Unidad Investigativa

Publicado el Alberto Donadio

José Joaquín Gori Leiva, In Memoriam

Por José Joaquín Gori Cabrera

In memoriam
JOSÉ JOAQUIN GORI LEIVA
29 de marzo de 1907 – 5 de octubre de 2015

Se cumplen cinco años desde que mi padre nos abandonó, descansando en la paz del Señor, una expresión que en su caso fue totalmente válida. Simplemente cerró los ojos. Formó una pareja singular con mi madre, Lola Cabrera, chilena y con raíces ecuatorianas, quien gozaba de un don natural de gentes que le ganaba amistades en donde fuera, sin importar nivel social ni condiciones económicas, raza o religión. Le encantaba socializar y tenía espíritu aventurero. Destilaba un aparente desenfado, lo que los franceses llaman sans façon. Mi padre era el lado opuesto de la moneda: adicto al estudio, no disfrutaba de la vida nocturna ni de las trivialidades, pero su profesión lo llevó a ser también un gran animador de las veladas, alguien a quien en la frivolidad de una reunión social le podían tratar los temas más delicados del momento. En tándem eran un manual de diplomacia práctica y efectiva.

Mi padre desde su infancia se quemaba las pestañas – expresión con la que me atormentó siempre porque yo como estudiante distaba mucho de parecérmele – grabándose a fuego los clásicos, la filosofía y la retórica, la lógica y el derecho. Eran sus armas para la diplomacia, que encontraban en mi mamá el aliado inestimable de la espontaneidad y el don de gentes, la simpatía natural, talante alegre y abierto, risa cantarina y la aureola que rodea a quienes por haberse criado en ese mundo social de personajes vacuos, necios y pretenciosos, no se arredran ante títulos, posiciones o la ostentación de riquezas, ni se inmutan por complejas que sean las circunstancias.

Recordaba mi mamá que la famosa Magda Lupescu “la Pompadour de los Cárpatos” llegó a Méjico con su amante, el exilado rey Carol II de Rumania. Mi mamá había aprendido a jugar bridge desde muy joven, y en algún evento le comentó a unas damas encopetadas que jugaba con Madame Lupescu. Se metió en la grande, porque enseguida le rogaron que la presentara. Al final salió del brete como fue su costumbre a lo largo de la vida, con sencillez y simpatía. En un cocktail la abordó, le contó su drama y a la Lupescu le divirtió tanto la historia que le propuso sostener que se habían hecho amigas en Londres. De ahí en adelante apenas la veía la saludaba con grandes voces “¡Lolà!, mon cheri… my love”. Y terminaron jugando bridge.

Mientras, mi padre compartía con Pablo Neruda su alergia al sol, al mar y a la playa. Era una época en la que confluyó en Méjico un elenco fulgurante de personalidades, con las que alternaban en reuniones sociales: Frida Kahlo, Diego Rivera, León Trotsky, Neruda, Cantinflas, Rómulo Rozo. Me comentaba mi padre que una noche de junio, 1941, estaban en una recepción en la embajada soviética cuando el embajador Konstantin Umansky recibió un mensaje cifrado urgente. Se retiró unos segundos y regresó lívido: Hitler acababa de invadir la Unión Soviética con tres millones de tropas. Este embajador Umansky fue un notable diplomático soviético, que había sido previamente acreditado en Washington y de quién se rumoraba que le informó a un diplomático alemán que los Estados Unidos habían logrado romper el código secreto japonés usado para sus comunicaciones diplomáticas, el Código Púrpura. El sistema de encriptado era una adaptación de la máquina alemana Enigma. Los japoneses, sin embargo, para sus comunicaciones con la armada usaban un sistema manual, conocido como el JN-25, que los Estados Unidos lograron descifrar sólo a medias ya entrados en la Segunda Guerra Mundial. La decisiva batalla del Pacífico, Midway, se definió a favor de los Estados Unidos gracias a que lograron decodificar parcialmente un mensaje y mediante un ardid confirmaron que los japoneses planeaban atacar Midway para atraer a los restos de la flota estadounidense a lo que llamaban “batalla decisiva”. Y fue decisiva, pero al revés, porque los japoneses perdieron sus cuatro portaaviones. Más adelante los Estados Unidos lograrían descifrar un mensaje con el itinerario de un vuelo que haría por las islas Salomón el almirante Yamamoto, comandante en jefe de la flota combinada y quién organizó el ataque infame a la base de Pearl Harbor. Pese a que arriesgaban que los japoneses supieran que les habían roto el código, decidieron derribar su avión. A Yamamoto los japoneses lo clasifican como muerto en acción (KIA). Para los EE. UU fue la venganza.

