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Cartas desde París desconfinada – Día 69/Día 14 / Capítulo Final

Cartas desde París desconfinada – Día 69/Día 14 / Capítulo Final
 
Mayo del 2020
 
Todo el tiempo estuvo esa semilla en mi escritorio. No se de dónde venia. De qué árbol raro de esos que no conocemos en el trópico. Tenía el tamaño de una falange y cada día iba cambiando de color y, lo notaba a la hora en la que el sol entraba casi horizontal, de textura. Cada vez que limpié con un trapito los libros a su alrededor evitaba tocarla para no interrumpir el proceso. Siempre sentí esa fascinación por las transformaciones que no podemos notar. En los últimos años me ha dado por una jardinería desordenada, de tirar granitos en las materas a ver qué sale. Pero antes era el óxido, el moho, el polvo.
 
Esas cosas que somos y en las que hemos de convertirnos.
 
Con los días, estos días vacíos en la agenda, la semilla cambiaba de forma iba haciéndome pensar en una boca. Mi esperanza era que con el tiempo terminara pareciéndose a un sexo. Me daba igual si masculino o femenino, pero las semillas hacen lo que quieran.
 
Hoy exploto. El calor supongo. La humedad.
 
Día 69. La semilla explotó. Recojo los pedacitos.
 
(En realidad si sé de dónde viene la semilla. De un sonajero de esos que se mueven con el viento. Lo robé hace años en la casa de L. Todo mundo tiene nombres que empiezan por L. o por V. o por N. o por M. o por J. o por K. o por L. o por M. o por N. O todo mundo se llama Ana)
 
Día 69. La semilla explotó. Recojo los pedacitos.
 
No creo en nada pero tengo varias supersticiones. Jamás marcaría un día en la agenda ni con rojo ni con violeta porque lo primero traería deudas y lo segundo muerte. Y tengo agüeros con los números. Intento, por ejemplo, no estar enamorado de más de trece personas al tiempo. Trato de construir textos basados en el 3 el 4 o el 13.
 
Cuando empecé a escribir estas cartas pensé que si nunca salíamos de esta llegaría hasta la número 99 o 111. Luego me dije “No. Hay que seguir en la resistencia. Continuaré hasta que, con la excusa de la vacuna, Bill Gates y/o el man de Apple nos obligaran a instalar en nuestros bolsillos un aparato portátil que informara a poderosas corporaciones cada una de nuestras interacciones humanas y comerciales”.
 
Luego me aburrí y me me fui inclinando por el número 66. El de la Bestia, pero incompleto.
 
Cuando llegó el día 66 , y cuando el día 66 pasó, llevaba desde el fin del confinamiento haciendo listas (con trece elementos) de las cosas que haría cuando se acabara el confinamiento.
 
Y es así como hoy me encuentro terminando estas cartas en un número banal y sin significado alguno.
 
Cosas para hacer después del confinamiento.
 
Aprender ahora sí en guitarra algo más que las canciones de tres acordes
 
Terminar ahora sí mi novela sobre el uribismo y el fetichismo de las botas
 
Aprender ahora sí ruso
 
Aprender ahora sí árabe
 
Sacar ahora sí el pase (de conducción)
 
Sacar ahora sí el pase (para celebrar)
 
Leer ahora sí los libros de John G. y John G.
 
Sembrar ahora sí las papas criollas para probar que pueden darse en la tierra de Parmentier
 
Reprogramar ahora sí la extracción de la muela del juicio que se ha salvado por culpa de la crisis hospitalaria.
 
Ir ahora sí a ver las auroras boreales de Malmö y los campos de Andalucía
 
Enseñarle ahora sí a Leonardo a escribir con buena letra como su padre
 
Compilar ahora sí los artículos sobre escritores y escritoras
 
Organizar mis fotos (ahora sí) para mostrar que soy un artista integral.
 
Día 69. La semilla explotó. Recojo los pedacitos.
 
Abro también la cajita de Doliprán. No es que en los últimos 69 días jamás me doliera nada pero había que mantener las reservas de la que se creía era la única droga que podía calmar los síntomas de la Peste antes de que Trump nos anunciara que el Clorox también servía.
 
Ahora ya no. Ahora podemos darle duro a ese Doliprán
 
Y repetir durante meses pastas con atún hasta agotar las reservas que no tocamos durante toda la cuarentena de miedo a que se nos acabaran.
 
Y podemos usar el papel higiénico sin temores porque sabremos que no escaseará al menos hasta que el comunismo llegue al poder en los Territorios Unidos de Europa.
 
Así que, rapidito porque hay que sentarse a producir, siento la dulce sensación del Doliprán que baja por la garganta y se suicida en un océano de jugos gástricos.
 
Y en estos días “post-conf” para los que habíamos previsto bacanales, el placer serán esos mil miligramos que calmarán el dolor de espalda.
 
Porque el dolor de espalda, claro, ha vuelto. Fin del confinamiento. Ya no hay tiempo para yoga ni ejercicios ni todas esas actividades fisico-místicas burguesas.
 
(La vecina del balcón de enfrente sigue haciendo ejercicio pero al barbudo que la acompañaba nunca volvimos a verlo. Supongo que ahora exhibe su cuerpo herculeano cubierto sólo con sus calzoncillos de Dragon Ball en otras latitudes
 
Ana, la del otro balcón, en cambio, nunca volvió a poner el barrote que separa los dos apartamentos. Y le regaló a Leonardo un dioarama de “Alicia en el País de las Maravillas” hecho por ella misma. Yo diría que es el comienzo de una bella amistad.
 
