Como otras veces, cedo el espacio de mi blog a la pluma de un amigo. Al peruano Francisco Tumi Guzmán lo conocí allá por el 2013, siendo el contacto propiciado por nuestra común admiración hacia la persona y la obra de Heinrich Böll.
La hoja de vida de Paco Tumi incluye ocho años en Pekín desempeñándose en el Buró de Lenguas como traductor y corrector de textos. Ha sido conductor del programa “Boca Ancha”, de Cable Mágico Cultural, ha dirigido la revista “Etecé”, y actualmente es docente en la Universidad del Pacifico, en Lima, donde enseña en el Departamento de Humanidades.
Tiene publicados El síndrome del cuarto de rescate (en colaboración con Álvaro Barnechea) y Las jerarquías de la noche, y desde hace unos años se halla metido en los afanes de una nueva novela, de la que dice que «por lo general se me va de las manos, titulada en mi computadora Último verano en Colán. El enfoque post apocalíptico no es el más importante, pero algunos capítulos están ambientados en el año 2036. Colán queda en el norte del Perú, en el epicentro de los terribles fenómenos de El Niño peruanos».
Me envía como anticipo su capítulo quinto, para que me haga una idea, y me parece tan interesante que le he pedido permiso para publicarlo en este blog. Aquí les dejo con su fascinante escritura:
Capítulo 5 (inédito) de Último verano en Colán
Sapankari
El anciano echó rápidos vistazos hacia atrás y hacia los lados y en menos de un segundo comprobó que afuera, por todas partes, reinaba la normalidad. A continuación, posó la mirada sobre Bereche e hizo un gran esfuerzo por mostrarse sutil:
—Es hora de que aclaremos la mente, ¿no crees? —dijo.
Bereche entendió muy bien de qué claridad mental hablaba el viejo, pero hizo como si no lo hubiera escuchado. Continuó manejando con la vista fija en la carretera.
Acababan de dejar atrás la línea costera y de ascender algunas decenas de metros sobre el nivel del mar. Delante de la camioneta apareció la leve altiplanicie que antes de que el planeta mutara se conocía como “el tablazo”. A partir de allí, la amplia vía que llevaba de Colán a Piura se convertía en una cinta recta y sin ondulaciones.
—Demasiado calor para ser tan temprano, ¿no? —insistió el viejo.
—¿Quiere que encienda el aire acondicionado? —lo cortó Bereche con frialdad.
—No —replicó el viejo con fingida indiferencia—. No. Solo era un comentario.
El desplazamiento era veloz y previsible: aparte de las patrullas armadas de la Liga de los Originarios, circulaban muy pocos vehículos por la carretera. Como era de esperar, empezaban a surtir efecto las recientes restricciones sobre combustión impuestas por el régimen de Piura.
Consecuente con su naturaleza impetuosa, Bereche conducía por encima de la velocidad permitida y, además, con una sola mano. Tenía el codo izquierdo apoyado sobre el marco de la ventanilla y a intervalos regulares alargaba los dedos para acariciar el volante. Hacía eso sin darse cuenta siempre que estaba intranquilo.
El viejo advirtió aquella suerte de convulsión involuntaria y, condescendiente, pensó que no podía culparlo. Él también se sentía muy intranquilo.
—Temprano me habló la señora Adriana —dijo Bereche al cabo de algunos kilómetros—. Sabe que vamos a Piura y quiere que paremos un rato en su casa.
El viejo lo miró con expresión triunfante.
—¡Vaya! —exclamó—, conque eso es lo que te tiene así. ¡Qué bueno que me lo digas! Ya comenzaba a pensar que este trabajito te estaba afectando más de la cuenta.
—¿A mí? —se defendió Bereche—. Claro que no.