A guisa de anécdota, una entre miles: el Reino Unido estaba recuperándose de la Segunda Guerra Mundial cuando en 1949 mi padre fue enviado a Londres y cuenta que enfrentó un delicado problema diplomático. Era la época que se conoció como de El Dorado, cuando por no estar afiliados a ninguna liga internacional los equipos de fútbol colombianos estaban atrayendo a los mejores jugadores del mundo: Pedernera, Di Estéfano, Rossi, Cozzi, entre otras rutilantes estrellas. En medio de un agitado debate en la Cámara de los Comunes un Honorable MP pidió la palabra para exigir que el señor Chargé D´Affaires de Colombia, Mr Gori, diera garantías al gobierno de Su Majestad de que los colombianos no estaban pensando en llevarse a Mr Churchill.

Estos son fragmentos de conversaciones con mis padres, pues en la época no habíamos nacido ninguno de sus hijos. Ya para esos años ya mi papá cargaba en sus memorias los recuerdos más vívidos de su primera experiencia diplomática, como abogado consultor para comunicaciones con la Liga de las Naciones a raíz del conflicto de Leticia. Acababa de egresar de la Universidad Nacional y a su profesor y rector, Pedro María Carreño, lo nombraron ministro de RR.EE. Lo mandó a buscar y lo despachó a Leticia, a convivir con los micos y descubrir la salvaje grandeza del Amazonas. Enfermó de fiebres tropicales. Pero nunca dejaría de referirse a la experiencia con la narrativa más emotiva. El sendero diplomático que inició en Leticia continuaría por más de 70 años, y lo llevaría a participar en las negociaciones de límites con el Ecuador, Perú y Venezuela; el asilo en Lima de Víctor Raúl Haya de la Torre; la adopción de la Carta de la OEA en Bogotá y del Pacto que lleva el nombre de nuestra capital, del que sin reato nos retiramos para culparlo del fallo de la CIJ en la disputa marítima con Nicaragua, como el hijo malcriado que cuando pierde al fútbol culpa al balón. Le correspondió también participar en la adopción del TIAR, en 1947, y de la Carta de la ONU, en 1945.

La biografía ocuparía varios tomos, porque no es tanto el relato de su trayectoria en los escenarios internacionales, sino que deberían conocerse los informes escritos  siempre con la misma máquina Smith Corona que compró con su primer salario en Leticia,  y que mandó durante más de 70 años, aún retirado. En 1972 le advirtió al gobierno que las negociaciones con Venezuela para delimitar áreas marinas y submarinas no llegarían nunca a término. Sugirió acudir al tratado de 1939, firmado con gran alborozo por ambos países. Por la misma época dejó conocer su opinión sobre las reclamaciones de Nicaragua y la proyección de las pretensiones que esbozaba. Su idea era que la única fórmula para darle una solución definitiva a las reclamaciones era acudir a la CIJ. Ello, en la suposición de que como Nicaragua alegaba la nulidad del tratado Esguerra – Bárcenas de 1928, Colombia retornaría a reclamar la costa Mosquitia y las islas Mangles. Nunca estuvo de acuerdo con que el Meridiano 82 de Greenwich se invocara como límite marítimo. Siempre tuvo la esperanza de que algún día ratifiquemos la Convención del Mar de 1982; que algún día definamos como hermanos nuestras controversias limítrofes o marítimas; que algún día los países del Continente desarrollen con honestidad, empeño y buena fe los principios del Libertador. Le rendía culto a la OEA y a todo el sistema interamericano. Llevará mucho tiempo recordarlo a la altura que se merece y no creo que en un trino o tweet pueda condensar ni siquiera un esbozo.

Creo que la gran lección de vida que nos dejó es que hay que tener convicciones, estudiarlas, meditarlas, sostenerlas y aplicarlas.

JOSÉ JOAQUÍN GORI CABRERA

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