Desde el 17.10.54 hasta el 31.12.99 le he dedicado a la Radio 45 años, dos meses y catorce días de mi vida. Tengo implementada, pues, en mi disco duro, una deformación profesional que me hace ver (oír) radio hasta cuando el soporte lo impediría físicamente: en las páginas de un libro. Y uno de los pocos, de los muy pocos descubrimientos que creo haber hecho, a lo largo de mi larga vida como lector, es el de la presencia de la radio, en calidad de Deus ex machina, dentro de la literatura en lengua española, especialmente en la de América Latina.
No hablo de que se la mencione aquí y allá, aunque de eso también hay mucho; muchísimo más, tendría que añadir. No. Hablo del momento en que resulta que aquello que oyen los personajes de aquellas narraciones donde la radio aparece, ese mensaje que transmite la radio es el motor de la acción que sigue.
Se puede ver (y oír) de manera clarísima en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, la admirable novela de la pereirana Albalucía Ángel, algunas de cuyas páginas son lecciones de Historia de América Latina. En particular donde se relatan los momentos inmediatamente posteriores al asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y cómo se inicia el bogotazo: la familia de la protagonista oyéndolo todo transmitido por las emisoras locales, incluso en vivo el disparo que acabó con la vida del fotógrafo Parmenio Rodríguez (un balazo que atraviesa su cámara y le destroza el cerebro, episodio que se repetiría con un camarógrafo sueco cuando el pinochetazo de nuestro 11S, el del asalto –financiado por la CIA– al poder legalmente constituido en Chile).
Páginas enteras de La tía Julia y el escribidor, del peruano Mario Vargas Llosa, avalan lo que digo sobre el papel de la radio en la vida cotidiana de Latinoamérica, y su reflejo en su literatura. Y el cuento “Cambio de luces”, del argentino Julio Cortázar. Y las novelas Boquitas pintadas, del también argentino Manuel Puig, y La guaracha del Macho Camacho, del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez. Y las obras teatrales Bôca de ouro, del brasileño Nelson Rodrígues, y El vuelo de la grulla, de la costarricense Ana Istarú. El mexicano Fernando del Paso echa mano de su experiencia de años en el servicio en lengua española de la BBC, y hablando de una subdivisión del Pabellón Acústico, escribe: «Como puede usted apreciar, las paredes y las puertas son de corcho, las alfombras son gruesas, y todo el diseño, en general, corresponde ni más ni menos que al diseño de un estudio de radio». Y en Viajes en la América ignota, su compatriota Jorge Ibargüengoitia nos ilustra acerca de que «el invento científico que más ha transformado la sociedad mexicana no es ni la locomotora, ni el teléfono, ni la energía atómica. No es, ni siquiera, y a pesar de la enorme importancia que ésta ha tenido, la “tortilladora automática”. La tortilladora ocupa un triste segundo lugar. El invento fundamental en la transformación de nuestra cultura es la radio de transistores.
Todos los países y todos los géneros literarios, según lo demuestra el extenso archivo que logré armar a fuerza de lecturas y de no perder de vista esa presa, un animal todavía no abatido por la cinégetica analítica de la literatura del continente. Repito ahora lo que dije en este mismo blog el 14.1.2020: «La presencia de la radio en la vida diaria de América Latina, y cómo es que a veces actúa incluso como Deus ex machina en los destinos de los protagonistas de su narrativa, ¡qué tema para una tesis de doctorado! Si algún estudiante de Románicas que lea estas líneas se animase alguna vez a doctorarse con una tesis sobre el tema, que no dude en contactarme, tengo un gran archivo de citas a su disposición».
Entre ellas esta, tomada de las páginas 122 a 124 de la novela El desbarrancadero, de Fernando Vallejo (Alfaguara, Madrid 2001):
̶ ¿Nunca se te ha antojado ir al cine, abuelita?
Que para qué, esas eran novelerías.
̶ ¿Novelerías El Corsario Rojo o El Corsatio Negro? Por Dios, abuela, estás loca, no sabés lo que decís. ¿Por qué hablás de lo que no conocés? Vos lo único que sabés es lavar, planchar, barrer, trapiar, cocinar, criar gallinas y marranos, cuidar perros y limpiar café. Ah, y oír radionovelas. ¿Cuántas te oís al día? ¿Cinco? ¿O diez? ¡Qué aburrición!
̶ ¡Eh! ¿Y por qué me tienen que llevar la cuenta? ¿Es que ustedes pagan la luz?
̶ No, abuelita, no es por la luz, la luz la paga el abuelo. Es que las radionovelas te pueden embrutecer.
Oía, como dije, entre cinco y diez y las mezclaba todas, la de las once de la mañana con la de las seis de la tarde, y si uno le preguntaba por una la confundía con otra. Su mundo era una lucha inacabable entre los buenos buenos y los malos malos. ¿Y yo, abuelita, dónde estaba? ¿Entre los buenos? ¿O entre los malos?
La televisión nunca le gustó porque no tenía poder de sugestión. […] ¡Qué aparatico imbécil el televisor! Maravilloso el radio y sus radionovelas en las que la señora podía, si quería, imaginarse que andaba en lecho de rosas tomando champaña con el Príncipe Azul. Aunque, pensándolo mejor, ¿para qué iba a querer mi abuela tomar champaña habiendo chocolate?
**********************************