El anciano fijó la vista en la vegetación prodigiosa y sin límites que prosperaba a ambos lados de la carretera. Le interesaba todo lo que tuviera que ver con la señora Adriana, pero ahora que las circunstancias comenzaban a tornarse riesgosas, prefería tomar distancia de ella y de todo lo que ella representaba. Aflojó los labios para fingir indiferencia y hacerse el desentendido. Él también sabía hacerse el sordo y sumergirse en silencios infranqueables con el único propósito de impacientar a Bereche. Aunque este, que alguna vez había sospechado que el viejo era su padre, se sobreponía con rapidez y después de un rato insistía en hablarle.
—A lo mejor tiene noticias de María Amanda —conjeturó el muchacho después de permanecer largo rato en silencio—. ¿Por qué otro motivo querría vernos?
—Escucha, Migdonio —reflexionó el anciano con gravedad—, yo también asesinaría por ver de nuevo a María Amanda, pero no tenemos siquiera un indicio de que eso pueda ser posible. Olvídalo, ¿quieres? Concéntrate en nuestro asunto.
—Pararé donde la señora Adriana de todas maneras —replicó Bereche con rudeza—. Si usted no quiere verla, puede bajarse del carro en cualquier momento.
Había llovido durante toda la noche. Bajo el implacable sol ecuatorial, las distintas tonalidades de verde que colmaban el horizonte destellaban como plantas artificiales. El viejo recordó el desierto de aspecto sahariano que se extendía sobre esa misma comarca unas décadas atrás: durante su infancia, durante su juventud, incluso cuando, con algo más de 50 años, regresó como fugitivo a Piura y se confinó en Colán sin sospechar que el mundo galopaba hacia la catástrofe. Nadie habría dicho entonces que en los extramuros de un planeta que se desertizaba a toda velocidad, el descolorido extremo norte del Perú se iba a poblar de densa vegetación como efecto de reiterados diluvios. Mucho menos que en pocos años se iba a consolidar como un oasis regional que atraería a oleadas de refugiados de toda Sudamérica.
—Tu juiciosa y férrea disciplina me colma de seguridad —ironizó el anciano con expresión molesta—. Pero si vas a ir de visita, al menos tómate antes el trabajo de limpiar la camioneta, ¿te parece? ¿O quieres pasear nuestra carga por toda la ciudad?
A lo lejos apareció un retén móvil donde milicianos armados detenían el tráfico. Bereche redujo la velocidad y con la mano extendida hurgó rápidamente en la guantera.
—Usted no abra la boca —instruyó al viejo.
Detuvo la camioneta a un metro de la fila de vehículos y de inmediato varios soldados vinieron hacia ellos apuntándoles con sus armas. Eran muy jóvenes, casi adolescentes, pero tenían expresiones feroces y se desplazaban en forma intimidante. Tenían la cara empapada de sudor, así como superpuestas huellas de transpiración en el pecho y en las axilas. Sin embargo, no parecían incómodos bajo el pesado uniforme verde-marrón, ni bajo el ostentoso y disuasivo equipo de combate. Caminaron despacio alrededor del vehículo. Con cara de pocos amigos, chequearon el interior de la cabina y los pocos objetos dispersos en la tolva. Bereche se mantuvo inmóvil, con ambas manos en el volante, mientras el viejo giraba la cabeza de un lado a otro para vigilar sus movimientos. Al fin, uno que podía ser el padre de los demás se detuvo al lado de Bereche, inclinó la mitad del cuerpo hacia la camioneta y le buscó la mirada.
—¿Adónde se dirigen?
—A Piura.
—¿Cuál es su lugar de residencia?
—Colán.
—¿Ocupación?
—El señor es…
—Sé quién es el señor —lo cortó el militar sin levantar la voz—. No soy un ignorante. Le hablo a usted —precisó mirando a Bereche—. ¿A qué se dedica?
—Soy su asistente.
—Asistente… —masticó con desconfianza —. Sea más explícito, por favor.
—Trabaja conmigo, mayor —intervino el anciano.
El soldado dibujó una mueca condescendiente y tomó los documentos que Bereche le ofreció. Mientras los examinaba, un confuso vocerío se desencadenó algunos metros más adelante. Buscaron maquinalmente con el oído y la vista, y advirtieron que varios soldados obligaban al conductor de un camión a acompañarlos hasta un puesto de mando instalado al otro lado de la carretera.
