«Todo educador es un artista, una de las tareas del educador es rehacer esto: el educador rehace el mundo, él redibuja el mundo, repinta el mundo, recanta el mundo, redanza el mundo”.
Paulo Freire
Doris es una mujer pequeña de ojos grandes y muy achispados. Su sonrisa es como la de una niña y su forma de ser brilla a través de ella. Ella es luz, es pura transparencia. La conocí hace algunos meses cuando acompañé a una persona muy querida a hacerle una visita. El encuentro resultó en toda una tarde de maravillosas anécdotas sobre el arte de educar. Doris había sido profesora de primaria, primero en el Colegio Hermano Miguel de la Salle y luego en la escuela del barrio El Pesebre en Bogotá. Mi acompañante iba a agradecerle a su maestra el hecho de haberle inculcado el amor por la escritura y la lectura, amor que años después germinó en la publicación de dos hermosos libros que hoy en día leen cientos de estudiantes en los colegios de Colombia. “Qué más reconocimiento para una maestra que tus alumnos te busquen años después para decirte que valió la pena”, decía Doris en un encuentro más reciente que tuvimos.
El encuentro con Doris coincidió con mis búsquedas personales como maestra. Al enseñar una disciplina artística como la danza, sentí que como profesora me habían adoctrinado: se debe enseñar la perfección en la técnica, el cuerpo del estudiante debe tener tales y tales cualidades, los que no hayan logrado estos objetivos pasémoslos a la parte trasera de la escena o cambiémolos a un curso menos avanzado. Lo más importante es presionar hasta el agotamiento a esos alumnos que son talentosos, porque los que no tienen cualidades corporales como la elasticidad, apertura de cadera, fuerza o este tipo de de cosas, ni siquiera vale la pena alentarlos, porque su cuerpo no es bonito para bailar. Lo mismo pasará en la música, en el canto, tal vez menos en el teatro, pero de igual forma, el arte se ha vuelto cada vez menos una expresión de libertad y cada vez más un campo de concentración en el que te cortan la cabeza si no cumples con los requisitos.
Ya exahusta de estos requerimientos ridículos que me pedían como profesora, el encuentro con Doris fue como un derramamiento de agua fresca para mí, no solo porque me contó lo divertido de la vocación, sino porque en sus anécdotas se translucía cómo había cambiado la vida de sus estudiantes impulsando sus intereses y mayores talentos. En un gran deseo por aprender de ella, la busqué en una segunda ocasión: quería que me contara sobre su vida, quería escuchar más sobre su experiencia para que entre charla y charla, tejiendo diálogos y palabras, me develara el secreto del arte de educar.
La fantasía: un viaje
Cuando Doris se narra pequeña, huérfana de madre, se cuenta como una niña ávida de aprender. En esas épocas en las que la presencia del televisor empezaba a imponerse en las casas, Doris decía que no le gustaba ver el pato Donald ni esas caricaturas que en esos tiempos estaban de moda. Le gustaba ver “Concurse con la historia” o “La historia del siglo XX”. Me la imagino fascinada, con los ojos puestos en las imágenes, y el oído y el corazón puestos en los relatos del programa. Antes de ser maestra Doris fue alumna, fue una estudiante perpetua de la vida. Con su primo, con quien se crió, escuchaba los vinilos de música clásica y se transportaba a una realidad diferente. En mis reflexiones me dije que tal vez allí reside el arte de educar: en cultivar en otros la fantasía y la curiosidad de visitar otros tiempos y lugares a través de los medios que tenemos diponibles, bien se trate de los libros, de la música o de los relatos. Doris de pequeña fue una gran viajera y lo que se trasluce en su sonrisa brillante y sus ojos de niña fue que esa fantasía siempre la acompañó. De adultos, a lo mejor, perdemos o dejamos estas cosas en el camino, por eso es tan difícil que nos desempeñemos correctamente en el arte de educar. ¿Cómo podemos enseñar a otros a soñar si nosostros mismos hemos abandonado la práctica por el camino?
