Umpalá

Publicado el

Viejo Johann, viejo Stiven

Hace seis años, un par de días más o un par de días menos en realidad, murió Johann Rodriguez-Bravo. Tenía un excelente libro de cuentos publicado y una novela pendiente que se publicó en Ecuador algunos meses después. La frase que se repite “era una promesa literaria” es tonta porque oculta que Johann era una gran persona, el tipo chistoso al que se le nota la honestidad a kilómetros, el tipo del que alguien (no sé si Sebastián Pineda o Juan Pablo Plata) dijo “las novias de todos lo querían”. Y con razón. Johann tenía 25 años. En USA los grandes mueren a los 27; en Colombia la edad fatidica para los escritores es 25 porque a los 25 se murieron Johann Rodríguez y Andrés Caicedo. Con todos los huecos que tengo en mi memoria, Johann nunca estuvo de acuerdo con esa idea de Caicedo de andar muriéndose.
Con todos los huecos que tengo en mi memoria, creo que era mi maestro, Hernando Motato, quien contaba que al maestro de Caicedo, Enrique Buenaventura, le habían contado de la muerte de Andrés mientras atravesaba Polonia en un tren en medio de la nieve.

Puede que me equivoque con ese dato, pero hace un año, un par de días más o un par de días menos, yo atravesaba Rumania en un tren en medio de la nieve, de Craiova a Pite?ti para entrevistar a un DJ colombiano que vivía en esas lejanías. Pasaron varias cosas. La primera, que en un momento de ese viaje de blancura interminable vi un faisán. Para mí los faisanes sólo existían en una de las figuritas del álbum de chocolatinas jet y en un recuerdo en el que mi abuela paterna, a quien no veo hace años, me decía que era la carne más deliciosa del mundo, que sabía eso aunque nunca la hubiera probado.

Yo nunca en la vida había visto un faisán, yo no creía que los faisanes con sus plumas doradas se aparecieran en medio de una llanura helada, donde el tren avanza y avanza sin que nunca aparezca otro ser vivo y sobre todo donde nunca aparece ningún color diferente al blanco.

Entonces entendí el título de un libro que nunca he leído El hombre es un gran faisán en el mundo. Supongo que es una traducción incorrecta de un dicho rumano o alemán, pero en ese momento me pareció claro. Una de esas revelaciones de las que uno podría coleccionar una docena en la vida si acaso. Una idea de la que podría sacar varias metáforas y analogías baratas, pero que no perdía su fuerza. Pensé que ese faisán no iba a sobrevivir, que a lo mejor ya estaba muerto, congelado, que esa única mancha dorada en medio del paisaje terminaría en pocas horas cubierta por la nieve.

La autora del libro es Hertta Muller, cuando nadie, ni siquiera en Rumania conocía su obra, un amigo de nombre Jesús Álvarez, que suele leer las cosas que nadie conoce, la había leído y era su admirador.
Así que decidí escribirle, decirle “Chucho, acabo de entender el significado del título”
Compartir el momento.

En otros tiempos habría bajado en la estación de trenes de Pite?tii, comprado una postal, pagado las estampillas, esperado que el pedacito de cartón llegara a Colombia.
En estos tiempos no sé las direcciones físicas de mis amigos, encendí el teléfono, que es un Blueberry (o sea un blacberry chiviado) iba a dejarle a Chucho un mensaje en Facebook.
La tecnología mata el encanto ¿no?

Y además no lo hice, porque en hotmail tenía un mensaje de unos días atrás en el cual me deseaba un feliz cumpleaños. Le contesté deseándole un feliz año y contándole que pensaba en la anécdota de Enrique Buenaventura y la muerte de Andrés Caicedo.
No le dije que pensaba en la manera cómo mis amigos se enterarán de mi muerte.
Uno es muy egoísta, uno piensa en la muerte propia cuando hay tanta gente que se muere.

Unas horas después, en otro tren que atravesaba campos todavía nevados pero ya de noche y sin posibilidad de ver por la ventana los faisanes congelados, volví a encender el teléfono. Había hablado horas con el DJ, quería proponer el artículo. Tenía un mensaje de John Freddy Galindo, amigo de Jesús y, como Jesús, alumno de mi maestro.

Sin saber que yo estaba en un tren ni que había nieve ni que durante el día yo pensaba en maestros a los que les llegan en ese tipo de circunstancias noticias de alumnos muertos, John Freddy me decía que no sabía si yo ya me había enterado que Steven, alumno mío, había muerto, que iban a enterrarlo.

*

Tardé muchos meses en saber cómo murió Steven,, que a veces firmaba Stiven, aunque esa noche soñé que alguien me contaba, por Facebook, que había sido en un accidente de auto. Johann murió de una manera particular. Alguna vez leí (en una revista Semana donde hablaban de un colaborador muerto atropellado en Brasil) que las muertes de los jóvenes siempre son absurdas. La de Steven lo fue, no importan los detalles. Yo lo recuerdo en mi clase de la UIS, era uno de los mejores de un grupo lleno de gente buena. No se tomaba en serio la literatura ni a mí como profesor. En las dos cosas tenía razón. Llevaba camisetas rotas con los rotos unidos por ganchos de pañal. Yo no creo haber visto algo así antes, a lo mejor porque nunca había visto un punk tan de cerca.
En esa época, hace unos seis años, Steven, Stiven, era un verdadero punk, supongo que siguió siéndolo, que era el ejemplo de que uno puede ser un punk intelegentísimo. chistoso y con carisma, que era posible ser un punk y hacerse querer por todo el mundo.
La última vez que lo vi fue en los bares del Pequeño Amsterdam, frente a la UIS, venía con una novia punk, nos tomamos una cerveza. Estábamos contentos de vernos.

Las dos últimas veces que hablamos fue a través de dos identidades falsas que él tenía en Facebook. Intentó explicarme por qué escribía siempre en inglés pero no le entendí y ya no puedo preguntarle.

Hay noticias que llegan así, que escogen llegar así y anunciarse. A la muerte le gustan los trenes en medio de la nieve en un antiguo país comunista para decir que en un país tropical se ha llevado a quien no tenía por qué.

En Twitter @r_abdahllah

Comentarios