Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Dos entierros en los Países Bajos

El calendario cristiano señala este día como el de la Conmemoración de los Fieles Difuntos, y quisiera que mi conmemoración fuese recordar dos entierros en los Países Bajos, primero el de mi suegra, después el de la más joven de mis cuñadas. Ambos muy emotivos, pero que dicen también mucho acerca de las costumbres locales en ocasiones tan señaladas. Vale.

 El entierro de mi suegra

Beek de Montferland (Países Bajos), 22.3.2011

Ha amanecido un día de sol, de primavera triunfante del invierno, arrinconándolo sin remisión. Salimos de Colonia a las 7.20 a.m., Montse y Henri en los asientos de atrás, Frank conduciendo y yo de copiloto. Aunque hay un par de atascos, a las 9.55 estamos ya en Beek. Han instalado la capilla ardiente en la casa de Jos (la que fuera de mis suegros) y cuando llegamos no están aquí sino los de la casa, tomando café en la cocina. Bebo el mío ardiendo, como me gusta, y a partir de ese momento me quedo plantado al lado de la cabecera del ataúd. A mi suegra la han vestido que parece la muchacha que alguna vez fue. La voy recordando en momentos sucesivos de una vida de la que sé mucho. Un par de veces alargo la mano y acaricio las suyas, yertas, una sobre la otra, con un rosario depositado en ellas. Mientras tanto va llegando la familia. Los once hijos, 23 de los 25 nietos (faltan Chantal, en Italia, y Lars, en Nueva York) y muchos bisnietos; Henri es el penúltimo de los 20 y hay dos más en camino. Se retiran las flores y el empleado de la funeraria entra con la tapa del ataúd. Es un ataúd sencillo, de madera de pino, pulida. Bajamos la tapa entre Diny, Riet, Bernadet, Theo, Jos, Thea, Miny y yo. Como estoy a la cabecera, soy el último en ver la cara de mi suegra (y el escorzo de la mano de Miny, acariciándola, desde mi derecha) antes de que quede completamente tapada. El ataúd tiene ocho tornillos, tres de cada lado, uno en la cabecera, otro en los pies. Es una tarea más, atornillar el ataúd. Hay que hacerla. La hacemos. Luego, entra Annie, que se negó a colocar la tapa, y las seis hijas toman el ataúd por las asas, tres de cada lado, y lo sacan hasta el coche fúnebre. Caminamos tras él, despacito, por la calle mayor del pueblo, desierta. Sólo se oyen las campanas de la iglesia, los píos de algún pájaro, el graznido de algún grajo, nuestras pasos en el empedrado. La iglesia está llena de bote en bote. Entramos detrás de las seis hermanas Hansen que conducen al ataúd hasta el pie del altar mayor, ante el que nos casamos Diny y yo, y qué cara de felicidad la de mi suegra aquel lejano 2 de julio de 1966. Misa de córpore insepulto en la que participan diez de sus hijos (sólo Marcel no, sentado a mi lado, deshecho por el llanto) y algunos nietos (Rebeca y Montse entre ellos). Harry hace la loa de la mujer fuerte que fue mi suegra; Melanie, Sabrina y Silas le cantan a tres voces una tonada infantil que su abuela les cantaba; Willy le dedica un soneto suyo que nos pone los ojos húmedos; se recitan aleluyas familiares. Las seis hijas sacan el ataúd hasta el cementerio que rodea casi completamente la iglesia. Termina el servicio religioso con la cruz de tierra sobre el ataúd, y desfilan los parientes, los amigos, los vecinos, despidiéndose de Anneke, el nombre de muchacha de una mujer a la que siempre llamamos todos, hasta su marido, Moeder [=madre]. Pensaba yo que el ataúd lo condujeran hasta la sepultura los cinco hijos varones y mi hijo, el mayor de los nietos, o Silas, el que vivió más tiempo con los abuelos, en su propia casa. Ninguno de los dos se arranca y avanzo yo, tomo el asa de enmedio, a la izquierda, todavía con los ojos preguntándole a Silas, pero él tiene aferrado el retrato de la abuela que presidió la misa desde encima del ataúd y me dice, también con los ojos, que no. Levantamos el ataúd en peso (las mujeres lo condujeron encima de un armatoste rodante) y lo llevamos hasta la tumba de la familia, ya abierta, lo depositamos sobre los dos travesaños, y Willy, Harry, Theo y Marcel se hacen cargo de las cuerdas, Jos y yo de los travesaños. El empleado de la funeraria conoce su oficio a fondo y nos contea en voz casi inaudible: 1, 2, 3. Las cuerdas se tensan e izan el ataúd abriendo el espacio para que retiremos los travesaños, y luego van dejándolo caer muy lentamente hasta depositarlo como una pluma, en el fondo del hueco. Todo se ha cumplido. La caravana de autos se pone en camino a ‘t Heuveltje, para el refrigerio que suele seguir a los entierros. Es un encuentro casi multitudinario: sólo la familia directa somos casi ochenta. Nosotros (Montse, Frank y yo) llegamos los últimos, algo retrasados porque tuvimos que devolvernos a casa de Jos para recoger la sillita de Henri, y ya está todo el mundo sentado cuando entro con Henri en los brazos. Henri sonríe embelesado mirando los espejos del techo que reflejan las mesas y la gente sentada y los camareros yendo y viniendo con bandejas en alto, y les transmite ese embeleso a quienes se han vuelto hacia la puerta. Es como si el sol se hubiera abierto paso hasta la sala.