El encuentro con los niños
Doris estudió su bachillerato en la Normal Nacional en el pueblo de Guasca, Cundinamarca. Su padre quería que trabajara pronto: si se graduaba como pedagoga del colegio podía entrar a trabajar de una vez y costearse otros estudios. Esto rara vez pasa: Doris obedeció a su padre y siguiendo ese mandato encontró su verdadera vocación. Hizo las prácticas en la escuela rural, donde a menudo como maestros vemos casos duros de asimilar: niños que recorren kilómeros para ir a clase con los pies abullonados de callos, con las manos cansadas de trabajo. “Uno los veía con sus caritas coloraditas y sus deditos ampollados por trabajar la tierra, pero siempre con esas ganas de aprender”, decía Doris, tal vez reflexionando sobre el deseo por educarse, que siempre responde al anhelo por conocer una realidad distinta a la que vivimos cada día. Doris describe este episodio de su vida como “el encuentro con los niños”, con lo que sus corazones deseaban, con los deseos, sueños y fantasías que había detrás de esas jornadas interminables de trabajo, con eso que los niños anhelaban pero que tal vez nadie, salvo Doris, veía. “Esto es lo mío”, dijo Doris al concluir esta experiencia, dándose cuenta que su don estaba en vislumbrar estos deseos a través de las caras y expresiones de los niños.
Yo no soy historiadora
Doris estudió su licenciatura en ciencias sociales en la Universidad Pedagógica Nacional y su especialización en la enseñanza de la historia en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. “¡Eres entonces historiadora!”, le dije yo en un revuelo de entusiasmo. “No, no soy historiadora. Ojalá tuviera yo ese don”, me dijo ella. Su respuesta me hizo pensar en la errónea idea de que la acumulación de conocimientos nos hará buenos maestros. Hoy en día en todas las universidades piden un título de PhD para poder dictar una cátedra, y cuando tomamos las clases, penosamente nos damos cuenta que el hecho de que el profesor sepa mucho no quiere decir que sea capaz de enseñarnos nada. En el campo de las artes escénicas, que es el mío, ser un gran cantante, un magnífico actor o el mejor bailarín, nunca te hará el mejor maestro. ¿Qué nos hace entonces grandes maestros?
Educar quiere decir nutrir

Hace mucho tiempo, leí un ensayo sobre la educación en el que el autor explicaba que la etimología de la palabra “educar” se relacionaba con la nutrición, con la alimentación. De lo que tenía entendido, el verbo latino “educare” se relacionaba con el verbo “ducere” que quiere decir conducir, guiar. Sin embargo, me sentía más identificada con la explicación que se daba sobre “alimentar” al estudiante. Uno nutre al alumno cuando detona sus intereses, cuando hace que sus anhelos se sientan realizables, cuando le damos importancia a lo que quiere construir. Si el educador únicamente es visto como un guia, esto limita bastante su trabajo: el maestro guia al alumno porque sus conocimientos no le bastan para guiarse solo. Yo lo veo distinto: cada alumno viene con unos recursos propios, con un conocimiento que así no esté relacionado con lo que yo le estoy enseñando, ya es una tierra que puedo labrar y en la que puedo sembrar una semilla. Tal vez no tenga frente a mi una pequeña bailarina muy elástica, pero tengo una niña que disfruta la danza más que nada en el mundo porque sus padres en casa no le prestan mucha atención. Con ese amor que la niña manifiesta puedo ayudarle a construir todo un mundo solo para ella.
Cuando hablé con Doris sobre sus experiencias, vi confirmadas mis intuiciones. La maestra me contó una serie de anécdotas sobre algunos de los estudiantes en los que ella sembró un interés o alimentó un llama. A menudo esa semilla resultó siendo un baobab o esa llamita un fuego crepitante. Con mucho amor me contó la historia de Iván Chacón, un alumno de el colegio La Salle que amaba el tema de las artes. Doris lo invitó a averiguar más sobre la pintura rupestre y el niño llegó a clase con unos bocetos maravillosos pintados por él mismo. Años después Iván se convirtió en un renombrado diseñador gráfico e invitó a su profesora de primaria al lanzamiento de su primer libro, que con mucho cariño le firmó “Para mi profesora de la vida”.