Hace 69 días (no escogí este número al azar, pero esta historia podría ser falsa) abandonamos oficinas y fábricas, bares y hoteles, transportes, autopista y tranvías, amores y amistades. Nos encerramos porque en ese momento, tal vez aún ahora, encerrarnos era lo mejor que podíamos hacer.
 
O lo único.
 
Fue, es, tal vez la única vez en la historia en la que toda la humanidad compartió un miedo. En la que por primera vez no hubo lugar para salir corriendo.
 
No hubo. No hay.
 
En este pedazo de este lado del charco completamos dos semanas de desconfinamiento. Por todos lados las curvas han terminado por aplanarse, el tema por aburrir. De un tiempo para acá hay incluso charlas en las que el Coronavirus no se menciona y qué días vi una pelea de borrachos.
 
Y la vida sí.
 
La gente está en las calles.
 
Y se habla y cada día que pasa la distancia social, en sentido literal y figurado, se reduce.
 
Aquí, se siente como si se hubiera acabado.
 
Y se vive como si no.
 
Y dejamos de hacer planes y ahora que las carreteras son interminables no hay a dónde ir y todo el tiempo hay una barrera de plexiglas y dejamos de hablar con los amigos lejanos y dejamos de pensar en los amores posibles.
 
Porque ahora hay que trasnochar y levantarse temprano y el tiempo se va en explicarle a toda esa gente que quiere irse al campo que ni dos meses de encierro bastaraon para hacernos odiar la ciudad.
 
La semilla explotó. Cuatro pedacitos que entierro en las materas del balcón.
 
Algún día, cuando deje de haber filas en los almacenes de jardinería, sembraré otra cosa.
 
O sembraré papas, que salen fácil o cebollas.
 
Leonardo ha aprendido a enterrar bananos, pero creo que es un árbol que necesita como mucho cuidado.
 
Yo le contaré todo esto. Yo no sé si va a creerme o si va a importarle, porque los recuerdos de infancia es una cosa de padres y no de hijos. Mis tres años fueron 1982. Ese año Maggie Thatcher envió sus muchachos a quitarle las Malvinas a Galtieri, miles de refugiados palestinos fueron masacrados en Sabia y Chatila , se incendió Puente Aranda y García Marquez ganó el Nobel.
 
Pero yo sólo recuerdo un camión de bomberos marca Tonka que vendí años después para comprar un disco de Nirvana.
 
Yo le contaré que durante dos meses, el mundo fueron tres colinas que llamábamos montañas. La primera era la de Tata y Leo; la otra, la de los pájaros que duermen; la última, la de los monstruos. Que allí jugábamos a Frozen, a Trump y a Macron cazando a los que estornudaban, allí éramos Chaplin y éramos Chihiro y el dragón Haku y el dragón Zebulón y el dragón Toothless , que allí había árboles de trolls y madrigueras de conejos y monstruos (pero buenos) , que allí viniste a entender qué eran las estaciones, los insectos y las nubes, que desde allí sonreíamos a las vecinas y a los vecinos y que a veces nos sonreían de regreso, cada vez detrás de máscaras más grandes.
 
Yo le contaré que en los meses que siguieron se prohibió el uso de la letra «p» para disminuir el contagio.
 
Yo le contaré que cuando por fin volvió a la escuela y volví a tener tiempo libre tampoco cumplí ninguno de mis (trece) propósitos ni los trece de la siguiente lista y que el día en que quiso hablarme de un tesoro recién encontrado, yo estaba ocupado haciendo otra lista y el castigo que le puse por haberme interrumpido fue contar hasta trece.
 
En griego.
 
Ha habido otro montón de pestes desde entonces, Leonardo, y otro montón de guerras, y para bien o para mal aquí seguimos. También siguen allí las tres colinas. Ahora te parecerían tres monticulos minúsculos. En otra época para los dos fueron montañas y hoy me costó trabajo subirlas cuando las atravesé para cortar camino arrastrando un canasto de mercado doblemente pequeño porque la plata de la pensión es poca y el dolor en la espalda nunca se fue.
 
 
Ni las habíamos notado hasta ese medio día en el que nos sentamos a comer fresas en el momento preciso en el que la campana de la iglesia marcaba el inicio de la cuarentena y nunca volvimos desde que terminó el confinamiento. Peleó contra todos los paráisos perdidos y los territorios de la infancia y sin embargo se abrieron las posibilidades. Yo tenía cuarenta y algo años entonces, tú , tres y algo, aún pensaba que podía ser alguien y aún era urgente inculcarte que lo importante no es eso. Tuvimos la prisa y las tareas de la vida. No fue sino saber que podíamos ir más lejos para no regresar, para abandonar el reino que fue nuestro ni siquiera para desenterrar los tarritos de galletas en los que escondimos nuestros tesoros de esos días.
 
Tal vez podríamos sacarlos si vienes de visita este año o el próximo, antes de que, así como la semilla que explotó en mi escritorio en la época en la que los adultos nos preguntábamos en qué momento la vida que conocíamos se fue al carajo, los tarritos vueltos oxicdo acaben de mezclarse con los huesos de los pájaros dormidos que se convirtieron en esqueletos y los de los trolls y los de los conejos y los de los monstruos buenos que, a diferencia de la gente, jamás volvieron a asomarse al mundo.

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