El 10.6.2000 publiqué en La Opinión, de Los Ángeles / California, un artículo sobre García Márquez como periodista, un texto que se titulaba «El mejor oficio del mundo», y que repetiría, ampliado, el 3.3.2007, en el diario ABC, de Madrid, allí con el título “El periodista que firmaba Septimus”. En estos momentos tan cercanos a su muerte no me siento con ánimos de sumarme al coro de las plañideras, ni mucho menos al de los gabólatras. Rescato, pues, aquí y ahora, la versión corregida y aumentada de aquel texto que fue y sigue siendo un homenaje sincero, honesto y sin falsas lisonjas, a quien ha sido uno de los mejores colegas que jamás pudo tener un periodista.
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«Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda». Tales fueron sus primeras líneas en letras de molde, al menos las primeras documentadas: corría el año 1948 y en la cabecera del diario El Universal, de Cartagena de Indias, campeaba el 21 de mayo. Mes y medio antes, en la Carrera Séptima de Bogotá, habían ultimado a balazos al líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. Ese mismo día del magnicidio estalló el bogotazo, y poco después, en El Heraldo de Barranquilla, García Márquez firmará sus glosas usando el seudónimo Septimus. Siempre se ha dicho que lo adoptó del protagonista de Mrs. Dalloway, la novela de Virginia Woolf: siempre tuve la sospecha de que le hizo un homenaje secreto a ese líder que había personificado –hasta aquel infausto 9 de abril– la esperanza de redimir a Colombia de la violencia.
Samuel Richardson fue sin lugar a dudas el novelista más popular del siglo XVIII, Víctor Hugo del XIX y Gabriel García Márquez del XX. Quizás corra Gabo en este nuevo siglo la misma suerte de Richardson y Hugo, pero no albergo la menor duda de que sus textos periodísticos serán materia de examen en las escuelas de la profesión. Debiera ser la congruente recompensa para quien la definió un día como «el mejor oficio del mundo».
Lo más notable de esa carrera periodística suya no es su calidad como reportero, evidente en el Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre: el relato de la odisea del marinero Luis Alejandro Velasco, la crónica de un escándalo anunciado.
Basta recordar que a cambio le infligió a los lectores de El Independiente de Bogotá, entre el 18.3. y el 5.4.56, diecisiete artículos prescindibles sobre el escándalo de las escuchas en París (El proceso de los secretos de Francia), que son poco menos que un refrito –regurgitante de galicismos– de los diarios franceses de la época. Por cierto que incluye en ellos un resabio de machismo disfrazado de ironía: «En torno a una mesa de doce metros de longitud había veinte sillas que sólo podían ser ocupadas por las personas capaces de guardar el secreto más secreto del mundo. En ninguna de ellas se ha sentado jamás una mujer».
Y no sólo eso. Igual que un Hernán Cortés de la literatura, además de su conquista de México (que en su caso se llama Macondo), también tiene que lamentar alguna noche triste. La de García Márquez se conoce bajo el título Noticia de un secuestro, a la cual no tuve más remedio que calificar en su día, siguiendo los parámetros de las compañías de seguros, como Noticia de un siniestro.
Tampoco creo que se lleguen a salvar del olvido sus críticas de cine en El Espectador, del mismo Bogotá, posteriores en casi veinte años a las de Graham Greene en el londinense The Spectator (nótese la simetría). Pero es indudable que su reseña de Umberto D., obra maestra de Vittorio de Sica, puede leerse como una sinopsis de El coronel no tiene quien le escriba, quizás la más maestra de sus obras.
Y es en ello donde pienso que radica la grandeza del periodista García Márquez: en que sus crónicas y artículos, sus glosas y reportajes, son una cantera de temas y perfiles, situaciones y propuestas, que en determinadas ocasiones pasan casi sin transición a la escritura de sus novelas. Leyéndolo así, su amplio corpus periodístico es una «work in progress», un repertorio que encierra, como indudable punto álgido, su relato publicado el 15.3.52 con el título Algo que se parece a un milagro, donde refleja a posteriori la feroz represión de las bananeras, episodio crucial de Cien años de soledad. Al dolor sólo puede seguirle el canto: tras la destrucción de Ilión sólo queda escribir la Ilíada.
Pero por mucho que amemos la Iliada, siempre nos queda la frustración de no saber lo que un Homero reportero hubiese escrito antes de ser el Homero poeta. [George Steiner aventuró en 1962 la hipótesis de que Homero habría dictado sus versos, y que en ello se basa la leyenda de su ceguera]. De García Márquez, gracias a su labor como periodista, sabemos con certeza que siempre estuvo al pie del cañón.
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