Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Autores secretos de América Latina (8) Lizandro Chávez Alfaro

El pasado viernes día 24, en las páginas de este mismo diario, apareció una columna mía a la cual me remito para que entiendan bien el resto de esta nueva entrega de mi blog, de manera que por favor abran este enlace y lean :

https://www.elespectador.com/opinion/centroamerica-matriz-columna-724741

Fue recién ese mismo día 24, recién al verla en pantalla y releerla para chequear que no hubo erratas ni cambios, cuando de repente me puse colorado como un tomate. Nadie se lo querrá creer, y menos tratándose de alguien que cuida tanto los pormenores, como yo, pero lo cierto es que no me había dado cuenta de que no mencioné a Lizandro Chávez Alfaro hasta leer la columna esa mañana del viernes en la página de EE. ¡Un amigo del alma y un tan gran escritor como Lizandro! Me dio una vergüenza inmensa, pero «¡ná que hacer!», como en estos casos dicen los chilenos. Y miren que puse cuidado de no nombrar al indigesto «padre». Pero en fin, a lo hecho, pecho, como decía mi abuela Remedios. Aquí les copio ahora un nuevo enlace, para que al leerlo se enteren de quién fue y qué obra nos dejó Lizandro Chávez Alfaro :

http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=chavez-alfaro-lizandro

Lo he hecho así porque poseo un texto inédito de Lizandro que deseo darles a conocer, no sin contarles la historia de su génesis. En la década de los 80, del siglo pasado, uno de los mejores suplementos culturales del mundo (el mejor, según Carlos Fuentes) era el de Diario16, en Madrid, a cuyo consejo editorial me honra el haber pertenecido. Ya casi al final de la década, a la redacción se le ocurrió la idea de pedir a destacados intelectuales de todo el mundo, pero con clara preferencia del iberoamericano, que escribieran la contratapa del suplemento bajo el rubro MI LIBRO FAVORITO. La cosecha fue fabulosa, y un editor con despierto sentido de la oportunidad podría publicar un libro de lo más enjundioso con el producto de aquella idea.

A mì se me dio el encargo de activar los contactos con escritores latinoamericanos que eran amigos míos y quisieran participar en el proyecto. Y claro que quisieron: conservo como oro en paño los manuscritos de Claribel Alegría (Rayuela), Luis Fayad (Pedro Páramo), Salvador Garmendia (La isla misteriosa, de Julio Verne), Ignacio de Loyola Brandão (Robinson Crusoe), Vlady Kociancich (el clásico chino Sueño en el Pabellón Rojo) y el escritor de la RDA Fritz Rudolf Fries, nacido en Bilbao, traductor al español del Amadís de Gaula y de Rayuela, y cuyo libro predilecto resultó ser Moby Dick. Pero no conservo, hélas!, el manuscrito de Álvaro Mutis, que se decantó por el Quijote. Estos siete textos se publicaron a lo largo de 1989, 1990.

Sí conservo además los manuscritos de otros cinco textos que no llegaron a publicarse por la debacle que se abatió sobre Diario16 y acabó con la publicación y su suplemento. Son los de Fanny Buitrago (El coloso de Marusi), Hernán Valdés (que no se limitó a un solo libro y tituló su aporte “Entre Proust y Fowles”), Antonio Cisneros (otro clásico chino, T’ung Shu), Miguel Barnet (Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde) y mi bueno y querido Lizando Chávez Alfaro, entonces embajador nica en Budapest, que eligió Hambre, de Knut Hamsun.

Sabedor de lo lento que molían las muelas del molino contable de Diario16, a varios de los autores, entre ellos Lizandro, les adelanté el honorario de mi propio bolsillo, esperando que reembolsaría tales adelantos cuando los textos se publicaran. Fue una inversión fallida pero de la que no me arrepiento, pues ello me permite ofrecerles acá, con la conciencia muy tranquila, un texto imperdible y hasta ahora inédito, el texto de Lizandro sobre el libro de Knut Hamsun, y de paso poder enjugar con él la deuda por el ninguneo involuntario cometido en mi columna.

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Mi libro favorito : Hambre, de Knut Hamsun. Por Lizandro Chávez Alfaro.

A Ylajali Moncada

La lectura de Hambre, de Knut Hamsun, fue un encuentro con mi propia imagen, tan raída como dispuesta a no ceder. En esa edad fabulosa que nos arranca de la infancia y a la vez nos lanza sin piedad a nuevas expectaciones, hay lecturas que caen exactas sobre el alma joven.

Si me atrevo a re–presentar un autor en desuso, por qué no acudir a la palabra desprestigiada: alma. Sólo en ella puedo apoyar la idea de esa absoluta capacidad de creencia mimética, ese poder asociativo que, leyendo, un día me hizo jurar que nunca amaría a nadie que no fuera o pareciera Isadora Duncan, o que en otro momento me llevaría al fracaso de no poder repetir la vida de artista truhán, de canalla genial, que conocí en las memorias de Benvenuto Cellini. Vidas leídas con deseo desmesurado, con desafiante energía, como andando frente a un espejo ustorio. Qué otra cosa es una lectura verdadera sino exponerse por entero al calor de la vida concentrada en signos.