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El entierro de Annie, la más joven de mis cinco cuñadas neerlandesas

Weiß/Colonia, 7.5.2013

En la esquela de Annie esta cita de Osho como epígrafe: «Het leven is niet als een trein die over de rails loopt, maar als een rivier die zich door het prachtige landschap slingert naar zee [La vida no es como un tren que va sobre raíles, sino como un río que atravesando un espléndido paisaje serpea camino al mar]». Después su nombre y sus plazos –como los llamaría Gonzalo Rojas–: 6.1.1951 – 4.5.2013. Los nombres de sus hijos, Annemarie, Gijs, Pim, Bas; de su yerno Jasper; de sus nueras Saskia y Manon; de sus nietas Anne y Jasmijn. Sigue luego la petición de Annie de que no haya coronas (quiso que el dinero a gastar en ellas lo consignásemos en el Fondo Neerlandés de la Lucha contra el Cáncer), pero se nos ruega que cada uno lleve una rosa el viernes, cuando nos reunamos todos para la incineración; y que no vayamos vestidos de oscuro. Son las disposiciones expresas de una mujer que supo bien morir.

Weiß/Colonia, 10.5.2013

7:30 am, madrugón para mí, que estoy levantándome casi siempre a una hora capicúa preciosa, las 10:01. Y a las 9:00, puntual, llega el auto de Chico, con Rebeca y él a bordo, y partimos camino de Beek, a casa de Harry, quien nos guiará con el suyo hasta el crematorio. Una hora 40’ en la autopista, sin ningún problema. Thea y Harry recogen a su vez a Monique y Marcel y nos dirigimos a Doetinchem, somos casi los últimos en llegar, la asamblea es numerosa, pero el núcleo Hansen destaca dentro de ella. Ya en la sala de exequias, a los hermanos y cuñados nos tienen reservada la segunda fila, detrás de la que ocuparán los hijos de Annie. Todos, al entrar, hemos depositado una rosa en los grandes vasos dispuestos para ello. Dejo de contar asistentes cuando he sobrepasado el centenar. Y al poco, la maestra de ceremonias pide que nos pongamos en pie, porque llega el cortejo fúnebre. Es simplemente el ataúd llevado en peso por los cuatro hijos, las dos nueras y el yerno, y en el momento en que entran en la sala me quedo sin aliento y se me empañan los ojos porque encima del ataúd van sentaditas las dos nietas gemelas, Anne y Jasmijn, de diez meses, con sus caritas sonrientes y uno diría que un poco asombradas de que las estén transportando así y de que haya tanta gente congregada en el lugar al que llegan: es una imagen imborrable para la memoria. Al poco rato de iniciarse el acto, se las llevarán los abuelos paternos, que tomaron asiento a nuestro lado. [Registro que asimismo está presente el abuelo materno, Martin, de quien Annie se separó hace muchos años].

El ataúd ha llegado al crematorio en un viejo coche fúnebre conducido por Gijs, que tuvo que hacer un curso especial para obtener el permiso. Fue un deseo especial de Annie, porque era Gijs quien la llevaba siempre en su auto a la quimioterapia, y le pidió a su hijo que también fuera él quien condujese el auto donde haría su último viaje. Y la empresa de pompas fúnebres respetó el deseo, pero a condición del coche viejo y el curso especial.

Sencillo, de madera blanca, el ataúd lo han construido Gijs y Bas, los dos hijos ebanistas de Annie, y el sudario en que está envuelto el cadáver lo cosió Riet, una de sus hermanas. En la madera del ataúd, escritos con rotulador rojo, los mensajes de despedida de sus hermanos. [Me acuerdo de los versos del poeta portugués, ante el cadáver de su amigo: «¡Hazte un nudo en el sudario, / no nos olvides Allí!»]. Detrás del ataúd, Annemarie coloca en un caballete un cuadro pintado por su madre y al que le tenía mucho cariño. Finalmente, los ayudantes del crematorio disponen los vasos colmados de rosas alrededor del ataúd.

Durante el acto habla en primer lugar Annemarie, luego una de las nueras, Manon, y la segunda nuera, Saskia, que es profesora de música, interpreta a la flauta travesera una pieza de Glaser (seguramente Le Tombeau d’une Dame, pero olvidé preguntárselo después). Hablan también la segunda de los once hermanos Hansen, Miny, en representación de ellos, y tres amigas, una de las cuales logra arrancarnos más de una sonrisa contando aventuras corridas con la siempre vivaz Annie. Todos los que hablan lo hacen dirigiéndose personalmente a Annie y combatiendo contra las lágrimas, se les quiebra la voz varias veces, y los finales son ahogados.