—¿Permanecerán en Piura hasta el 28? —preguntó sin interés el oficial.
—No —replicó el viejo—. Regresaremos a Colán esta misma tarde.
El militar hizo un rápido gesto de aprobación con los labios. Luego pareció dudar. Bajó los ojos y se quedó pensando en algo que parecía ser de extrema importancia. Al cabo de un rato, los sondeó con impostada naturalidad:
—¿A qué hora regresarán a Colán?
Estaban habituados a ese tipo de intercambios con la milicia. Solían concluir con exiguos sobornos que facilitaban el paso por el control y ahorraban a los conductores incomodidades y demoras. Sin embargo, ellos no habían quebrantado ninguna norma, al menos ante los ojos de la milicia. Y además, tenían todos sus documentos en orden.
—Entre las 6 y las 7 —dijo el anciano sin vacilar—. Antes del toque de queda. ¿Lo podemos servir en algo?
Escucharon airadas voces sobrepuestas provenientes del puesto de mando. Los ánimos parecían caldearse. El conductor intervenido argumentaba agitando los brazos y los soldados se agrupaban a su alrededor con expresiones hostiles. Bereche pensó que en cualquier momento podían ser testigos de un estallido de brutalidad.
El oficial echó una mirada despreocupada al incidente y luego volvió a concentrarse en la camioneta. Les habló con tono de confidencia:
—Le seré franco, amigo: tengo problemas con mi hija mayor. Me ha salido toda una intelectual. Dice que soy un cerdo militarista. En fin, ustedes ya conocen ese rollo. —Vaciló un instante; prosiguió con el mismo tono—: Me detesta, en realidad. Pero lee mucho y quizás me anote algunos puntos con ella si esta noche la sorprendo con Puerto súper o El rostro de Amanda con una dedicatoria del autor… —calló un segundo; miró con expresión solícita al anciano—. Si usted no tiene inconveniente, por supuesto.
El viejo comprendió en seguida el requerimiento y asintió con la cabeza.
—Con mucho gusto, no hay problema. ¿Cómo se llama su hija?
—Iyari.
—I-ya-ri —repitió el viejo como si memorizara una lección.
—Iyari Nunura. Yo soy el mayor Percy Chapilliquén, para servirlo. Ella tiene el apellido de su madre porque…
—No tiene que explicar nada, mayor —lo interrumpió el viejo con suavidad—. Así pasa a veces. Lo importante es que se mantenga muy cerca de su hija y que esté allí cuando ella lo necesite. Cuente con el libro; no hay problema. Buscaremos en Piura un ejemplar de Puerto súper o de El rostro de Amanda. Pero dígame una cosa: si nos retrasamos un poco en la ciudad y usted ya no está aquí, ¿qué hacemos con el libro?
—Se lo dejan en este mismo puesto al mayor Távara.
—Okey, eso haremos —asintió el anciano.
El militar sonrió amistosamente y dio algunas cabeceadas afirmativas en el aire. Luego se pegó a la camioneta e introdujo un brazo hasta el otro extremo de la cabina. Estrechó la mano del viejo y a continuación, la de Bereche. Después se despidió:
—Mucho gusto y gracias por el servicio. Que tengan un buen viaje.
Retrocedió un par de metros e hizo una señal a los soldados para que los dejaran pasar. Lentamente, Bereche rebasó los vehículos detenidos y se abrió paso a través del único carril despejado de la vía. Cuando estaban a punto de dejar atrás la barricada, las voces del altercado se hicieron más apremiantes. Ambos vieron desde la distancia que un soldado golpeaba en el estómago al conductor intervenido.
—Ni lo pienses —advirtió el viejo con alarma—. Larguémonos de una vez.