Es hermosa también la historia de una niña de la escuela de el barrio El Pesebre, uno de los barrios más marginales de la ciudad de Bogotá. Doris, siempre ávida de conocimiento, soñaba con viajar y durante su carrera pudo permitirse muchas travesías. A sus alumnos les traía toda clase de souvenires y postales de todas partes del mundo. En sus clases Doris contó todas las aventuras vividas en sus viajes a Turquía, Italia, la Patagonia, Francia, España y otros destinos. Muchos de sus alumnos, que vivían en condiciones muy precarias, supieron que esto no iba a ser un impedimento para algún día viajar y conocer el mundo, porque como decía Doris “la pobreza verdadera es intelectual y espiritual”. Debido al entusiasmo que los niños mostraron en estos temas, Doris organizó en la escuela el proyecto “Cruzando las fronteras del conocimiento”, en el que los niños investigaron sobre cada país, hicieron una feria del turismo, una muestra del folklore, y un despliegue de las atresanías y las tradiciones de cada esquina del mundo.
Una de las niñas, a lo largo de los años, se quedó con la inquietud del lugar que ella había investigado para su proyecto: la Patagonia. Durante mucho tiempo guardó la postal que Doris le había traído de este lugar y recordando que la precariedad material no se compara con la precariedad espiritual, hizo de visitar la Patagonia su sueño personal. Ya adulta viajó hasta su destino y se tomó una foto con el paisaje que mostraba su tarjeta postal: ella misma se plasmó en la imagen que la había hecho soñar durante años. Compró un souvenir para Doris como ella lo había hecho para ella en su infancia, y al llegar a Bogotá fue a llevárselo a su maestra y a mostrarle la foto. Hoy en día la niña que creció en precarias condiciones estudia un posgrado en la UNAM en Ciudad de México.
Aunque estos son algunos de los casos que ameritan grandes narraciones, Doris hacía cosas a diario para que estos pequeños milagros ocurrieran. “¿Cuál es tu secreto?”, le pregunté yo. Ella me contestó: “Darle a las pasiones de los niños el lugar que merecen”. A los niños les gustan muchas cosas: había niños a quienes les gustaban los OVNIS, otros a quienes les gustaba la ciencia, otros los dinosaurios, a otros la danza, los sistemas, el teatro. “Averigua más sobre este tema que tanto te gusta y cuéntanos en clase”, les decía Doris. Además de que su avidez por el conocimiento se despertaba, los niños sentían que lo que les apasionaba era importante y que ellos eran capaces de desarrollar el tema con profundidad. Doris me cuenta que con los años muchas de estas pasiones se convirtieron en profesiones.
Sin embargo, cuando estos intereses aún no eran evidentes, Doris se encargaba de sembrar una semilla de curiosidad en las pequeñas almas que tenía a su cargo. Les contaba de sus viajes, de sus lecturas, de su experiencias de vida, de la música que más amaba escuchar. Muchos quisieron averiguar más sobre todo esto y esa semilla se convirtió en la aventura épica de sus vidas. Es ese el arte de educar. Es ese el reto de nutrir.
Un alumno difícil
“Doris, ¿y qué hacías tú cuando te tocaba un alumno difícil?”. Doris enseguida recordó la historia de Wilson. “A Wilson nunca le interesó nada, nunca le gustó nada de lo que yo enseñaba”, decía Doris. Era un niño agresivo, mentiroso y grosero y sus compañeros no lo querían por cómo los trataba. Su madre estaba desesperada con él: él nunca le hacía caso y tampoco tenía tiempo de ocuparse del niño. Wilson lo que necesitaba era que le prestaran atención. Al gustarle tanto el tema de la tecnología Doris lo puso de monitor de sistemas en el salón y trataba de hablarle cuando se comportaba de cierta forma, de cavar en sus sentimientos un poco. Al ponerlo de monitor el niño empezó a recuperar su amor propio y los compañeros, si no a quererlo, al menos a respetarlo como la autoridad en sistemas en el salón de clase. Wilson perdió el año, como otras veces, pero su madre le agradeció a Doris diciendo: “Al menos mi hijo tiene ganas de vivir”.
Mientras más difícil es un niño, usualmente su vulnerabilidad es más grande. No es difícil saber que detrás de un mal comportamiento hay una coraza que esconde soledad, miedo, angustia y una profunda sensación de injusticia. Es labor del maestro mostrarle al alumno difícil la otra cara de la moneda, recrearle el mundo como dice Paulo Freire en el epígrafe de esta crónica.
