Uno de mis vicios más conocidos (de los secretos mejor no les hablo) consiste en coleccionar libros de memorias, autobiografías, diarios y epistolarios. Debo a la más fortuita y afortunada de las casualidades haber adquirido un día ya lejano las memorias de Martha Senn. Les cuento :
Me encontraba en una cafetería de Madrid, e inesperadamente para mí apareció por allá el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda. No nos veíamos desde hacía muchos años, cuando cenamos con Alvaro Mutis (la inconfundible voz de Los intocables) en un restaurante también madrileño tapizado de fotos y carteles taurinos, y una que otra cabeza disecada de algún cornúpeta famoso. Lo cierto es que en esa charla salieron a relucir las memorias de Martha Senn, la exquisita mezzosoprano compatriota suya. Era un libro que yo desconocía, y el bueno de Juan Gustavo tomó nota para pedirle a Martha que me lo enviase. Como así sucedió, y de a deveras se lo agradecí a los dos de todo corazón.
Porque ese libro que se titula Notas sin pentagrama, acompañado del compacto Un ruiseñor en la catedral, es una pequeña joya. Tiene la frescura y el encanto de las memorias dictadas de viva voz por otra mujer muy bella, Ava Gardner, que merecieron el honor de ser traducidas al castellano por una excelente escritora, Lucía Graves, la hija del altísimo poeta que fue Robert Graves. Pero no divagaré más, que este post se va ya pareciendo al Who’s who?
Las memorias de Martha Senn me gustaron mucho por todo lo que vi en ellas de una sinceridad que no excluye la vanagloria, legítima en su caso, y por el homenaje que rinde a unas amistades que se le han vuelto imprescindibles, como la de su entrañable Ermanna Ganapini, a quien por su amor a las hierbas y a los gatos rebautizó cariñosamente como Erbetta Gatipini. Me gustaron mucho por lo que sentí en ellas de afán de comunicar una soledad que nunca estuvo mejor acompañada: de los propios recuerdos y del propio deseo de triunfar y de hacerlo allí y así como lo quería en lo más íntimo de su ser. Me gustaron mucho porque Martha Senn reconoce una y otra vez la grandísima suerte que le fue acompañando en el nada fácil camino de una carrera como cantante de ópera empeñada en darle vida –para sólo citar tres ejemplos– a Carmen, a la Charlotte del Werther y al Cherubino de Las bodas de Fígaro (una de cuyas arias, por cierto, inspiró en su día el que sigue siendo el himno nacional de Cuba, y no crean que soy un sabio musicólogo, le debo el dato a Alejo Carpentier).
Pero lo que más me sedujo de estas memorias de Martha Senn es su amor por Colombia, al que ha tenido que sacrificar no pocas horas de estúpida incomprensión burocrática en varios aeropuertos del mundo, donde un pasaporte expedido en Bogotá parece ya casi un sinónimo de narcotráfico. En todo momento ha sabido ella dejar alto el pabellón de su país, y si bien aunque español estoy a salvo del pecado de nacionalismo (loado sea el inferiocre general Franco, quien me lo curó de raíz), sé de sobra que existe un nacionalismo bueno, que es el de Martha Senn.
Yo me pregunto tan sólo por qué alguna de esas veces que en los aeropuertos la han chicaneado por culpa de su pasaporte, no ha adoptado la actitud de Oscar Wilde cuando visitó los Estados Unidos y le preguntaron en la aduana si tenía algo que declarar: «Sí», replicó: «mi talento». Con lo que estaba diciéndole al aduanero que, a su juicio, el talento era en los USA una mercancía de importación.
A Martha Senn yo le hubiese dado el siguiente consejo : Cuando vuelvan a escudriñarle todo el equipaje, cuando le deshagan todas las maletas, a la busca de esas drogas que parece ser que los colombianos cargan siempre consigo, plánteles cara y dígales: «Oiga, yo, la droga, la transporto en los pulmones y en la garganta y en las cuerdas vocales. Para este contrabando sus detectores son ridículamente inútiles. Vengan a oírme a la ópera, y les aseguro que los vuelvo adictos. Para el resto de sus vidas».
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