El otro asintió. Sin embargo, pisó ligeramente el freno y ambos voltearon a ver lo que ocurría con el detenido. Ahora estaba en el piso y varios soldados lo pateaban como si fuera un animal rabioso. La escena parecía irreal y se agravaba a toda prisa, pues el hombre, con el fin de repeler los golpes, también devolvía algunas patadas. De pronto, uno de los uniformados se descolgó el fusil del hombro, apartó a los demás a empujones y le disparó varios tiros a quemarropa. Alcanzaron a ver cómo el cuerpo del infortunado se arqueaba en el suelo al recibir los impactos. Luego, no se movió más.
—¡Mierda! —bramó el viejo con el rostro demudado. Se percató de que los soldados se desplegaban a toda prisa a un lado y otro de la carretera y urgió a gritos a Bereche—: ¡Zafemos ya!
—¿Y si es uno de los nuestros?
—Con más razón. ¡Arranquemos!
Bereche pisó el acelerador mientras su corazón latía muy fuerte y sus sienes le hormigueaban de una manera que se confundía con el dolor. Percibió que el anciano respiraba con fuerza, ansiosa y profundamente, y trató de imitarlo sin que lo notara. Sintió que iba a empezar a gritar de rabia y consternación, pero cuando estaba a punto de hacerlo, realizó un esfuerzo supremo y logró contener sus alaridos.
—¡Hijos de puta! —maldijo entre dientes—. Es hora de acabar con ellos.
Llenó sus pulmones del inmóvil aire de la mañana y concentró todos sus arrestos en apaciguarse. El viejo advirtió el esfuerzo y pensó que, con el abultado recorrido que su asistente sumaba, ya tendría que saber controlar ese tipo de emociones. Después de todo, las vidas de varias personas dependían de que ambos conservaran la cabeza fría.
Continuaron la marcha sin decirse nada. El anciano le echó una mirada blanda e indulgente, y volvió a pensar que no era una buena idea que ambos participaran hombro a hombro en el mismo operativo. Se conocían demasiado bien y se profesaban un afecto sin límites. Era imposible que la copiosa historia personal que compartían no interfiriera con la frialdad y el desapego que se requerían para la ejecución de lo planeado. El viejo tendía a ver en Bereche a un ser desvalido o necesitado de protección, pese a que el asistente bordeaba los treinta y apenas a los veinte se había echado a recorrer el mundo. En ocasiones, a decir verdad, no podía evitar verlo como si fuera su hijo. Al igual que un padre afectuoso, retenía en su memoria ciertos pasajes esenciales de su infancia, así como tres o cuatro diálogos de juventud en los que creía haber influido decisivamente sobre el muchacho. Incluso recordaba con detalle su primer día de colegio, veintitantos años atrás, y en secreto sonreía divertido al evocar el sordo llanto del infante la lejana mañana en que su madre, acariciándole el pelo, se despidió de él y lo dejó en manos de la maestra. Él acababa de recalar en Colán sin pasado ni porvenir, y a diario se cruzaba con el pequeño en el albergue de dos plantas donde su padre se ocupaba de las tareas de mantenimiento. Cuando se sentaba en la amplia terraza a leer o a escribir, descubría al chico parado a dos metros frente a él, las manos a la espalda. También lo veía seguirlo por el borde del mar a la hora de las caminatas. Un día en que subió hasta el pueblo de los pescadores —erguido a quinientos metros detrás del balneario—, se topó con el niño en la entrada de una pequeña tienda. Le preguntó dónde vivía, y el chiquillo señaló con el dedo una vivienda de color verde que se veía al fondo de la calle. Días después, cuando trepó de nuevo hasta el pueblo para chequear su correo electrónico, pasó por azar al lado de la escuela y observó a través de la cerca de alambre tejido la desproporcionada escena escolar que años después, al acercarse a la adolescencia, Bereche empezaría a negar de manera furibunda.
Reconoció al niño de inmediato y, sin saber por qué, se animó a intervenir.
—Migdonio —lo llamó.
El chico también lo reconoció en seguida, vaciló un instante al verlo allí, pero de inmediato volvió a los chillidos.
—No llores —le gritó con voz afectuosa.
