he traducido y publicado. Se titula “Preguntas de un obrero lector”, y es harto elocuente:
¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?
En los libros están los nombres de los reyes.
¿Fueron los reyes quienes acarrearon los fragmentos de roca?
Y a la tantas veces destruida Babilonia
¿quién la reconstruyó tantas veces? ¿En qué casas
de la Lima resplandeciente de oro vivían sus constructores?
¿Cuando estuvo terminada la muralla china, adónde fueron de noche
los albañiles? La gran Roma
está llena de arcos de triunfo. ¿Sobre quién
triunfaron los Césares? ¿La tan celebrada Bizancio sólo tenía
palacios para sus habitantes? Hasta en la legendaria Atlántida,
incluso la noche cuando el mar se la tragó,
quienes se ahogaban les gritaron a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él solo?
César derrotó a los galos.
¿No lo acompañaba por lo menos un cocinero?
Felipe rey de España lloró cuando le hundieron
su Armada. ¿No lloró nadie más?
Federico II ganó la guerra de los siete años. ¿Quién
venció sino él?
Cada página una victoria.
¿Quién cocinó los festines del triunfo?
Cada diez años un gran hombre.
¿Quién pagó las gastos?
Demasiadas historias,
demasiadas preguntas.
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