Reseña de la novela Semáforos rotos de Santiago Infante. Himpar editores, 2017.
Contra lo que pueda pensarse, no es fácil crear una Bogotá marginal. No se trata, simplemente, de enumerar calles, nombrar atracadores y hombres y mujeres que deambulan con cobijas sobre el hombro. La literatura va más allá: el lector debe sentir las imágenes en algún callejón del cerebro al tiempo que olores, sonidos, temores, se instalan en el alma. Y eso es justamente lo que logró Santiago Infante en Semáforos rojos.
Vamos por partes.
Lo primero es el narrador. En este caso, el narrador debe tener una voz que sea capaz de sembrar elementos que sumergirían al lector en un universo marginal. Para este propósito se deben elegir el cemento y los ladrillos que construirán una voz sólida, que se sostenga a lo largo de cientos de páginas sin que flaquee y sin que cambie de tono. Como Santiago eligió que el narrador sea el mismo protagonista, debe hacerse una elección cuidadosa de las palabras para que sean coherentes con el universo y con la psicología del personaje. Y no sólo eso, también se debe pensar en el ritmo, ese apurarse y frenar de acuerdo a la necesidad de lo narrado. Ese acelerador que necesita más oído musical que sensibilidad literaria.
Lo anteriores elementos fueron trabajados con pulso y acierto en Semáforos rotos:
“Veo en diagonal, en vivo, un atraco: setentaiuna bis, una calleja bordeada por cafés internet con cabinas separadas para ver porno; librerías de tomos hurtados; burdelitos de aire detenido. Reconozco a los hijueputas de las cachuchas: atraparon a un borracho descamisado y le esculcan los bolsillos. Quieren sacarle sangre, se nota […] Suena un tumulto de voces entrecortadas y un arrastre de pies. Enviones de puñal desde lo alto. […] Piso mierda humana. Esmog profundo. Ululan ambulancias y resuenan chirridos de llantas hacia el norte. Perros de callejón aúllan y se refleja la electricidad en hocicos impregnados con agua de charco. Oigo a una gata desgarrándose en celo, allá, arriba, en la terraza del edificio Tótem”.
Lo segundo, como se pudo apreciar en este fragmento, es la elección de lugares, sucesos e imágenes. No es gratuito el atraco, como no es gratuita la mierda humana y mucho menos el aullido de perros. Habitantes de calle que cagan en los andenes al lado de perros hambrientos, sirenas de ambulancias y de patrullas. Sin necesidad que lo haga explícito (aunque lo hace en otros pasajes de la novela), también hay olores: excremento, sangre, perros mojados. En estas palabras vibra la violencia que atraviesa la novela como sangre que huye del cuerpo moribundo:
“Algarabía en la calle: risas, correteos. Los huérfanos salen del Teatro Libre con globos de colores atados a las muñecas. La profesora-carcelera se esfuerza por alinearlos frente a la puerta retráctil del bus.
Aparece una nena pelirroja, el cabello agarrado en una cola de caballo y el cráneo atravesado por una raya en la mitad. Viste una sudadera verde que le queda grande. Camina algunos metros atrás del grupo. No mira a nadie y no sonríe. Revienta la piola de un jalón y el globo amarillo se eleva serpenteando. Deseo que el globo pase frente a mi ventana, pero la corriente lo arrastra en diagonal, hacia la trece.
La profesora-carcelera la pilla y le mete un puñetazo en mitad de los omoplatos. La nena sale disparada pero en un reflejo le alcanza a poner las manos entre el adoquín y la cara antes de restregarse contra los ladrillos”.
Este pasaje se nutre de símbolos: rebeldía, libertad y violencia. Tres símbolos en ciento cincuenta palabras que parecen hechas de llovizna, humo y rabia. Pero hay más símbolos: el desamor, la soledad y el miedo. Ninguna novela tiene peso sin una carga simbólica. De hecho, si se me permite la generalización, la novela sin símbolos no es más que una colección de anécdotas desabridas.
Y debe existir una historia que será el motor que arrastrará voz, símbolos y atmósfera. La historia por lo general es la excusa para hablar de otra cosa. En este caso el despecho es el pretexto para hablar de la Marginalidad en mayúscula sostenida: el marginado de la sociedad, de la familia, del amor. El hombre que vive en los márgenes porque quiere o porque no tiene otra opción. El hombre que sobra, que está de más, que estorba.
Hombre como Gunter, que deambula por la ciudad acompañado de su perro Sócrates. Y como Sócrates, el filósofo, Gunter habla de la vida:
“Rodar diez cuadras hacia el norte y siete hacia el sur. Buscar el oriente para ver el atardecer despeñarse sobre los cerros. Después rodar al occidente jalado por la gravedad. ¿Me entiende? En la ruta aparece la vida”.
Y también de Bogotá:
“¡Qué putería, parcero! Vagotá de lado a lado. Una plaga de lucecitas. Quién la ve… el monstruo en lugar de gente traga electricidad, como un aguamala”.
No pierda la oportunidad de leer esta novela, de saborear su oscuridad de pielroja en medio del desvelo, de embriagarse con sus metáforas de cien octanos. Y si no le gusta la oscuridad, regálela al metacho de la familia, al oscuro del parche, al callado del barrio. Un libro siempre será mejor que un par de medias.