Así vagué por las calles de una fría ciudad nórdica de fines del siglo XIX, tan lejana de mi vida tropical y a la vez tan real para mis tribulaciones, hermanas de las que había vencido un personaje sin nombre, que por eso mismo podía llevar el mío o el de Hamsun.

Dos términos dejó en mí aquella lectura de hambriento: Cristianía e Ylajali, ciudad y mujer fundidas una en otra. Y entre ambas un valor: el de la dignidad edificada sobre vicisitudes. No lo sabía entonces, pero más tarde me dijo Faulkner que sólo hay literatura ahí donde autor y lector pueden perder o ganar algo valioso. Lo demás es entretenimiento. Con Hambre gané la certeza de que en el mundo había lugar para mi sublevación contra todo lo que intentara degradarme.

Todos libramos esa lucha en su momento –¿o es perpetua?– pero unos dotados de las armas completas y otros solamente con la propia estima, que principia en una gruesa fuente de orgullo y termina llamándose indignación. Cuando los fantasmas vagamente anunciados se hacen monstruos cotidianos de fisonomía precisa, valioso es el llamado a la resistencia.

Hay irremediable moralidad en ese protagonista que una y otra vez rechaza las salidas gratuitas, porque las identifica con la humillación. Puede ser sospechoso de cierta vocación por la morbosidad, si morboso es persistir y subsistir en el padecimiento. Pero más allá de la lección moralista –qué lección no lo es– Hambre significó en mí varias propuestas para un aprendiz de escritor.

La plena percepción del mundo sensorial es ejercicio constante de esa primera persona con la que Hamsun atraviesa todo el libro, y es solamente por medio de esa percepción, con su cauda de obsesiones y misterios no siempre resueltos, que accede a otra dimensión existencial. Accede a estremecedores descubrimientos hechos muchas veces desde aparentes banalidades, o desde los castigos que le inflige su larga batalla contra la privación, sin desembocar necesariamente en desproporciones místicas.

El esfuerzo por apropiarse de ese otro territorio lo lleva siempre a la tentación de crear la palabra que llene algún vacío del lenguaje, al grado de comprometerse en una lucha por nombrar las cosas hasta entonces innombrables. Con esa vehemencia busca «la palabra que fuese bastante negra, que pudiera ennegrecerme la boca cuando la pronunciara».

También me nutría la ocasional irreverencia surgida de la reflexión más que del resentimiento, o del impulso parricida en que vive todo joven. Me fascinaba leer que la conciencia es invención de los renacentistas, y particularmente de «aquel profesor de baile llamado Shakespeare».

Todo esto es valoración sobrepuesta, y quizás superflua. La verdad entrañable es que yo tenía tanta hambre como el protagonista de Hambre, y tanta decisión de mantenerme «honrado en medio de tanta miseria». Su condición era la mía, y perfectamente podía acompañarlo y suplantarlo acaso en su aventura por las calles de Cristianía, tras los diez öre necesarios para comprar la vela que le permitiese continuar su dudoso escrito, o mejor todavía, la presencia de Ylajali, la más hermosa respuesta a la soledad que podía darse un desamparado.

Fue una lectura que para mí trascendió los límites de lo bibliográfico y recayó en una recién nacida. Era la primogénita de un semi–protector, a quien otro fervoroso lector de Hambre y yo fuimos a visitar con el deliberado propósito de bautizar a su hija en un rito de padrinos espontáneos. A falta de un imposible regalo en especie, como opulentos donadores presentamos el nombre que más embellecería a la niña, a la mujer, un regalo para toda la vida: Ylajali, que era enunciar en sólo cuatro sílabas la delicadeza y la audacia, lo reprobable y lo adorable, la inteligencia y la generosidad, el castigo y el premio, la ilusión y el desastre, en suma, los atributos de un “arquetipo” de mujer, la creación de Hamsun depositada junto a una cuna, con suprema irresponsabilidad de nuestra soltería, porque a fin de cuentas un nombre puede ser un destino.

Cristianía volvió a llamarse Oslo en 1924. Hambre había sido publicada en 1888. Posiblemente la Calle de Lutines, la Torre del Castillo, la Calle de la Travesía, la Plaza del Ferrocarril, y todo el escenario recorrido por la soberbia de aquel obstinado, sean nada más que difuntos antepasados del plano actual de Oslo. La literatura ha erigido muchas ciudades; sin embargo, ninguna tan real para mí como la del adiós a «aquella Cristianía en que con toda claridad brillaban las ventanas de todas aquellas viviendas, de todos aquellos hogares». La vi desde el Café Oplandsk, desde el fiordo, desde la Plaza de San Olaf, en cuyos altos sigue viviendo Ylajali, y baja iluminando la Calle de Karl Johan, pasa junto a este pobre sentimental, lo provoca con su desfachatez y su suavidad. Más aún, en Cristianía seguirá residiendo mi primera convicción de que el poder de los poderes es la dignidad.

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