Al ver que no lograba ningún efecto, agregó lo primero que le vino a la mente:
—Tu mamá tiene que trabajar. Los niños van a la escuela sin llorar.
Recordaba con detalle la ineficacia de cada una de sus palabras, así como los gestos de desamparo que el niño fue componiendo mientras forcejeaba con la maestra. Se sintió inútil, improductivo, superfluo, hasta que, otra vez sin detenerse a reflexionar, le gritó a través de la alambrada una propuesta más convincente:
—Si quieres, yo me quedaré aquí todo el tiempo que tú estés allí adentro. ¿Qué te parece? Si necesitas algo, le hablas a la maestra y ella vendrá a avisarme. Es como si te estuviera acompañando. Si quieres que me quede, dime sí ahora.
La oferta surtió efecto en el acto. El viejo recordaría para siempre, a pesar del tiempo transcurrido, la discreta pero honda satisfacción que lo embargó cuando el infante dejó de llorar. Era una sensación extraordinaria, que se disipó, sin embargo, tras permanecer unos minutos inmóvil frente a la escuela, pues el inclemente Sol del norte del Perú quemaba como una punición. Un desatino más, concluyó, que se sumaba a las sucesivas equivocaciones que le habían triturado la vida en aquellos meses aciagos.
No obstante, cumplió con lo ofrecido: no se movió de la escuela hasta el final de las clases y al mediodía vio salir al pequeño Bereche sin ningún rastro de angustia.
Aquella tarde, por primera vez desde su arribo a Colán, el niño se atrevió a mirarlo a los ojos. Estuvo un buen rato observándolo en silencio en la terraza; luego fue detrás de él en su diaria caminata hacia los extremos del balneario. Cuando llegó la hora de marcharse, lo abordó con expresión decidida y le preguntó en voz muy baja si al día siguiente también lo acompañaría a la escuela. Sin dudar, él respondió que sí.
Muy temprano en la mañana, caminó hasta la escuela y averiguó el horario de los recreos. Así se organizó mejor y durante varios días se exhibió al otro lado de la alambrada solo en los minutos en que el chico salía al descanso. El resto del tiempo, volvía al albergue a ocuparse de sus asuntos. Cuando Bereche, años después, se enteró del truco, lo celebró a carcajadas.
Ahora, escuchando con los labios apretados la tensa respiración de su asistente, el viejo concluyó que aquellos tiempos lejanos, cuando se movía a salto de mata con una identidad fraguada, no habían sido tan malos. Lo más duro, aparte del peligro de ser detenido, había sido el verse obligado a desaparecer del universo, a desvanecerse como individuo, justamente cuando algo muy arraigado dentro de él —su vocación de escritor— lo impulsaba a una moderada notoriedad. Sin embargo, con excepción de algunos familiares y amigos muy cercanos, a la larga había conseguido que el mundo lo olvidara. Al mismo tiempo, había publicado algunas novelas y ganado cierta reputación, aunque con un seudónimo casual que poco a poco se terminó convirtiendo en el nombre con el que todo el mundo lo identificaba. Lima, por supuesto, casi desapareció de sus coordenadas. Atrás quedaron las películas de estreno en compañía de Denisse Alvarado, los desayunos sabatinos o dominicales con Juan Pablo Moscol, compañero de carpeta en primaria, secundaria y universidad; el sexo sin compromiso con Angie, Verónica o María Fernanda, el trote por el malecón de Miraflores a la caída del Sol, las vacaciones en continentes lejanos, los seres queridos, lo previsible. En su lugar, se irguieron y cobraron vida pequeñas localidades donde nadie lo conocía, minuciosas autobiografías improvisadas al paso, cierta desconfianza estructural que tardó años en desvanecerse, emociones contenidas, goces fugaces y palabras de amor que él impostaba con la misma frialdad con que se inventaba un pasado. Tal vez lo más real de aquella nueva existencia, al cabo de veintitantos años de calamidades personales y colectivas, eran sus vínculos con Bereche. El adulto a veces impenetrable en el que aquel infante gemebundo se había convertido poseía algo de él, a lo mejor mucho más que los simples recuerdos de infancia y juventud, quizás alguna enseñanza esencial. En ocasiones pensaba que, cuando llegase el momento, tal vez su joven asistente iba a ser el único que lamentaría y lloraría su partida de este mundo.
