Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Antología de páginas : Gottfried Benn

Una cosa que me gusta seguir haciendo en mi blog es esa antología de páginas que les anuncié meses ha, traduciendo una de las memorias de Liv Ullmann, y que luego continué con otras de las respectivas memorias de Jorge Amado y de Marcos Ana, con un diálogo del primer acto de Cena de Navidad, la comedia de José López Rubio, y con un capitulillo de Platero y yo.


Hoy quiero rescatar un texto de uno de los más grandes poetas de la lengua alemana en el siglo XX, Gottfried Benn, discutido y bastante ninguneado por su adhesión al nazismo cuando llegó al poder, si bien muy pronto se distanció del mismo, apartándose de la política y dedicándose al ejercicio de su profesión, la Medicina.

Benn redactó este texto en 1928, y lo publicó en un vespertino berlinés saliendo al paso de la visión tendenciosa que proporcionaba una película inglesa sobre el caso de Edith Cavell, la enfermera inglesa residente en Bruselas

a quien se condenó a muerte en 1915, por el delito de espionaje, ejecutándose la sentencia el 22 de octubre de ese mismo año. Uno de los casos más controvertidos y más oscuros de la justicia castrense, equiparable por el bando de los Aliados al de Mata Hari, con todas las diferencias de carácter, personalidad y vida que puedan aducirse entre la bailarina neerlandesa y la enfermera británica. No es de descartar que el asesinato legal (el fusilamiento, si somos políticamente correctos) de Mata Hari en los fosos del castillo de Vincennes, el 15.10.1917, casi dos años después, no haya sido una aplicación aliada de la ley del Talión por el asesinato legal (vide supra) de Edith Cavell en Bruselas, y en un escenario casi homologable.

La película de marras se titulaba Dawn y la interpretaba nadie menos que Sybil Thorndyke, una actriz eminente del teatro y el cine ingleses, y que cuatro años antes, en 1924, había sido Juana de Arco en el estreno londinense de Saint Joan, la genial obra de Bernard Shaw.

¿Es hilar muy delgado atreverse a suponer que la propaganda británica estuvo detrás de la elección de la Thorndyke para interpretar a Edith Cavell, adjudicándole a ésta, por ósmosis, aquél plus de santidad que la actriz sugería por su portentosa doncella de Orléans?

Se daba la circunstancia de que Benn conocía de primera mano, como testigo excepcional, los momentos finales de la vida de Edith Cavell, puesto que él era el forense que certificó su defunción. Y entonces, tras haber visto la película Dawn, decidió dejar por escrito su memoria de aquellos instantes. Lo hizo en ese texto que mencioné antes, que a mi entender no se publicó nunca en castellano y que me animé a aproximar a nuestro idioma de este modo:  

 

«Sin duda alguna marchará como una figura legendaria a través de la historia de las potencias vencedoras. Su leyenda se formará con independencia de los hechos históricos, materialmente efectivos, del asunto donde jugó un papel, y desde el primer momento no hay nada más lejos de mí que la intención de que yo pudiera rectificar, aclarar o corregir alguna cosa en la leyenda de su país; sólo contaré aquello de lo que me acuerde. Y me acuerdo de ella, para decirlo desde ya, como de una activista que purgaba por sus actos, como la intrépida hija de un gran pueblo que se encontraba en guerra con nosotros.

Yo era médico jefe en la Gobernación de Bruselas desde los primeros días de la ocupación.

Una tarde, ya bien entrado el otoño de 1915, recibí la orden de esperar un auto a la mañana siguiente en un lugar determinado y viajar a un sitio que no se especificaba. En ese auto, conmigo, se montaron dos miembros del consejo de guerra, uno en acto de servicio, el otro a título privado. Rodamos por las calles oscuras hasta el Tir National, el pabellón de tiro de la guarnición de Bruselas en la periferia de la ciudad. El auto se detuvo. El terreno descendía. Bajamos por un terraplén donde los soldados estaban formados haciendo calle.

Al final de la hondonada había dos grupos de doce hombres cada uno en dos hileras, de cara a la pared del fondo, el paredón cubierto por la hierba. Delante suyo había dos postes nuevos, dos estacas blancas clavadas en la tierra.

Estamos allí y esperamos. Ahora se acerca un auto. Baja de él un belga, un civil, con un sacerdote católico. El belga tiene aproximadamente cuarenta años, es ingeniero, casado, padre de dos hijos, rechoncho, de ademanes impulsivos, no está esposado. Una gorra de visera en la cabeza. Cómplice de Edith Cavell. Con una vivacidad sin parangón, con una desenvoltura casi liviana, desciende por el terraplén donde se encuentran los soldados, se saca la gorra, se coloca con un movimiento inimitablemente caballeresco delante del grupo que lo va a fusilar, y dice estas palabras: “Bon jour, Messieurs, devant la mort nous sommes touts des camarades”, interrumpiéndole el miembro del consejo de guerra, que probablemente teme una alocución provocadora. A partir de ahí el delincuente se queda quieto, tranquilo, cierto de su muerte, perfecto en su actitud.

