Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

La cita y el original

Una de las manías a las que estamos sometidos los escribidores, pero no sólo nosotros, es la de citar. Parecería que cuando apoyamos nuestras palabras con las de alguien ilustre (arguyendo, por ejemplo, «como decía Quevedo»), reforzásemos y hasta hiciéramos inatacable el argumento que defendemos.

Lo que pasa es que la memoria es flaca y puede suceder que le atribuyamos a Góngora lo de «aborto de ovas y lamas», que es un octosílabo del primer monólogo de Segismundo en La vida es sueño (sé de quien lo ha hecho, de muy buena fe, y se sintió harto sorprendido al llamarle yo la atención sobre la verdadera paternidad del verso, que es de Calderón). Pero se trata de una minucia, a todos nos puede ocurrir inferirle a Borges una frase de Stevenson, y hasta el propio Borges se sentiría orgulloso del error, qué caramba.

Algo peor es cuando citamos mal el texto por fiarnos excesivamente de la memoria. Así por ejemplo, en una novela de una excelente poeta y narradora uruguaya, Cristina Peri Rossi, la siguiente dizque cita de don Antonio Machado: «Contra el amor, nada prueba la inexistencia de la amada». Es tan pedestre que uno se lleva las manos a la cabeza, no, no puede ser que don Antonio haya escrito nada así. Y no lo hizo. Lo que don Antonio escribió, tan bello, dice así: «No prueba nada / contra el amor, que la amada / no haya existido jamás». Independientemente de ello, les recomiendo la novela de la Peri Rossi, titulada El amor es una droga dura. Vale la pena.

Y siguiendo con el tema de las citas a trasmano, tengo un ejemplo personal (y me golpeo el pecho en un triple y canónico mea culpa), que me hace ser muy precavido en esta materia. Cierta vez, durante la Feria del Libro de Fráncfort, la famosa Buchmesse, estaba yo cenando con dos escritoras de América Latina, la argentina Esther Andradi y la colombiana Sonia Solarte. Fue Sonia quien sacó a relucir en la conversación el nombre de doña María Zambrano, y los tres alabamos unánimes la profundidad de su pensamiento y la gracia de su escritura. No sé por qué se me ocurrió citar de su ensayo sobre el estoicismo, y la cité de la siguiente forma: «Cuando un español dice de alguien que es un filósofo, no está queriendo decir que es alguien entendido en la teoría del conocimiento, la lógica, la metafísica o la ontología, sino mucho más sencillamente que es alguien mejor dotado que los demás para soportar las muchas adversidades del destino».

Como desconfiaba de haberla citado en términos literales, busqué al llegar a esta mi casa de Colonia, en su ensayo sobre el estoicismo, qué es lo que verdaderamente escribió doña María, y lo que dijo es ésto: «Cuando en España se dice o le dicen a alguien que hay que ser filósofo, ha de entender que es preciso soportar serenamente, y con un tanto de sorna, algo muy difícil. Para el pueblo español, filósofo es algo que tiene que ver mucho con los reveses y tropiezos de la vida: en un mundo feliz no sería menester ser filósofo. No es, pues, la filosofía un afán de saber, sino un saber resistir los azarosos vaivenes de la vida: es una forma serena, sabia, de acción. Es una conducta. Conducta basada en ver la cara y cruz de los acontecimientos: en ver la vida como un tapiz al que hay que darle la vuelta».

Hasta aquí la cita de la grande doña María Zambrano, y créanme que quedé escarmentado para mucho tiempo de volverla a citar si no es con el libro por delante.

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