En diciembre 2000 me encontraba en Madrid, en un restaurante vasco, almorzando con uno de los grandes teóricos de la arquitectura contemporánea, el profesor Javier Maderuelo, a quien tuve la suerte de conocer hace ya más de veinte años y desde entonces somos amigos.
En sus ratos libres, que son poquísimos y contabilizables con cuentagotas, Javier Maderuelo se dedica a la crítica de arte. Ese día, de repente, me preguntó si continuaba profesando la fe cronopial, es decir, si seguía siendo un fiel y acendrado admirador de la obra de Julio Cortázar. Que sí, le contesté. «Pues de postre a este almuerzo te voy a dar una sorpresa», me dijo.
Y el postre-sorpresa consistió en llevarme a la Galería Sen, en la calle del Barquillo, muy cerca de Alcalá y la Cibeles. En la Galería Sen, regentada por la caraqueña (mantuana, diría ella) Eugenia Niño, estaban expuestos 35 ejemplares de un libro muy singular, ya desde el título, que era doble: de izquierda a derecha se titulaba primero La puñalada y luego El tango de la vuelta. La puñalada la firmaba Pat Andrea, y El tango de la vuelta Julio Cortázar.
Cada uno de esos 35 ejemplares se abría por la página correspondiente a cada uno de los 35 dibujos a lápiz, carbón y acuarela de Pat Andrea, un pintor holandés que se enamoró de una argentina y del tango (imagino que por este orden) y que realizó esos 35 dibujos teniendo como leit motiv el tema de la puñalada, tal como aparece en los tangos más reos: y en cierto Borges.
Una vez concluida la serie, Pat Andrea le pidió a Cortázar un prólogo para el libro que pensaba editar con esos dibujos. Pero Cortázar hizo algo distinto: en vez de un prólogo escribió un cuento titulado El tango de la vuelta. Y el libro se compuso y se editó, y por una serie de razones que no vienen al caso nunca se puso a la venta. Sencillamente se le perdió la pista, y al cabo del tiempo falleció la persona que poseía en depósito todos los nada más que 240 ejemplares de la edición.
Tiempo después, una amistad común le habló a Eugenia Niño de la existencia de un depósito extraño, de nada menos que 240 ejemplares de un mismo libro, y allá fue nuestra galerista, a ver de qué se trataba. El resto ya se lo pueden figurar. Eugenia Niño adquirió la edición completa y convenció a Pat Andrea de que colorease cada uno de sus 35 dibujos en otros tantos ejemplares de la edición. Y ésa era la exposición a la que me había llevado Javier Maderuelo, al número 43 de la madrileña calle del Barquillo.
Luego de admirar aquella maravilla inesperada, la galerista puso en mis manos un ejemplar de los normales, es decir, los no coloreados a mano por Pat Andrea. Ustedes ni siquiera pueden imaginarse mi emoción cuando alcancé la última página impresa, en la cuál podía leerse lo siguiente: «El presente libro (…) se terminó de imprimir el 15 de febrero de 1984 en (…) Bruselas».
Una película vertiginosa se proyectó en la pantalla de mi memoria. Julio Cortázar murió a mediodía del domingo 12 de febrero de 1984, me enteré de la noticia por una llamada del malogrado Osvaldo Soriano a mi despacho de la Deutsche Welle a mediodía del lunes 13, y esa misma noche me monté en el expreso Moscú-París para llegar a la capital francesa a tiempo de estar presente en el entierro del Gran Cronopio, a mediodía del martes 14.
Y tan sólo veinticuatro horas más tarde ya se estaba editando en Bruselas, donde Cortázar había nacido casi setenta años antes, el 26 de agosto de 1914, éste que habría de ser el primero de sus libros póstumos. Y es que la vida de Julio Cortázar fue una continua rayuela, una constelación cronopial de la gran siete, para decirlo mal y pronto.
Aviso desinteresado a los oyentes bibliófilos: creo que aún quedan ejemplares a la venta de este libro, numerados y firmados por Pat Andrea. No se lo pierdan, cronopios míos.
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