Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

In memoriam Juan Drago

Escribo estas líneas todavía bajo el doloroso impacto que me ha producido la muerte de Juan Drago, uno de los mejores amigos, de los más entrañables que me regaló la vida, y una de las personas más buenas –«en el buen sentido de la palabra “bueno”»– que he conocido a lo largo de ella. Bastaría con eso para dejar en claro por qué escribo en su recuerdo. Pero es que hay más, mucho más: Juan Drago, «lo digo y no me corro» [© by César Vallejo], ha sido el poeta más grande que ha dado mi tierra de Huelva después de Juan Ramón Jiménez.

Como Juan Ramón, era también de un pueblo de Huelva, de Rociana del Condado, y paisano, pues, de Odón Betanzos Palacios, asimismo poeta, a quien le mandó sus primeros escarceos  con las musas. Y Odón, desde su exilio de Nueva York, donde llegó a fundar la Academia Norteamericana de la Lengua, le escribió diciéndole que contactase conmigo, sabiendo de antemano que íbamos a congeniar enseguida. Como así sucedió.

Desde que me escribió su primera carta, presentándose, creo haber sabido que me hallaba en presencia de una persona excepcional, de esas que –como se dice– Dios hizo una y rompió el molde. Es muy difícil explicarlo porque se trata de algo que sucede en el misterio, tanto del corazón como de las neuronas: de repente te das cuenta de que esa persona que tienes frente a ti (aunque sea por intermedio de una hoja de papel manuscrita), esa persona con la que hablas con las palabras nuestras de cada día, vive en un mundo distinto del tuyo, en un mundo al que nunca tendrás acceso, que sólo podrás atisbar gracias a esa persona con la que estás hablando.

Quienquiera que lo haya conocido creo que coincidirá conmigo en dar fe, en primer lugar, de su inmensa humanidad, y de una humildad que en él se compaginaba de manera inconsútil con la conciencia clara de su valía. Jamás tuvo que andar pregonando su mercancía: ella se vendía sola. Bastaba leer un par de poemas suyos para percibir que Juan disponía de lo que entretanto se ha depreciado tanto como elogio, por el abuso: una voz propia. Una voz incomparable. Una voz que nos permitía descorrer un poco la cortina del misterio más y mejor resguardado de la Poesía. Una voz a la cual la inteligencia, como quería Juan Ramón, le había dado el nombre exacto de las cosas.

Estuvo aquí, en Colonia, en nuestra casa, pasando unos días del mes de septiembre del 2006, con Rosa, su preclara mujer. Su ilusión la cifraba en su próxima jubilación, que ¡por fin! le iba a permitir dedicarse al sueño de su vida: escribir a tiempo completo, libre de la sevicia del horario laboral. Y se jubiló al poco, sí, pero el Destino le tenía reservada la peor y más cruel de las sorpresas. Lo desconectó del mundo. Lo condenó, como a Hölderlin, al vacío espiritual. A no ser. Y nos dejó mudos de dolor ante semejante puñalada trapera, infame, de la vida.

Cuando murió hace una semana, no supo que lo hacía en el hospital Juan Ramón Jiménez, de Huelva; pero de haberlo sabido, pienso, hubiera considerado que era el lugar más congruente para pasar por ese trance. Ese trance que no por ineluctable, y más en su caso, nos ha dolido menos. Porque sucede en esos momentos lo que tan bien supo expresar Kafka: «Se ve al sol ponerse lentamente, pero nos asustamos cuando de repente se produce la oscuridad». Y de las palabras de Kafka salto a las de Juan, rastreador incansable de la luz: «Pregunta a la luz qué se oculta / al otro lado de la venda». (¿Qué se oculta, Juan, qué se oculta?)

Lo que nos queda, y no es poco, es su obra incompleta completa. La tengo en mis archivos, virtuales y en soporte papel. Y la he estado releyendo, así como sus cartas, desde el martes de la semana pasada, cuando se precipitó el final. Por eso es que dije antes y lo repito ahora: Juan Drago ha sido, es, el poeta más grande que ha dado Huelva después de Juan Ramón. Y uno de los más grandes de nuestro idioma, desde Vallejo y Machado.

Descansa en paz, Juan, en esa luz que tanto perseguiste.

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