Calidad con calidez
Así define Doris la exigencia: “calidad con calidez”. “Puntualidad, cuadernos impecables, orden, limpieza en el salón”, todas esas eran las prácticas de disciplina de Doris, pero al final no se trataba de atenazar al alumno en una cuadrícula, pues se enseñaba con el ejemplo. “Yo exigía puntualidad, siempre llegaba temprano. Exigía el cumplimiento con los trabajos, yo nunca fallaba en clase. Exigía orden en las entregas, siempre trataba de enseñar con ese mismo orden que yo esperaba”. Enseñar con el ejemplo, pero también exigir con el amor. No era un orden restrictivo el que Doris demandaba, era un orden expansivo, pues así como todo debía estar en su puesto el alumno también debía llegar más allá. La exigencia, más que nada, era que el alumno corriera un poco más allá el límite de su conocimiento: no aceptar trabajos escritos en 10 líneas por salir del paso. Si lo que se aprende en clase no es suficiente para despertar curiosidad, la labor del estudiante es indagar un poco más y encontrar siempre algo interesante que aportar.
El maestro ayuda, el maestro ilumina, el maestro motiva pero es el alumno el encargado de su propio aprendizaje. La exigencia es la forma de velar sobre las ganas de aprender del estudiante.
Paz pequeña, paz grande
“La primera vez que fui al congreso pedagógico en Cuba me quedé aterrada de que las profesoras borraban los cuadernos de los niños de preescolar para que los utilizaran los niños de primaria”, me contó Doris. Al llegar a Bogotá y contar la historia, los niños empezaron a desperdiciar menos material y los que pudieron hicieron donaciones de útiles escolares cuando Doris volvió a viajar a La Habana. Esta historia me dice que educar para la paz es intrínseco a la educación: comprender otras realidades nos hace mucho más empáticos y consistentes con nuestro valores. Hay historias que tienen mayor impacto que otras, pero cada relato bien contado en el contexto educativo tiene el poder de despertar la empatía y la compasión.
Doris siempre trató de que la convivencia diaria en el salón fuera armoniosa, siempre trató de que los niños se pusieran en los zapatos de sus compañeros. Hablando de su alumno difícil, Doris dice que un día lo sacó con alguna excusa del salón y aprovechó para dialogar con sus compañeros: “¿Cómo se sentirían ustedes si vivieran lo que vive Wilson todos los días? Con todos esos problemas en casa no debemos generarle más aquí, debemos comprenderlo, apoyarlo y quererlo”.
Buscar la armonía en el día a día, en lo pequeño, en lo cotidiano, es lo que resuena en un contexto más grande. Si queremos que el mundo afuera sea honesto, seamos honestos nosotros. Si queremos que haya paz, seamos nosotros pacíficos. Si queremos que nos toleren y que nos respeten, debemos hacerlo nosotros primero. Es así como Doris y muchos otros docentes contribuimos en pequeño a esa paz grande, a esa paz que todos queremos.
Entonces… «el arte de educar»
«Doris, ¿qué es lo que más extrañas de enseñar?», le pregunté a la maestra, ya jubilada hace algunos años. «El encuentro con los niños», contesta, recordando tal vez que cada niño es un maravilloso descubrimiento y una obra de arte para el mundo. Durante su jubilación Doris ha seguido viajando, ha seguido leyendo, escuchando su música, yendo a conciertos y a teatro y tomando clases de danza. «El único peso que tengo es no poder compartir con los niños todo lo que estoy aprendiendo ahora».
Así se despide Doris de mí, disfrutando el aprendizaje continuo que ofrece la vida, pero añorando poder compartirlo con los niños. Esto es el arte de educar: el maestro es el artista que es capaz de ver los frutos que un ser humano puede darle al mundo, así como el arquitecto ve en el espacio vacío una hermosa edificación o el científico en la naturaleza la posibilidad de su hipótesis. Además de esto, en el arte de educar se siembran semillas, se crean mundos alternos a través de la palabra, a través de los libros, a través de los dibujos, los relatos, los mapas, los materiales de escuela. Saber enseñar es incentivar la fantasía para que el alumno viaje y comprenda, vea y conozca otras realidades.
Doris me deja esta inquietud como profesora, me muestra que mis anhelos de enseñar la danza de otra manera son posibles. Hasta en eso Doris es maestra: me ha hecho ver la posibilidad solamente con sus relatos.