Delante de ellos apareció otro retén y otra hilera de vehículos detenidos. Bereche maldijo en voz baja y redujo bruscamente la velocidad. Pocos segundos después, sin embargo, se llevó una sorpresa mayúscula: al reconocer la camioneta, los soldados abrieron a toda prisa la barricada y les hicieron señales para que siguieran adelante. La única explicación que encontraron fue la intervención del mayor Percy Chapilliquén.
—La gloria literaria —balbuceó Bereche con sarcasmo.
—Ahora ya sabemos para qué sirve la literatura —bromeó también el anciano.
Continuaron avanzando varios kilómetros sin decirse ninguna palabra, cada uno enfrascado en sus pensamientos. El viejo no podía sacarse de la cabeza la vigorosa e inútil gesticulación del camionero al que acababan de ver asesinar. Tampoco podía dejar de evocar las peores imágenes de inhumanidad que sus retinas habían registrado en esos años infaustos: cerros de cadáveres descompuestos una mañana de diciembre en la entrada de Piura, la primera vez que la ciudad se inundó por más de un año y grupos rivales de refugiados se enfrentaron a tiros por agua y alimentos. Ráfagas de metralleta sobre la muchedumbre haraposa que pugnaba por ingresar a suelo piurano en busca de una oportunidad que ya no existía en el resto del Perú. El prohombre Efraín Valladares acribillado en plena calle por cuestionar en público la autoridad de los Originarios. Hizo un esfuerzo por imaginar el mundo sin aquellos chacales, pero no alcanzó a entrever nada: la ávida voz de Bereche lo sacó violentamente de sus cavilaciones:
—Necesito que esta vez sí sea sincero conmigo —escuchó su voz anhelante—, se lo ruego. Es muy importante para mí. Y también para usted, me parece.
El viejo observó el paisaje a través del parabrisas y respondió con lentos movimientos afirmativos de cabeza.
—¿Descarta por completo la posibilidad de que María Amanda esté viva?
—Ya no pienses más en eso, muchacho. Los recuerdos también matan.
—Yo ya estoy muerto —replicó Bereche sin dramatismo—. Y además, no quiero olvidar nada. Quiero continuar recordando todo.
El viejo lo vio respirar con fuerza, alargar la pausa y buscar las palabras. Luego lo escuchó proseguir con una expresión más reflexiva:
—¿Qué tal si la señora Adriana inventó toda esa historia para…?
—¿Para preservar a María Amanda? —completó el anciano—. ¿Para protegerla?
—Sí. Una cosa así. Digamos que para mantenerla al margen de la guerra. ¿Qué tal si María Amanda era de verdad una mística? ¿Qué tal si se retiró del mundo por voluntad propia para cumplir con su destino? A lo mejor está recluida en alguno de esos monasterios neutrales de Daramsala o Ilulissat.
—¿No te acuerdas de que ya estuviste en todos esos lugares?
—Pero eso fue hace más de diez años. El mundo estaba convulsionado y patas arriba. Era muy complicado y peligroso desplazarse, preguntar, obtener información.
—Tú estuviste diez años buscándola. ¿Puedes mencionar algún posible escondite o algún lugar de retiro en el que no indagaras por ella?
Bereche se quedó otra vez en silencio, sin argumentos. Parecía muy contrariado, las dos manos sobre el volante y la mirada fija en el horizonte. Por dentro, sin embargo, le daba vueltas a varios pensamientos. Luego de un rato, se aferró a uno de ellos:
—Conozco a un hombre que un día se cruzó en el aeropuerto de Sydney con una mujer a la que nadie había visto en años.
—Esa era una fantasía de Federico Costaguta. Nunca ocurrió en la realidad.
