Umpalá

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Cartas desde París desconfinada – Día 61 /Día 3

MAYO 13
Cuando quise salir a la ciudad la cadena de la bicicleta había desaparecido. No la escuché caer pero sé bien en el momento en el que ocurrió. Digo, esas cosas se notan porque uno pedalea en el vacío y, a diferencia de la película de ET, las ruedas no se levantan del suelo en dirección de la luna. Faltaban 48 horas para el desconfinamiento. Había visitado a N. Tomamos cerveza comprada en la tienda rumana y tocamos (yo mal) canciones de Nirvana. Luego salimos en las bicicletas y en medio de un aguacero, digamos bíblico ya que no hago sino robarle metáforas a García Márquez, llegamos a donde terminaba la ciudad.
Yo pensé que la cadena se había apenas suelto y que era capaz de ponerla en su lugar, aunque no hubiera hecho semejante operación de mantenimiento ciclístico desde mis épocas de monareta en la Ciudadela Colsubsidio.
No había cadena.
Leonardo estaba listo para su primera vuelta en bicicleta desde el confinamiento y no había cadena.
Nada, ni un pedacito.
Las ciclas, por supuesto, andan sin cadena.
Así que sin cadena nos lanzamos a rodar. Hacia Bastilla la Avenida Daumesnil es bajandito.
Y uno se puede impulsar en el andén.
En los almacenes pequeños de la Avenida, los propietarios esperan, unos con tapabocas otros con barbijo, la llegada de algún cliente. Varios restaurantes han abierto la venta de platos para llevar.
Frente a los grandes almacenes, las filas se extienden por varias calles. Tengo la impresión de que la gente que espera allí desde el sábado todavía no ha logrado entrar.
Y también hay filas frente a las bicicleterías.
(Es miércoles en la tarde y, excepto por la cadena rota y Leo en la silla de atrás, describo el sábado igualito.
Falta es que llueva.
A lo mejor los días serán así: filas frente a los grandes almacenes, comercios pequeños que uno a uno van cerrando o vendiéndose a franquicias. El sueño del capitalismo liberal que imagínabamos se arrodillaría tras la pandemia)

En cambio no hay nadie frente al taller de siempre. El hombre trabaja. Mientras cambia la cadena, Leonardo y yo nos comemos un pan dulce frente a un carrusel. También los carruseles han vuelto a funcionar. La señora del carrusel desinfecta los caballitos en los que alguien se ha subido. Leonardo siempre la ha tenido un miedo irracional a esos aparatos con tanta luz brillante y música tropical (se los juro, acá en los carruseles ponen reggaeton.
Tampoco eso ha cambiado durante la pandemia. Leonardo mira y dice que se subirá “Mañana”.
A los tres años y medio, mañana es un futuro lejano. Es ese lugar en el que uno pone las cosas que no van a pasar.
Leonardo, por ejemplo, dice que regresará a la escuela “mañana”.
Su tierna ingenuidad no está muy lejos de la del Ministerio de Educación Nacional que pretndía un regreso a clases esta semana y para ello imaginó un documento de 64 páginas de protocolos imposibles de “distancia social” (para menores de cinco años) que ha llevado a que menos del veinte por ciento de los padres/madres pida que sus hijos regresen a la escuela y a que menos del 10 por ciento puedan ser admitidos.
Así que la gente hace maromas para que los empleadores les den un par de días más con los hijos en casa con la esperanza de que se resuelva la disyuntiva.
O las escuelas son un lugar seguro y van todos.
O no lo son y no va nadie.
(El estado no es un ente abstracto, al estado se le paga para que resuelva lo mejor que pueda esas preguntas difíciles)

Los niños están en la calle. Son cientos. París es una de las ciudades más densamente pobladas del mundo (lo es más que Tokyo o Nueva York), así que la gente vive en espacios pequeños. Diganles que pueden salir y se botarán a la calle. Hay máscaras y mascarillas (esas que durante todo el confinamiento fue imposible encontrar) pero también coches y patinetas, patines y monopatines, triciclos y bicicletas con ruedas de apoyo.

La contemplación va dejando de ser posible. Hay que moverse. Hay que rodar.
La bicicleta tiene una cadena nueva.

 

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