Mi columna del viernes en las páginas de opinión de este mismo diario, dedicada a Sophie Scholl con motivo del centenario de su nacimiento, ha provocado diez comentarios, el uno de los cuales me subleva. Pero antes de seguir quiero reproducir para los lectores de este blog (quienes no necesariamente tienen que coincidir con los lectores de las páginas de opinión) el texto de mi columna.
Sophie Scholl (* 1921 – † 1943)
El domingo pasado se conmemoró el centenario de su nacimiento.
Ningún medio alemán dejó de rendirle el homenaje que se merece por su breve hoja de vida, que ya la entronizó en el Walhalla, el Olimpo de la tribu germana. [Por cierto, entre los 130 bustos de personas ilustres que alberga ese panteón, sólo seis son de mujeres: por faltar faltan desde Hildegarda von Bingen hasta Rosa Luxemburgo y Hannah Arendt].
Sophie Scholl estudiaba Biología y Filosofía en la Universidad de Múnich, y adhirió desde muy temprano a La Rosa Blanca, un movimiento secreto de resistencia a los nazis (en especial en los ambientes universitarios) por medio de folletos, octavillas y grafitis como “¡Fuera Hitler!” en la puerta del alma mater muniquesa.
El 18 de febrero de 1943, desde lo alto de la escalera del atrio de esa universidad, lanzó al aire sobre sus comilitones, que salían de las aulas, un folleto donde, entre otras cosas, se podía leer lo siguiente: “Stalingrado. 330.000 alemanes fueron precipitados sin sentido e irresponsablemente a la muerte y la destrucción por la genial estrategia del cabo de la Guerra Mundial. ¡Führer, te damos las gracias! […] ¿Vamos a seguir confiando el destino de nuestros ejércitos a un diletante? ¿Queremos sacrificar el resto de la juventud alemana al rastrero instinto de poder de la camarilla de un partido? De ningún modo, ha llegado el día de rendir cuentas”.
Un bedel, miembro del partido nazi, la descubrió y la denunció a la Gestapo. El juicio sumarísimo, a ella, su hermano y otros miembros de La Rosa Blanca, se celebró sólo cuatro días después, presidiendo el Tribunal del Pueblo un juez histérico y siniestro, Roland Freisler, sobre cuya conciencia pesaban ya miles de sentencias de muerte. A la pregunta de si era la autora de aquel folleto, respondió: “Estoy orgullosa de ello”. Acusada de traición a la patria, fue condenada a la guillotina, sentencia que se cumplió ese mismo día. Se la autorizó a despedirse a solas de su hermano y Christoph Probst, también condenados a la pena máxima, y sus últimas palabras camino al cadalso fueron: “Sus cabezas caerán también”. No llegó a cumplir los 22 años.
En una de las caóticas manifestaciones que sufrimos en Alemania durante la pandemia, mezclándose en ellas conjuracionistas, negacionistas y dizque “pensadores al sesgo”, una descerebrada que repartía octavillas exultó delante de las cámaras de TV: “¡Me siento Sophie Scholl!”. Algún alma piadosa debería haberle aclarado que si la Policía le echaba mano en una redada contra esa manifestación ilegal, todo lo más le costaría pernoctar en la celda de alguna comisaría; mientras que Sophie Scholl sabía que si caía en manos de la Gestapo, se jugaba la vida y la perdería. Para poder sentirse Sophie Scholl se necesita algo más que repartir octavillas ante una cámara de la tele.
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Y el comentario que me subleva dice así: «Se desperdicia la columna y el espacio y la oportunidad de escribir en un diario tan importante. Hay que escribir sobre la actualidad, sobre los héroes y las heroínas nuestros, que hace muchos días están en las calles y que son asesinados, violados, encarcelados y desaparecidos».
A causa del sistema de EE, si quiero responder a los comentarios que me llegan debo pasar por las horcas caudinas de hacerme miembro de Scarfacebook, cosa que no haré jamás. Me quedo, pues, con las ganas de decirle al comentarista, en el propio foro, que también me duelen los muertos colombianos, y cómo, y que me duele ver su hermoso país gobernado de manera tan ridículamente inútil por la marioneta de un individuo abominable y siniestro, para quien no existe Colombia, sino la satisfacción de su propio ego, y nada más. Pero que todo ello no empece a los efectos de mi columna. El resto de los lectores que la han comentado hicieron justamente hincapié en el paralelismo con lo que se está viviendo en estos días en Colombia, y el sacrificio de tantos jóvenes como Sophie Scholl, que simplemente reclaman sus derechos.
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