Ahora llega el segundo auto. Baja Miss Cavell; a su lado un pastor evangélico, un conocido teólogo berlinés que la ha asistido durante la última noche. Edith Cavell debe tener quizás 42 años; el pelo entre gris y blanco; sin sombrero; traje sastre azul; el rostro descarnado, como una máscara; los andares rígidos, torpes; fuertes inhibiciones musculares; pero sin vacilar, sin trastabillar, desciende hasta donde se encuentran los postes. Se detienen un momento, ella y el pastor, algunos metros delante de la estaca blanca; ella habla en voz baja con el pastor, lo que le dijo me lo cuenta él luego: muere con gusto por Inglaterra y saluda a su madre y sus hermanos, quienes están con el ejército inglés en el frente de batalla. Otras mujeres sufren mayores sacrificios: maridos, hermanos, hijos; ella tan sólo su propia vida, ¡oh Patria al otro lado del mar, oh el hogar!, al que así saluda. Tranquila despedida del pastor. Último acto. Dura apenas un minuto. El pelotón presenta armas, el miembro del consejo de guerra lee la sentencia de muerte. Al belga y a la inglesa les tapan los ojos con una venda blanca y les atan las manos a los postes. Una orden para ambos: ¡Fuego!, a pocos metros de distancia, y doce balas que dan en el blanco. Los dos han muerto. El belga se ha desplomado. Miss Cavell sigue derecha en el palo. Sus heridas afectan principalmente al tórax, el corazón y los pulmones. Está completa y absolutamente muerta al instante: totalmente falso decir que sufrió herida por las balas y tuvo que ser rematada en el suelo con un tiro de gracia. Más bien estaba indubitablemente ya muerta mientras sonaba el grito de ¡Fuego!  Ahora me acerco al poste, la desatamos, le tomo el pulso y le cierro los ojos. Después la colocamos en un pequeño féretro amarillo que está al lado. Será enterrada de inmediato, en un lugar desconocido. Se temen disturbios a causa de su muerte o una manifestación nacional en la ciudad, por ello la prisa y luego el silencio y el secreto sobre su tumba».

 

El azar, ese prestigioso seudónimo que usa el destino cuando actúa de incógnito, me hizo encontrar el testimonio que dejó de esta misma escena el pastor alemán que asistió a Edith Cavell en su hora postrera. Lo preciso de este modo porque el pastor Le Seur (evidentemente

de ascendencia hugonota, con tal apellido) asegura que no pasó la noche en la celda de la condenada reconfortándola espiritualmente, al contrario de lo que afirma Benn. Más bien tuvo que irse de allí a conseguir un permiso especial para que fuera un colega, el reverendo Gahan, pastor de la congregación anglicana en Bruselas, quien administrase a Miss Cavell el sacramento de la comunión. Y él mismo sólo regresó en la madrugada, para acompañarla hasta el lugar de la ejecución y estar a su lado en esos últimos instantes.

Es curioso y aleccionador cotejar los testimonios de Gottfried Benn y del pastor Le Seur.

Gracias a éste sabemos que el cómplice de Edith Cavell se llamaba Baucq, y Leyendecker el sacerdote católico que le asistía, y que Baucq no era ingeniero sino arquitecto. Estos son nada más que detalles de poca monta. Más importante es la transcripción de las palabras que la presunta espía le dice antes de encaminarse al poste de la ejecución: “Ask Mr. Gahan to tell my loved ones later on that my soul, as I believe, is safe, and that I am glad to die for my country. [Pídale a Mr. Gahan que les diga a mis seres queridos que mi alma, según creo, está a salvo, y que estoy contenta de morir por mi patria]”. Y lo que con toda certeza más llama la atención es la descripción del fusilamiento, que ambos, el médico y el religioso, vivieron al unísono. Según el pastor, cada pelotón se componía de ocho y no doce fusileros, quienes dispararon a seis pasos de los condenados, y Miss Cavell recibió un tiro en la frente. Además, cuenta Le Seur que Miss Cavell se desplomó hacia adelante, pero que se alzó tres veces sin emitir ningún sonido mientras sus manos también se estiraban hacia arriba. Benn y él, sigue relatando, corrieron hacia la víctima, y Le Seur atestigua: “Creo que el médico tenía razón cuando me dijo que sólo se trataba de movimientos reflejos”.

Más de cincuenta años después de que una amiga me regalase la biografía de Gottfried Benn, cuando devolví el libro al estante, mi mano temblaba. También debió de ser un movimiento reflejo: el que siempre provocan en mí la indignación y la impotencia ante la pena de muerte.

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