—Pero en El rostro de Amanda usted le dedica varias páginas a esa fantasía como si fuera su propia fantasía. Supongo que entonces no le pareció un disparate.
—¿Cuál es tu punto? —se impacientó el anciano—. ¿De qué estamos hablando?
—De esperanza —dijo Bereche con calma—. Yo estoy hablando de esperanza. Pero ya que usted ha tocado el tema, ¿por qué no me dice de una vez la verdad sobre su amigo Federico Costaguta? Confiese que nunca existió y que es una invención suya.
—Volvemos a lo mismo —farfulló el anciano.
—Jefe, se acerca nuestra hora. Es tiempo de que me cuente toda la verdad.
—No hay más verdad. Esa es toda la verdad. Y además, en la novela que tú y yo estamos escribiendo ahora mismo, esta no es todavía tu hora. Al final, tú sobrevives.
Dejaron atrás otro retén donde los soldados les abrieron paso con diligencia, sin obligarlos siquiera a reducir la velocidad. En el siguiente puesto, que destacaba por la larga hilera de vehículos detenidos, Bereche tocó el claxon repetidas veces desde la distancia y al cruzar la barricada intercambió circunspectos saludos con los uniformados. Solo en el último control, en la entrada de Piura, volvieron a sentir el rigor militar y a recordar que vivían en permanente estado de excepción. Tuvieron que detenerse, responder numerosas preguntas absurdas y rellenar un formulario con los datos de la camioneta. Cuando terminaron el trámite y se preparaban para partir, el oficial al mando inclinó la cabeza hasta la ventanilla y le dijo al viejo con deferencia:
—Lo siento, señor Sapankari, pero no tengo más remedio que cumplir con mi deber. Esas son las disposiciones. Por favor, pase usted ahora. Bienvenido a Piura.
Se despidieron moviendo la cabeza y continuaron la marcha a poca velocidad. El viejo percibió en el aire un entrañable olor a pan fresco. Llenó sus pulmones hasta casi hacerlos explotar, y se dijo que aquella fragancia debía de provenir de su imaginación, pues aún faltaban algunos kilómetros para que aparecieran los primeros trazos de Piura. Se soltó el cinturón de seguridad. Se movió intranquilo sobre el asiento. Se dijo que debía librarse de aquella aprehensión que comenzaba a crecer en el lado izquierdo de su pecho. Respiró con fuerza, relajó los músculos e intentó persuadirse de que ya no tenía sentido inquietarse por los peligros o las consecuencias de los acontecimientos que se avecinaban. Tal vez ya estaban en marcha y, por lo tanto, su destino era inexorable. Sin moverse, recordó: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Deseó contagiarse de esa perspicaz postura ante lo ineludible. Contó los días que faltaban para el 28 de marzo. De pronto se sintió asaltado por la revelación de que no era del porvenir de donde provenía su zozobra, sino del pasado. Observó las primeras casas de la ciudad. Entrevió vagamente que debía aprovechar al máximo el tiempo que le quedaba.
—¿Sabes qué? —le comunicó sorpresivamente a Bereche—: Iré contigo a visitar a la mamá de María Amanda.
—Esa es una muy buena decisión, señor —celebró el asistente.
—Pero necesito que me hagas un gran favor: me dejas hablar a solas con ella.
—Lo que usted diga, jefe —consintió el otro.
El anciano se volvió a mirarlo con expresión amistosa, que acto seguido mutó a cómplice e interesada.
—Pues ya que todo está bien, ¿qué tal si ahora sí aclaramos nuestras mentes?
Bereche sonrió por primera vez en varios días.
—Me parece una muy buena idea, señor —dijo.
El viejo introdujo la mitad del brazo izquierdo debajo de su asiento. Extrajo con extremo secretismo una descolorida latita de caramelos que abrió con suma cautela, mientras echaba rápidos vistazos hacia todas partes. Luego se concentró en los cuatro cigarrillos de marihuana que había preparado al amanecer. Tomó uno, lo encendió con fruición y le dio dos largas aspiradas antes de pasárselo a su asistente.
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