[Una de las amigas citó a Buda, «No hay un camino a la felicidad, la felicidad es el camino», y a mi juicio, lo que dijo el Gautama fue otra cosa: «el camino es la felicidad». Lo comenté con Willy ya en la casa de Annie, después, y coincidió conmigo, y me dijo además que ignoraba que ella hubiese tenido una relación tan fuerte con el budismo, cosa que me consoló no poco porque me apenaba creer que yo era el único de la familia en no haberme enterado].

Finalmente, la maestra de ceremonias y su ayudante traen dos cubos llenos de piedras, en todas y cada una de las cuales campean dos palabras, “Liefs An [=Os amo, An]”; Annie no quiso que hubiera esas esquelas de cartulina que se reparten en los entierros y se pierden luego en el fondo de alguna gaveta o entre las páginas de un libro. Ella quiso esos guijarros grises como del fondo del río de la vida en el epígrafe de Osho que eligió para el recordatorio familiar, tan bello de colores y de motivos, compuesto por su ahijada, Sedá.

Cuando todos los asistentes se han ido con sus piedras, a la cafetería del crematorio, quedamos a solas con el ataúd los hijos, los hermanos, los cuñados, e implosiona un semicírculo de lágrimas alrededor. Son sobre todo los hombres quienes más fuerte sollozan, es el momento en que todos por fin comprendemos que esto que está sucediendo es algo definitivo, que no hay vuelta atrás. Yo acaricio el ataúd y me voy con los ojos arrasados. Pensando en aquella niña de 14 años que conocí cuando llegué por primera vez, con Diny, octubre 65, al hogar de los Hansen. Pensando en aquella Annie recién casada, cuando nos visitó en Colonia con Martin y la primera noche los invitamos al teatro, el musical Cabaret, que la dejó embelesada, era la primera vez que asistía a un espectáculo semejante.

El convite fúnebre, en la cafetería, es café con torta, y cuando empieza la despedida de duelo, dándole el pésame a los hijos, me acerco donde los suegros de Annemarie, para que también ellos lo hagan, y me quedo con Jasmijn en los brazos; y como consecuencia, enseguida me veo rodeado de un grupo de tíos abuelos haciéndole fiestas a la criatura. Por cierto que mientras tomábamos el café, al anunciar que nuestro Paul (el mayor de la generación de los bisnietos) cumplirá el domingo 16 años, todos reaccionaron sorprendidos, como si no supieran que el tiempo no se detiene.

Al salir del crematorio lo hago a la par que Jos, y él, cuando pasamos al lado de la maestra de ceremonias se despide diciéndole «Tot ziens! [¡Hasta la vista!]», y casi me echo a reír por esa involuntaria muestra de humor negro.

En casa de Annie sólo el círculo más íntimo. En el rincón al fondo del jardín hay dos bancos y una mesita, y alrededor nos sentamos con nuestras copas de vino, Donny, Jan (los fumadores), Maria, Willy, Diny y yo, y allá nos sirven baguette recién horneada y las terrinas de una sopa china de tomate con albóndigas, cocinada por Pim según una receta de su madre. También hay quiche de espinacas, que todo el mundo ataca con devoción, menos yo, que no las he probado en mi vida, soy el antiPopeye por antonomasia.

Estamos de regreso a las 6:02 pm en Colonia, y los siento tan conmocionados a los tres, Diny, Rebeca y Chico, que decido invitarlos a cenar donde quieran (les di a elegir entre La Modicana o bien Orquídea, el chino de Rodenkirchen, y ellos eligieron la primera opción); no podíamos terminar el día dejándonos Chico en nuestra casa y a Rebeca en la suya, teníamos que trabajar juntos el duelo. Duelo grande, porque es la primera de los once Hansen de su generación que desaparece, la más joven de las seis mujeres, la número ocho del grupo de once hermanos. Y para Rebeca, además, alguien entrañable, porque Rebeca llegó a la casa de los Hansen como primera nieta y casi duodécimo hijo de mi suegra, y al llegar como que destronaba a la más niña de las mujeres Hansen, que era Annie, pero sucedió todo lo contrario: aquella Annie de 16 años encontró en Rebeca a esa hermana pequeña que su madre le había negado pariendo tres varones después de parirla a ella. Y Annie y Rebeca han sido las mejores amigas que imaginarse pueda, y todavía en agosto del año pasado, por ejemplo, con Annie ya sentenciada por el cáncer, se fueron juntas de vacaciones, es decir, de todo ese sistema de vasos comunicantes de los Hansen, el mejor exponente de ósmosis afectiva entre dos generaciones fue (es) el de Annie con mi hija.

Cuando ella y Chico nos dejan en casa, todos estamos un poco más aliviados, ha sido una buena idea la de ir a cenar juntos esta noche.

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